No es una fiesta, es un delito

Este domingo, mientras la mayoría del país terminaba los últimos preparativos de la noche más esperada del año aguardando la llegada de sus familiares, apuraba cañas con sus amigos o corría por diversos pueblos y ciudades recordando a San Silvestre, hubo quienes organizaron, presentaron, emitieron y acudieron a su particular aquelarre.

En él, y pertrechados de sus ya habituales banderas inconstitucionales, bolsos de marcas afamadas, abrigos pomposos de pieles y trajes de lana fina, unas docenas de personas se dispusieron a apalear en el más literal sentido de la expresión a una piñata que pretendía representar al presidente del Gobierno. A la figura, que colgaba de un semáforo y que incluía un brazalete con las siglas del PSOE, le cayeron todo tipo de puñetazos, insultos y amenazas. De hecho, el grito más coreado repetía que había que convertir en real ese magnífico sueño de sangre y violencia que estaba el curioso grupo viviendo.

No tengo respuesta, así que no me pregunten cómo es posible que semejante circo salvaje se publicitase con carácter previo y se ejecutase en las proximidades de la sede del partido socialista. Por qué nadie lo paralizó, por qué las fuerzas del orden no lo interrumpieron, y cómo es posible que hasta 24 horas después, y solamente tras las denuncias de algunos miembros del Gobierno y de ciudadanos anónimos en las redes, nadie se haya planteado definir lo que allí había pasado y ponerlo en conocimiento de las autoridades para su valoración y correspondiente sanción.

Lo que pretendían con sus palos, sus puños y sus gritos no era más que volcar su odio sobre quienes piensan distinto y alejarles de la vida pública mediante la amenaza y la intimidación

De lo que no me cabe ninguna duda es de que lo que sucedió esa noche es intolerable en términos democráticos y de convivencia cívica. También sé que el odio consiste en algo parecido a lo que se vio en el centro de Madrid: el deseo de que se produzca un mal, y que se acompaña de acciones ofensivas, humillantes o intimidatorias, así como de la alteración de la paz pública con una impunidad que resulta muy preocupante. Me pregunto si en vez de al Sr. Sánchez, los actos de ridiculización y ofensa hubieran sido a otras personas qué habría sucedido. No sé si se hubiera interpretado como una chiquillada graciosa si los ofendidos fuesen el Rey, la Sra. Ayuso o algún símbolo religioso. Tampoco sé si jueces que se sienten señalados por haber sido mencionados en sede parlamentaria tolerarían este tipo de actuaciones para con sus ilustres señorías. 

Desde luego que aquello no fue una fiesta, por más que a su fin los participantes acudiesen a los confortables hogares propios o de familiares a desearse entre finas copas la mejor de las suertes, junto con, por supuesto, la paz en el mundo y una larga vida al Papa de Roma. Lo que sucedió pulveriza las interpretaciones más extensas de la libertad de expresión porque conculca los derechos fundamentales de otros, del presidente del Gobierno, de la propia institución, de las personas a quien representa y por tanto de la misma convivencia ciudadana. Lo que pretendían con sus palos, sus puños y sus gritos no era más que volcar su odio sobre quienes piensan distinto y alejarles de la vida pública mediante la amenaza y la intimidación.

No, ni fiesta ni chiquillada ni expresión libre del pensamiento: odio, del que por cierto son también cómplices —junto con los que no actúan— los que callan, especialmente si ostentan responsabilidades políticas, entre las que sin duda se incluyen el respeto al pluralismo, los resultados electorales y el ejercicio del parlamentarismo democrático, pero también y desde luego la afirmación sin fisuras de la dignidad humana.

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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.

  

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