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Los periodistas que estuvieron en esa cena todavía recuerdan el estupor que les causó Emiliano García-Page despachándose a gusto por primera vez contra Pedro Sánchez. Fue en Bruselas, en enero de 2015, a los pocos meses de su primera elección como secretario general del PSOE; antes de todo. Antes de que Podemos casi sorpasara al PSOE, antes del 1 de octubre socialista y de la abstención para dejar gobernar a Mariano Rajoy; antes de la moción de censura, del mayo negro de 2023 y de la salvación de julio pasado. Antes de que el nuevo secretario general se presentara por primera vez a las elecciones, García-Page ya se situaba en el extrarradio de Ferraz, incómodo con el fondo y las formas del nuevo líder socialista.

García-Page apoyó a Sánchez en su primera nominación frente a Eduardo Madina y, tres años después, lo combatió con todas sus fuerzas al lado de Susana Díaz en un congreso (el número 39 del PSOE) en el que se impuso un modelo de partido que dejó fuera de juego a poderes territoriales y empoderó al líder como nunca antes había ocurrido. Eso es lo que apoyaron los militantes en 2017, soliviantados por la abstención en favor del PP que habían bendecido la mayoría de los mandos socialistas. Desde entonces, el PSOE es otro; pero García-Page se ha mantenido casi en los mismos parámetros en los que estaba. 

García Page campa a sus anchas en Castilla-La Mancha pero se ha quedado colgado de un PSOE que no existe y al que ya sólo apelan parte de la vieja guardia y la derecha

Ha sido el verso suelto porque tiene poder institucional y le avalan sus buenos resultados electorales, que se sustentan sobre unos cimientos muy distintos a los de otras federaciones. El relato de “todos los votos son buenos para frenar  a la derecha” no le vale a García-Page en Castilla-La Mancha porque allí su electorado es fronterizo con el del PP y, quizá por eso, él utiliza sus discrepancias con Ferraz como parte de su campaña para seguir ganando. Entre sus compañeros está bastante asumido que García-Page necesita mayoría absoluta para gobernar y que para llegar a la mayoría absoluta tiene que conseguir que el antisanchismo ni siquiera le roce. Eso lo entienden los socialistas de todas las latitudes, incluso la cúpula de Ferraz, pero les parece inadmisible que él termine siendo el más antisanchista y se jacte de ello entre chanzas y compadreo con los presidentes del PP. En el corrillo de Fitur estaba el mandatario popular que abrió la puerta de par en par a la ultraderecha en la Comunitat Valenciana y colocó a un torero de vicepresidente.  

García-Page campa a sus anchas en Castilla-La Mancha pero se ha quedado colgado de un PSOE que no existe y al que ya sólo apelan parte de la vieja guardia y la derecha. Le podrá gustar más o menos, pero la cultura de partido implantada por Sánchez está hecha a la medida de Sánchez y no de cuotas o equilibrios de poderes. A los presidentes autónomicos les sirve de poco tener mayoría absoluta para ser influyentes en el corazón del partido. Sirva como ejemplo el caso de María Jesús Montero, que no es número dos del PSOE porque ese puesto se reserve a la federación andaluza sino porque Sánchez la ha elegido a ella. Es más, la escasa trayectoria orgánica que hasta entonces había tenido la vicesecretaria general explica muy bien cómo las lógicas de Sánchez al pilotar el PSOE tienen poco que ver con el mundo de ayer, de aparatos y baronías. En este PSOE el líder siempre tiene el comodín de la militancia. 

No es nueva la incomodidad de García-Page y se ha encargado con denuedo de que se sepa. La diferencia es que ahora se ha quedado solo en esa posición, especialmente después de que las urnas hayan desalojado a los dirigentes territoriales con quienes compartió modelo de PSOE y Sánchez haya sumado un millón de votos en su última resurección. García-Page puede cavar su trinchera, pero posiblemente sólo consiga arrastrar a ella a quienes quieren borrar del mapa al partido en el que milita. 

 

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