Quemar cosas

En los últimos días han sido detenidos varios cientos de jóvenes en el país vecino. La inmensa mayoría de ellos no tenía ningún tipo de antecedentes. Todos y todas han nacido allí, en el corazón de la vieja Europa, en la cuna de los Derechos Humanos y de los valores republicanos. Han crecido en sus colegios, jugado en sus parques, cantado sus himnos y seguido con pasión a la selección nacional de turno, especialmente la de fútbol, cuya camiseta han lucido como uniforme en su adolescencia. No conocen otro idioma ni tienen ningún acento más que el propio de los chicos y chicas de barrio y las periferias, todas tan iguales en cualquier lugar del mundo, todas destinadas a acoger a las personas más marcadas por la pobreza. Ni siquiera profesan especialmente ninguna de las religiones que conocemos.

Sin embargo, no se sienten franceses, o no creen que Francia les sienta suyos, con el peso insoportable de las cosas ciertas. Es una realidad palpable cuando escuchan discursos de odio que los definen como inmigrantes y los identifican con la delincuencia, con independencia de que sean franceses de cuarta generación y de que los datos de actividad delictiva no lo corroboren. Los espacios de ocio, de emprendimiento, de estudio o de futuro están limitados para ellos como en tantas democracias que se presumen avanzadas. Los instrumentos de influencia o de poder les están vedados con esa enfermedad estructural de las sociedades que oscilan entre el racismo y la desigualdad como un péndulo aparentemente imparable.

La violencia policial ha matado a un niño, el número 16 de los últimos tiempos, un niño del que las televisiones, las radios, la prensa y las redes se han encargado de recalcar que tenía origen argelino. Y vuelta a defender lo injustificable, pero sobre todo la certeza palpable de que el color de su piel fue lo que hizo que le disparasen a bocajarro con el absoluto desprecio de un cazador frente a un peligroso animal. Y heridos, sintiéndose atacados otra vez, han salido a la calle con muchas ganas de quemar cosas, de gritar que ya está bien, que esas bonitas canciones, himnos y hasta textos constitucionales que hablan de la igualdad entre las personas arden y son ceniza tras el paso del odio y de la muerte. Y la pregunta es por qué durante décadas en ese extrarradio se ha erigido y aún se alienta un muro invisible entre nacionales, entre ciudadanos, entre hombres, mujeres, entre niños.

No basta condenar la violencia que todos y todas aborrecemos, hay que entender las razones y poner la política a disposición de las personas

Es muy simplista mirar la foto fija. No basta condenar la violencia que todos y todas aborrecemos, hay que entender las razones y poner la política a disposición de las personas. No es solución darse la vuelta con la dignidad de la distancia. La búsqueda de igualdad entre iguales, de libertad entre libres y de una fraternidad que se va diluyendo según la gama de colores se va oscureciendo, ha de ser un objetivo imprescindible. Y en esa mezcla de rabia vieja, si te sientes invisible, si llevas generaciones reclamando un sitio, si las miradas en la calle te devuelven una imagen de ti mismo distorsionada, y por lo tanto insultante, puede que canalices tu reacción desde la rabia. Y encima y además, esa rabia, esa violencia, se te va a volver en contra como en todas las revueltas previas, y todo se va a analizar como simple delincuencia. El ardor colectivo puede ser utilizado también con objetivos distintos a los que lo hizo crecer. Claro que se va a pervertir, claro que la delincuencia común se va a aprovechar, y desde luego y lo que es más grave alentarán los discursos del odio rancio de los privilegios adquiridos. Otra vuelta de tuerca, otro paso más para perpetuar la distancia y la pobreza.

Miro desde la ventana de la cocina a mis hijos cómo charlan al lado con el cacareo habitual de la adolescencia. Aquí están seguros, los siento aún entre mis brazos como cuando llegaron a casa hace ya mucho tiempo, de las manos de otras madres que arriesgaron sus vidas por salvarlos. Me pregunto si ya habrán sentido la diferencia. Me pregunto si han visto los carteles en que se les tira a la papelera o los que les señalan con un rugido. Los veo comer con cierto desorden y solo veo niños amenazados por gente que se atreve a volcar su rabia y su ignorancia en la plaza pública.

Solo cuento con su inocencia, con el aroma del cocido de su abuela, con los abrazos tatuados de la tía a la que tanto extrañan, el apoyo constante de sus profesores, con los amigos, con su hermana, con la amistad, con los libros, con el afecto y con la comprensión. Sé no obstante que sin acciones públicas decididas que les protejan, su felicidad, su futuro, su derecho a la vida digna están comprometidos, como los de tantos y tantas

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María José Landaburu Carracedo es Doctora en Derecho, experta en derecho laboral y autora del ensayo 'Derechos fundamentales, Estado social y trabajo autónomo'.

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