La importancia de un nombre propio

Todos anhelamos la posibilidad de tener un nombre propio. Es lo que subyace a la polémica de estos días a propósito de la meritocracia, desde que Lilith Verstrynge, secretaria de organización de UP, afirmara que la meritocracia es un mito, y recibiera críticas inflamadas que señalaban que con qué legitimidad hablaba ella, dedicada a la política siendo precisamente hija de un político de reconocida trayectoria. Berna León, impulsor del think tank Future Policiy Lab, ha recibido críticas parecidas. La crítica se extiende, en general, siempre que una persona que parta de alguna condición favorable, especialmente respecto de su origen familiar, enuncia posiciones progresistas o trabaja a favor de políticas en esa dirección.

Lo que genera indignación es la sospecha —o algo más que sospecha— de que, a menos que a uno le amparen apellidos que son más viejos que uno mismo, tiene casi imposible ser escuchado, alzar una voz propia...

Se sobreentiende que lo que enfada a estos críticos es la sospecha de que, si uno no goza de determinados apellidos, tiene muy difícil alcanzar posiciones de éxito, excelencia, influencia o visibilidad en la esfera pública o laboral. Es decir, lo que genera indignación es la sospecha —o algo más que sospecha— de que, a menos que a uno le amparen apellidos que son más viejos que uno mismo, tiene casi imposible ser escuchado, alzar una voz propia, aportar algo significativo, poder contar la propia historia.

En una palabra, el humilde tiene imposible propiamente labrarse un nombre propio. Está condenado a permanecer atrapado por el silencioso tejido de la red de condiciones sociales y económicas que le limitan: precariedad, pobreza, inestabilidad, necesidad de alimentar el ciclo de la reproducción de su propia supervivencia, sin tiempo ni espacio para aquello que pueda desear hacer como fin en sí mismo, por pasión o por puro goce. No tiene acceso, en fin, a la libertad, que es lo mismo que la posibilidad de decir “yo” frente a un mar de condiciones. Porque, como sabía cualquier ilustrado, sin independencia civil no hay libertad ni ciudadanía. Y ello moviliza a la acción, a alzar la voz: a buscarse un nombre.

Por cierto, la persona que porta apellidos tampoco tiene acceso inmediato a esa posibilidad. No dice de entrada nada propio, porque siempre hablan sus apellidos antes que ella. Por inercia, y a menos que se resuelva a actuar y tomar otra posición, su palabra es una pantalla para que siga funcionando un ciego automatismo: el de la herencia de su privilegio. No tiene que hacer nada para que le vayan bien las cosas, más que seguir el curso de la corriente que le empuja desde la cuna. Incluso si critica las condiciones mismas que han hecho posible que sean ellos y no otros quienes estén donde están, si lo hacen incluso recalcando que precisamente por tener ese punto de partida saben mejor que nadie hasta qué punto eso es así, se considera que siguen hablando desde el privilegio de haber accedido a la posibilidad misma de la enunciación. Tampoco son todavía ellos mismos: hasta que no demuestren lo contrario, están ahí “por ser hijos de”. No tiene un nombre propio: solamente apellidos. Y, también ellos, lo buscan.

Por esto nos importa poder tener un nombre propio. Si importa poder hablar con voz propia, es porque queremos ser algo más que el producto de una jaula de condiciones

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Clara Ramas es doctora Europea en Filosofía (UCM) y profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido investigadora en Albert-Ludwigs-Universität Freiburg y HTW Berlin y profesora invitada en universidades europeas y latinoamericanas. Fue Diputada en la XI Legislatura en la Asamblea de Madrid.

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