No son desastres "naturales" Luis Arroyo
Lo que nos interesa a la gente
El mantra “realista” en política
Acabamos de dar por superada una de las amenazas más serias a las que se ha enfrentado la humanidad desde la segunda guerra mundial. Y hemos comprobado que, frente a ese tipo de retos, hay dos instrumentos que han probado su eficacia: el saber —el conocimiento, la ciencia— y la acción en común, la intervención de los poderes públicos en garantía de los intereses comunes prioritarios, como la salud. Junto a la ciencia, la política, o, para decirlo mejor, un modo de entender la política como gestión de la cosa pública, de los intereses comunes y prioritarios, que exige una intervención de los poderes públicos, que no pueden mantenerse al margen y esperar que tales problemas los resuelva, por ejemplo, la mano invisible del mercado. El avance en el saber (que es algo más que la ciencia y la tecnología) y la opción por una forma de gestión política que interviene para regular y garantizar lo que es común, son aliados imprescindibles. Su buen funcionamiento y desarrollo nos deberían interesar a todos como una prioridad. ¿Por qué, entonces, el desinterés que supuestamente tienen los ciudadanos respecto a asuntos como el mejor sistema de ciencia e investigación o la buena marcha de instituciones políticas claves? ¿Es cuestión de hastío, de desconocimiento o, simplemente, de otro tipo de preferencias?
No voy a hablar aquí de la falta de una cultura, de una toma de conciencia sobre la prioridad de investir en ciencia e investigación, que debería traducirse, por ejemplo, en un clamor para que los presupuestos contemplen un incremento significativo de esas partidas, que nos sitúe al menos en la media europea: España invierte un 1,24% del PIB en ciencia y la media europea está en el 2,12%. Creo que el Gobierno trata de hacer un esfuerzo importante en ese sentido, pero no parece que eso atraiga la atención de los medios, ni de la opinión pública. Desde mi particular y corta experiencia como presidente de la Comisión de ciencia, innovación y universidades del Senado, podría añadir algunos detalles que ahondan en esa constatación de desinterés. Pero escribo estas líneas para hablar sobre todo del otro desinterés.
Es un tópico asentado el del alejamiento, la indiferencia, el desinterés de los ciudadanos por el buen funcionamiento de las instituciones. Sostienen algunos de nuestros más notables opinadores, responsables de sondeos de opinión y teóricos de la comunicación política que a los ciudadanos no nos interesa quién, ni por qué, ni —a fortiori— cómo ni cuándo han de renovarse el Consejo General de Poder Judicial, el Tribunal Constitucional y otras instituciones del Estado, afanados como estamos en lidiar con la subida de los precios del supermercado, del alquiler o de los préstamos de nuestras hipotecas, por no hablar del trabajo de nuestros hijos o de la atención a los mayores. Lo que da prestigio en las tertulias y en las tribunas de prensa es advertirnos sobre el peligro de enfoques “idealistas”, que suelen recibir la condescendiente (des)calificación de ingenuidad, buenismo o, sin más, ignorancia de la realidad. Una realidad a la que todos y, en particular, los que entramos en la categoría de “políticos”, deberíamos bajar, si no queremos perder las elecciones, esa amenaza que es lo más parecido al juicio final en los círculos de toma de decisión de los partidos y en las nobles secciones de “política” en los medios de comunicación.
Sin embargo, a mi juicio, lo que subyace con frecuencia a estas llamadas realistas al primum vivere es una concepción elitista o, simple y llanamente, antipolítica de lo que es la política, de aquello de lo que trata la cosa pública. Lo diré por derecho: admito que es muy posible que, en efecto, esas interpretaciones se ajusten a la realidad, esto es, que las cosas, hoy, funcionen así. Pero la paradoja —y lo malo de este planteamiento— es que precisamente el hecho de que las cosas sean así nos aleja de nuestros intereses. Estoy convencido de lo contrario, esto es, que las cosas no deberían ser así, por nuestro propio interés, y trataré de recordar brevemente por qué.
Si alguno de los lectores de estas líneas ha tenido la deferencia de leerme con anterioridad, seguro que no se extrañará de que invoque la advertencia que propusiera Adam Ferguson, allá en 1767, en su Ensayo sobre la historia de la sociedad civil: la lógica del mercado, escribió el sucesor de Hume en la dirección de la biblioteca de la Universidad de Edimburgo, entra en inevitable colisión con la que es propia del espacio público y acabará por imponerse a ésta. En ese trance, asegura Ferguson, “los hombres perderán su alma de ciudadanos”, convertidos en consumidores o clientes en su dimensión pasiva.
Sí: creo que, tras una parte de las prudentes llamadas al “realismo”, a “lo que importa a la gente”, hay una carga o al menos el riesgo de despolitización, de esa ideología que sostiene que las decisiones que tocan a la gestión de lo común son cosa de expertos —antes los economistas, ahora los señores de los algoritmos—, que saben calcular aquello que mueve a la gente y decidirá su voto. Que, en definitiva, es su bolsillo (“¡la economía, estúpido!”). Vamos, que la condición de ciudadano consiste sobre todo en una cuestión de cálculo de lo que sale y entre en nuestro bolsillo.
