Luces Rojas

Franco, ese hombre

Julián Casanova

Hace tiempo que algunos historiadores, y otros que dicen serlo, insisten en que Franco fue el gran modernizador de España en el siglo XX, el campeón de las dictaduras desarrollistas. Sustituyendo la historia por la eficaz propaganda de su larga dictadura, el Caudillo habría sido, sucesivamente, centinela de Occidente, mandatario que patrocinó la neutralidad de España en la II Guerra Mundial, baluarte contra el comunismo y pacificador del país.

La polémica sobre qué hacer con su tumba en el Valle de los Caídos o con los títulos nobiliarios que él otorgó, o que el rey Juan Carlos concedió a su familia, sacan de nuevo a la luz las memorias divididas en torno a su tiranía. Como para sobrevivir y durar tantos años, Franco no pudo sostenerse solo en las fuerzas armadas, en la represión o en la legitimación de la Iglesia católica, sino que necesitó sólidas bases sociales, no parece extraño que, más de cuatro décadas después de su muerte, una parte de la población española, que por supuesto se declara demócrata, muestre un extraordinario culto y aprecio a su persona.

Los apoyos del franquismo fueron, en verdad, amplios, más allá de toda la gente de orden que se sumó a la sublevación de julio de 1936 y estuvo siempre agradecida a Franco por la aplastante victoria en la guerra civil. Salvo los más reprimidos, perseguidos y silenciados, a los que la dictadura excluyó y nunca tuvo en cuenta, el resto de esa España que había estado en el bando de los vencidos se adaptó, gradualmente y con el paso de los años, con apatía, miedo y apoyo pasivo, a un régimen que defendía el orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, las hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible conservadurismo católico.

Los cambios producidos por las políticas desarrollistas, a partir del Plan de Estabilización de 1959, aconsejado por el Fondo Monetario Internacional, y de la llegada de los tecnócratas del Opus Dei al Gobierno, ampliaron y transformaron sus bases sociales. El crecimiento económico fue presentado como la consecuencia directa de la paz de Franco, en una campaña orquestada por Manuel Fraga desde el Ministerio de Información y Turismo y plasmada en la celebración en 1964 de los XXV Años de Paz, que llegó hasta el pueblo más pequeño de España.

Dos años después, se pidió a los ciudadanos que aprobaran en referéndum la Ley Orgánica del Estado y de nuevo el ministro Fraga inundó de propaganda las calles españolas con la consigna “Votar sí es votar por nuestro Caudillo. Votar no es seguir las consignas de Moscú”. Con todas las irregularidades propias del aparato político de la dictadura, votó, según cifras oficiales, casi el 89 por ciento del censo electoral, con un 95,9% de votos afirmativos y 1,79% de negativos, y el referéndum fue utilizado como la prueba más palmaria del apoyo popular a Franco y a su régimen. El desarrollismo y la machacona insistencia en que todo eso era producto de la paz de Franco, dieron una nueva legitimidad a la dictadura y posibilitaron el apoyo, o la no resistencia, de millones de españoles.

Esos “buenos” años del desarrollismo, opuestos a la posguerra, la autarquía y el hambre, alimentaron la idea, sostenida todavía en la actualidad por la derecha política, de que Franco fue un modernizador que habría dado a España una prosperidad sin precedentes. Resulta difícil creer y demostrar, sin embargo, que un general que, junto con sus compañeros de armas, provocó una guerra civil, con efectos desastrosos, y se mantuvo en el poder absoluto y de forma violenta durante casi cuatro décadas, fuera un modernizador o un salvador de la patria frente al comunismo y la revolución.

Buscar explicaciones racionales a fenómenos tan irracionales, y complejos, como el Gran Terror, el Holocausto o las diferentes manifestaciones de la violencia desatada por esos dictadores del siglo XX, siempre ha resultado una tarea difícil, casi imposible, para los historiadores. Pero sabemos perfectamente, por las numerosas pruebas existentes, evaluadas y contrastadas, que toda esa modernización y desarrollo de las dictaduras, cuyos dirigentes llevaron el culto a la personalidad a extremos sin precedentes, fueron obtenidas a un horroroso precio de sufrimiento humano y de costes sociales y culturales. En España, como en otros países con regímenes dictatoriales, la ciencia y la cultura fueron destruidas o puestas al servicio de los intereses y objetivos del poder. Y para muchos españoles, la dictadura significó cuatro décadas de miedo, subordinación, ignorancia y olvido de su propio pasado y del mundo exterior.

No es casualidad carente de significado que esa difusión de la cara amable del tirano coincida ahora, además, con un nuevo revisionismo político, en un momento en que las democracias europeas se están volviendo más frágiles, la política democrática sufre un profundo desprestigio, traducido en el crecimiento de organizaciones de ultraderecha y de nacionalismo violento en casi todos los países, desde Holanda a Finlandia, pasando por Hungría o Francia, y la corrupción y los desastres económicos alejan a las nuevas generaciones de aquel ideal de Europa que sirvió para estabilizar al continente en las últimas décadas del siglo XX.

En realidad no son los hechos históricos los que se discuten y se trasladan al debate público, sino la interpretación de esos hechos que mejor sirve a quienes quieren mantener la versión oficial franquista, con la que siempre se sintieron seguros y amparados. Ya saben: la República causó la guerra, todos cometieron crímenes y la victoria del comunismo hubiera sido peor para España. No es nostalgia por un dictador benévolo y modernizador, sino manipulación de la historia y desprecio hacia decenas de miles de víctimas, para quienes el dominio de Franco significó prisión, tortura, ejecuciones, campos de concentración y exilio.

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La Fundación Franco avisa de que llevará la exhumación del dictador a los tribunales

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

 

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