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Historia de una traición

Mi abuelo se pasaba la tarde mirando el reloj. Iba y venía de la cocina al comedor para comprobar que cabríamos todos en la mesa, los ocho adultos y los siete nietos, porque todo tenía que estar listo cuando apareciera el escudo en la pantalla. Y se colocaba al lado del televisor, porque ya oía poco, con las manos entrelazadas sobre el regazo frente al trono donde reinaba mi abuela una Nochebuena más. A esa hora ya estaba toda la familia en su casa, así que mis padres y mis tíos también escuchaban el mensaje del rey y nos mandaban callar porque hablábamos todos a la vez mirando de reojo los platos de la cena. A él a veces se le escapaba una lágrima y ella se reía de él: “Ya está tu abuelo llorando. Lo que llora este hombre de viejo”.

Juan Carlos I formaba parte del paisaje habitual de esa España en la que viajábamos sin cinturón en la parte de atrás de un Seat 132, cuando la Expo de Sevilla nos iba a enseñar el futuro. Crecí en un ambiente poco politizado, pero sí que sabía quién era Tejero y lo de los tiros y me gustaba reproducir el “se sienten, coño”, por aquello de poder decir una palabrota homologada. Y tenía asumido como una verdad irrefutable que todo eso quedó en un susto gracias al rey. No recuerdo una mala palabra de ese señor tan cercano y sonriente, bronceado en verano y abrigado en la nieve. No recuerdo que le pusieran ninguna pega, incluso en los años en los que mi abuelo se ofuscaba con los políticos que robaban y mi abuela se metía con “el del bigote”. El rey era intocable en la Constitución y en el imaginario colectivo.

En esa democracia que muchos anhelan de consensos y mayorías sólidas se vulneraba sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos en nombre de un supuesto bien mayor que, visto lo visto, sirvió de manto para ocultar la doble vida del rey

Y sí, la patria es la infancia, pero no tengo ninguna nostalgia de aquella España a la que le colaron el relato de la campechanía del monarca, a fuerza de opacidad y desinformación sobre la Jefatura del Estado. Una falsa imagen real construida con la complicidad de gobiernos y medios de comunicación.

Ningún tiempo pasado fue mejor si en las cenas en la capital del reino se hablaba con cierta normalidad de andanzas del rey que no se publicaban. En esa democracia que muchos anhelan de consensos y mayorías sólidas se vulneraba sistemáticamente el derecho a la información de los ciudadanos en nombre de un supuesto bien mayor que, visto lo visto, sirvió de manto para ocultar la doble vida del rey. Juan Carlos I actuó con impunidad por su falta de escrúpulos y también porque se le concedió ese privilegio.

No tenemos datos porque el CIS no pregunta por nada de esto, pero que los vivas del show de Sanxenxo no nos confundan: hay una parte de la sociedad que ya ha condenado al emérito por traición, por burlarse de la confianza con la que sus mayores se ponían delante de la tele en Nochebuena y por librarse del Código Penal. Por eso, la inviolabilidad que le ha asistido todo este tiempo es indefendible hoy si lo que se pretende es consolidar a la institución monárquica. No hay ni un solo argumento racional que justifique que quienes ocupan las más altas instancias del Estado no puedan ser juzgados por sus actos, más allá de las funciones estrictamente relacionadas con el cargo. Da igual que Felipe VI se preste a enseñar las tripas de su casa al Tribunal de Cuentas si, después de todo lo ocurrido, conserva esa prerrogativa que hoy juega en contra de su credibilidad y de la continuidad de la monarquía.

Cuando el anciano rey emérito descendió el jueves del avión, su hija lo recibió con un abrazo familiar y con una reverencia. Quería que viéramos que llegaba a España un rey y mostrarle sus respetos a quien lleva mucho tiempo faltándoselo a los españoles. Sólo si la Casa Real entiende lo mucho que chirría esa imagen podrá aspirar a confundirse de nuevo con el paisaje y reconectar emocionalmente con una generación de españoles que crecieron engañados.

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