El debate suele presentarse en los términos de la conveniencia del “Estado mínimo” que predican los libertarios y los anarcoliberales que han secuestrado la venerable ideología del liberalismo político, el que llega desde J.Locke a J.Stuart Mill o T.H Green, y contemporáneamente ha sido sostenido por Isahiah Berlin, Carlo Roselli, John Rawls o Judith Shklar. Me refiero a esa versión del liberalismo que sostiene que la cuestión central en política es que los ciudadanos tengan el dinero en su bolsillo, en lugar de pagar impuestos, siempre desmedidos. O, como dice la derecha en nuestro país, tener el dinero en el bolsillo en lugar de entregárselo a la perversa burocracia de los gobiernos intervencionistas, de corte socialdemócrata —como el principal socio del actual gobierno de coalición— supuestamente insaciable en su afán recaudatorio, que pretendería que “el Estado se forre”, expresión que confieso que no consigo entender. No hablo ya de cómo esa derecha agita el fantasma de los excesos estatalistas por parte de los socios “comunistas” del Gobierno, sean cuales fueren los temores que se pretenden agitar en nuestro país con la apelación simplista a esa etiqueta, demonizada por cuarenta años de franquismo. Me limito a proponer que la falacia de la desmedida e ineficiente voracidad impositiva desaparece como argumento para cualquiera que haya tenido que acudir a la sanidad pública por una intervención quirúrgica o un tratamiento complicado. Dejo ese punto de la conversación aquí.
Las instituciones y mecanismos que aseguran la rendición de cuentas y el control de cualesquiera de los poderes que se ejercen en el espacio público son esenciales para la pervivencia de nuestros derechos y la defensa y convivencia de nuestros intereses
La política, nuestro primer interés
Lo que me interesa ahora es recordar algunos argumentos sobre por qué, como ciudadanos, deben importarnos las decisiones que afectan a esas instituciones que encarnan los poderes del Estado y por qué es necesaria una pedagogía o, si lo prefieren, otra “narrativa”, por parte de los medios de comunicación.
A esos efectos, insistiré sobre todo en recordar una primera y fundamental razón por la que debe interesarnos el funcionamiento de las instituciones y aun prioritariamente. Si nos conviene interesarnos en ellas, no es tanto porque debamos comportarnos como buenos ciudadanos. Tampoco, aunque es un consejo siempre pertinente, por aquello que dejara escrito don Antonio Machado: “haced política, porque si no la hacéis, alguien la hará por vosotros y probablemente contra vosotros”. La razón fundamental, a mi juicio, es que esas instituciones encarnan poderes que son nuestros, poderes que se ejercen en nuestro nombre y por eso no tienen, no deben tener mayor legitimidad que nuestra voluntad. En democracia, aunque ruborice repetirlo, nosotros, los ciudadanos, somos el soberano. El legislativo debe elaborar las leyes conforme a la delegación de representación de nuestros intereses en que consiste nuestro voto. El ejecutivo debe poner en práctica y desarrollar el plan de gestión de nuestros intereses que hemos votado al elegir un programa de un partido. El judicial debe administrar la justicia, mediar en los conflictos de intereses y derechos y ejercer su competencia de control, conforme a lo que establecen la Constitución y las leyes, y en nombre del pueblo.
Si no hay separación de poderes, si no hay control del ejercicio del poder que lleva a cabo cada uno de ellos, incluido el legislativo, pero desde luego también el ejecutivo y el judicial, se cumpliría la paradoja sobre la democracia representativa —sobre el parlamentarismo inglés— que describió Rousseau en El Contrato social, (1762), poco antes de que Fersugon escribiera su ensayo: “El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; desde el momento en que éstos son elegidos, el pueblo ya es esclavo, no es nada”. Dicho de otra manera, el riesgo es que, por evitar un mal peor (la guerra civil, la pandemia, el caos) acordemos ceder nuestras libertades y derechos a un Leviathan, incontrolable por definición.
Las instituciones y mecanismos que aseguran la rendición de cuentas y el control de cualesquiera de los poderes que se ejercen en el espacio público son esenciales para la pervivencia de nuestros derechos y la defensa y convivencia de nuestros intereses. Así lo configuró la Constitución. Y en un Estado constitucional de Derecho, la Constitución, las leyes y las sentencias, primero se cumplen. Después, es perfectamente legítimo tratar de cambiarlas o recurrirlas. Por eso debe interesarnos a todos el enorme retraso en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, la parálisis de salas del Tribunal Supremo, e parón actual en la renovación del Tribunal Constitucional… Algo muy sencillo de entender para cualquiera, salvo, por lo que parece, para la dirección del Partido Popular.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València y senador del PSOE por València.
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