El país de Savonarola Pedro Vallín

Hace un año, el CIS publicó un informe bajo el rótulo “Turismo y gastronomía II”, en el cual se preguntaba a las personas encuestadas si consideraban que elaborar la comida en casa se sigue haciendo, si va reduciendo su uso o si se está viendo desplazada por la comida rápida: más de un 70% respondía que se reduce y que se ve desplazada. ¿El motivo? Un 69% lo achacaba a la falta de tiempo, fruto de un ritmo de vida acelerado. La paradoja: cada vez se inventan más aparatos que reducen y facilitan el cocinado de los productos, pero cada vez se percibe y se siente que no hay tiempo para cocinar.
Sobre esta base, el dueño de Mercadona, Juan Roig, augura que en el futuro las viviendas no tendrán cocinas, mientras observa —para su beneficio— que el gasto y consumo de platos preparados se ha disparado. Por supuesto, esto tiene su lógica: cocinar requiere de tiempo, pero no solo dentro de la cocina; requiere de tiempo para bajar al supermercado (especialmente si se trata de alimentos frescos, porque obliga a tener que ir varias veces por semana), y requiere de un tiempo para pensar, planear y prever qué cocinar. Esto, en el contexto contemporáneo, se vive como un fardo que cargar y, a la inversa, acceder a comida preparada se percibe como una liberación.
Pero nada de eso sucede en el aire y de manera aislada; al contrario, cobra sentido dentro de una dinámica muy concreta, en nuestro caso, la dinámica de la aceleración. Aceleración que, en palabras de Hartmut Rosa, implica un movimiento cada vez más rápido del mundo material, social y espiritual, lo cual acciona una forma de ser, estar y vincularse con el mundo y los demás. Una forma que busca subordinar todo el tiempo de vida disponible a un tiempo potencialmente vendible y comprable en la comunidad del dinero. Es por ese motivo que la pregunta que tenemos que hacernos no es solo la de qué hacer dentro del contexto, sino también aquella que cuestiona la razón de ser del propio contexto: ¿es preferible caminar hacia una sociedad que amplíe el tiempo libre para poder cocinar a una donde no se puede cocinar porque no se tiene tiempo?
Lo que comemos, cómo lo comemos, en dónde lo comemos, cuándo comemos y junto a quién lo comemos expresa una cultura, una relación con el mundo y un poso civilizatorio: “el hambre es hambre, pero el hambre que se satisface con carne guisada, comida con cuchillo y tenedor, es hambre muy distinta del que devora carne con ayuda de manos, uñas y dientes” (Marx). El sociólogo Norbert Elias, en su libro El proceso de la civilización, analiza el salto normativo que implicó la introducción del tenedor y el cuchillo en la mesa, validando así un espacio de encuentro y confianza social donde el cuchillo de uno no implicaba una amenaza vital para el otro. Son estos cambios, aparentemente pequeños, los que nos revelan transformaciones más profundas de la estructura social y cultural: no se trata solo de una cultura meramente culinaria, se trata de algo que lo cambia todo, aunque no siempre tiene que ser a mejor.
No se trata de volver al pasado, sino de construir otro futuro: uno donde no haya que elegir entre la mujer encerrada en la cocina o la desaparición de la cocina
En la serie Yellowstone, protagonizada por Kevin Costner, se muestra la sociología de la América profunda a través de la historia de un rancho de cowboys ubicado en Montana. Se ha comentado que es la radiografía de una población trumpista que no quiere perder su modo de vida, basado en la apropiación pasada de tierras. Lo que me interesa destacar aquí es un elemento en concreto: cuando el progreso no supone avance, sino lo contrario. John Dutton (Kevin Costner) se postula para gobernador con un discurso cristalino contra el progreso porque vienen a por sus tierras y, al margen de que lo haga desde el mantenimiento de esa forma de vida siempre en disputa con los indios, esto no hace buena la amenaza que se cierne sobre ellos, también sobre los indios: multinacionales e inmobiliarias que quieren arrasar con todo el territorio, levantar un aeropuerto y convertir su vida en un parque temático. Mutatis mutandis, el progreso que busca desaparecer las cocinas —y todo lo que ello implica— no es un avance, es una amenaza: “yo soy el muro contra el que choca el progreso”.
Esto no significa que la comida preparada, en sí misma, sea algo malo o que no tenga su utilidad; tampoco se trata de juzgar a nadie, porque no es un problema de rectitud moral ni nada parecido. Es un problema de dinámica, y de lo que supone social y culturalmente esa dinámica sobre la vida, la libertad, las relaciones sociales y la autonomía. Hay que desmitificar la idea, siguiendo a Rosa, de que la calidad de vida humana puede reducirse únicamente en función de la cantidad de opciones a nuestra disposición, porque, en ocasiones, esto aparece sobre la imposibilidad de optar por tener tiempo libre. No hay opción a nuestra disposición que pueda competir con tener tiempo para cocinar con tu hijo subido a un taburete y enseñarle lo que son los alimentos.
Habrá quien tenga la tentación de pensar que todo esto es culpa del feminismo, porque cuestiona el rol donde las mujeres viven encerradas en una cocina, y que la solución a esta dinámica pasa por volver a poner las cosas en su lugar, para que cada uno cumpla el papel que tiene asignado. Nada más lejos de la realidad. No se trata de volver al pasado, sino de construir otro futuro: uno donde no haya que elegir entre la mujer encerrada en la cocina o la desaparición de la cocina, porque no hay que elegir –tampoco se puede– entre el capitalismo de posguerra o el actual. La liberación del tiempo de la necesidad es solo la condición de posibilidad de otra disputa política y cultural: qué hacer con ese tiempo y qué sentido darle. ¿Acabar como en la nave de la película Wall·E, o buscar ejes de resonancia que nos permitan cultivar todo aquello que el dinero no puede pagar?
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Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y actualmente diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid.
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