No hay un espacio público B

Me disculparán que comience por una obviedad, pero que me temo que con demasiada frecuencia tiende a ser olvidada: así como no hay un planeta B —como suelen recordarnos quienes pretenden advertirnos acerca de la importancia de su conservación—, tampoco existe un espacio público B. De sobras estará decir que en ese terreno intermedio entre el Estado y la sociedad, donde los ciudadanos forman opiniones y voluntades (por aceptar la definición habermasiana de espacio público), juegan un papel primordial los medios de comunicación. Hasta tal punto es así que en el nivel más básico, el de la mera información, aquello que no se ve recogido por algún medio puede decirse que es prácticamente como si no se hubiera producido, de la misma forma que un personaje público (en especial un político) del que no se habla es como si no existiera.

O, si prefieren formular esto mismo desde un ángulo diferente, no disponemos de otro procedimiento para obtener información de la actualidad que a través de los medios. No resulta demasiado aventurado imaginar lo que sucedería si no existieran o si se paralizara su actividad: nos veríamos sumergidos en la más profunda de las ignorancias respecto a cuanto estuviera ocurriendo en el mundo. Importa, pues, empezar señalando su importancia precisamente para poder valorar la gravedad y el perjuicio que para todos podría significar que dicho ámbito dejara de cumplir (o cumpliera mal) la función para la que fue diseñado.

Muchos medios conducen a una situación indeseable por completo, como es la del espacio público convertido en un campo de batalla donde luchan por sus intereses particulares fuerzas políticas y grupos de presión económicos

¿Cuándo podría ocurrir eso? Por descontado que en una sociedad en la que no hubiera libertad de prensa y los medios vieran coartada su actividad por la censura o la intromisión del poder político, modalidad de coerción esta última a la que de manera recurrente se suelen referir quienes, desde la oposición, pretenden desgastar al gobierno de turno. Pero no solo en ese caso el espacio público estaría incumpliendo su función. También podría ocurrir lo mismo en el supuesto de que los medios decidieran por su cuenta y por los motivos que fuera renunciar a la tarea de proporcionar a los ciudadanos tanto los materiales informativos como las valoraciones necesarias para que aquellos se pudieran formar su propia opinión respecto a los asuntos de interés colectivo. Pues bien, digámoslo ya, para nuestra desgracia esto parece ser cada vez más el caso.

No se trata de reabrir ahora el viejo debate sobre si tiene sentido aspirar a la neutralidad, objetividad o imparcialidad de los medios, asunto sobre el que, a estas alturas, se han vertido ríos de tinta. Pero plantear así las cosas, en términos de discusión categorial, sería una forma de tomar una senda que probablemente ya no conduce a ninguna parte. Tal vez lo que urja plantearse es si la senda que efectivamente parecen haber emprendido muchos medios conduce a una situación indeseable por completo, como es la del espacio público convertido en un campo de batalla donde luchan por sus intereses particulares fuerzas políticas y grupos de presión económicos, con los primeros convertidos en el departamento de agitación y propaganda de los segundos. En busca, por cierto, de ese botín que (en unos momentos como los presentes, en los que todo el mundo parece haberse vuelto gramsciano de golpe) se denomina hegemonía político-ideológica.

No creo que quepa minusvalorar ni, menos aún, frivolizar acerca de la gravedad de semejante estado de cosas y de lo que el mismo tiene de genuino indicador del deterioro que viene sufriendo, día a día, nuestra democracia. Y, para más inri, en muchos casos a manos precisamente de algunos de los que más gustan de llenarse la boca erigiéndose en esforzados defensores de la misma. Si de verdad les importara tanto esa defensa, y no la utilizaran en realidad como una simple arma arrojadiza con la que atacar al adversario político pero sin la menor pretensión de llevarla a la práctica, deberían recordar las lúcidas palabras de Wendy Brown: “Lo que hace valiosa a la ciudadanía en un orden democrático es que sea lo suficientemente reflexiva, deliberativa y educada como para poder decidir con otros quiénes debemos estar juntos y qué debemos hacer”.

Un horizonte del que, por desgracia, cada vez parecemos estar más alejados. Entre otras razones porque son demasiados los que hoy prefieren a esa misma ciudadanía, en el peor de los casos, fanatizada o, en el menos malo, sumisamente acrítica, pero bajo ningún supuesto revestida de los rasgos señalados por la filósofa estadounidense. No parecen darse cuenta, ni quienes promueven dicha situación ni quienes se benefician de ella, de la eficaz contribución que están haciendo con semejantes comportamientos a que fracase la democracia.

Ahora bien, de ser cierto lo anterior, habría que plantearse con todo rigor hasta qué punto los rampantes autoritarismos, que tantas alarmas vienen disparando últimamente, no constituyen la única amenaza que se cierne en nuestros días sobre el sistema democrático. O, tal vez mejor, hasta qué punto quienes protagonizan comportamientos como los señalados más arriba, en la medida en que propician la desactivación de una ciudadanía consciente y responsable —única instancia capaz de ponerle freno a determinadas derivas—, pueden ser considerados en última instancia como cómplices objetivos de dichos autoritarismos. A estas alturas parece claro que, lo pretendan de manera expresa o no, les están allanando enormemente el camino.

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Manuel Cruz es catedrático de Filosofía y expresidente del Senado. Autor del libro 'El Gran Apagón. El eclipse de la razón en el mundo actual' (Galaxia Gutenberg).

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