Plaza Pública

La adopción, prioridad en la agenda política

Arantza Azmara Rodríguez

Este no es otro artículo en contra de los vientres de alquiler o de la eufemística maternidad subrogada. O tal vez algo. Lo que sí pretende ser es un alegato en pro de la adopción infantil.

He leído y escuchado muchas veces en los últimos meses que la maternidad no es un derecho y sí un deseo. Es una opción que viene de serie en muchas mujeres y en otras, por diversas causas, no. Una mujer elige ser madre. A partir de entonces, elige serlo de forma biológica o no. En el primer caso, puede que la maquinaria falle, y ahí la ciencia ha avanzado tanto que permite incluso incubar el embrión procedente del óvulo de otra mujer. En el segundo caso, hasta ahora la opción era la adopción. Entre medias de ambas se ha colado esa maternidad subrogada que plantea recurrir al útero de otra mujer a la que implantarle un embrión con los genes de la pareja o persona demandante. Y hablo aquí de personas porque la fórmula tan discutida hoy es ideal para convertir en padres biológicos a hombres que por definición carecen de útero. Es por ello que es una alternativa muy defendida por homosexuales.

Como he avisado antes, no voy a entrar en si me parece un mercadeo, en si favorece a personas con recursos económicos, ni siquiera en si considero algo ético el utilizar a una mujer de vasija, con los riesgos que un embarazo conlleva, con las consecuencias psicológicas del proceso y de la propia revolución hormonal que provoca. Es más, no voy a valorar los llamados casos altruistas que tanto se defienden y que se han demostrado residuales en aquellos países donde se ha regulado la maternidad subrogada.

Mi propósito en este artículo es plantear la alternativa más justa: fomentar políticas que ayuden a la adopción nacional e internacional de niños, bien reguladas para evitar mafias y tráficos indebidos, y, sobre todo, políticas que agilicen los trámites, especialmente en España. Porque, ante la duda que podría plantear si la maternidad es un derecho, gana la constatación de que la crianza es un deber. Un deber que además hemos de asumir como responsabilidad colectiva, comunitaria.

Por mucho que nos pese, a mí la primera que vivo con la tentación de considerar mía a la pequeña que criamos en pareja y con ayuda de la tribu familiar, escolar e incluso de amigos, nuestros hijos no son nuestros, pese al pronombre posesivo que precede a la expresión. Son nuestra responsabilidad, pequeños seres humanos a los que ayudamos a sobrevivir y procuramos, con mayor o menor acierto, transmitirles los valores y dotarles de las herramientas socioeducativas y de gestión emocional que les ayuden a vivir y desarrollarse en sociedad con los mejores recursos posibles. Lo demuestra el hecho de que la crianza es una etapa temporal, aunque la preocupación se mantenga toda la vida, y que los hijos son individuos libres y sociales que serán adultos responsables asimismo de las proles futuras. Así ha sido siempre y así seguirá siendo mientras no se extinga nuestra especie, que todo llegará.

Por tanto, frente al deseo de tener hijos que perpetúen nuestra biología genética (que, por cierto, cuánto aprecio la tenemos, qué arrogancia nos gastamos), se impone el deber de cuidar a las crías de nuestra especie que llegaron a este mundo por razones "x" y hoy crecen en orfanatos y otros espacios de acogida más y menos amables. Esto es éticamente reprobable como sociedad que se dice avanzada, independientemente del debate sobre dónde están los límites éticos a la compra-venta de seres humanos y a la disposición del cuerpo de una mujer, que generalmente se presta a la transacción por razones de necesidad económica.

Por tanto, asumiendo nuestra responsabilidad colectiva en la crianza, es imprescindible que la ley se ponga a favor. Una ley garantista que evite los desmanes, pero también que logre minimizar el que haya niñas y niños que salgan de un orfanato solo porque alcancen la mayoría de edad. No es de recibo.

Según datos del Ministerio de Sanidad, Seguridad Social e Igualdad, entre 2010 y 2014 las nuevas solicitudes de adopción en España cayeron a la mitad (de 3.376 a 1.431). Además, el tiempo medio de espera en nuestro país es de entre 4 y 8 años. Una barbaridad a todas luces, sobre todo si se tiene en cuenta que el límite de la edad para solicitar una adopción es de 40 años. Se supone que la nueva Ley de Protección a la Infancia que aprobó el Consejo de Ministros en febrero de 2015, agilizaría los procesos. Aún estamos a la espera de su aplicación.

El descenso también es notorio en la solicitudes internacionales en el mismo periodo, con una bajada del 72% (de 5.000 a 900). Entre 2005 y 2010 el tiempo medio de espera era de 2 años, un plazo muy razonable. Fue entonces cuando se produjo un boom de adopciones internacionales en España. Ahora, los tiempos de espera también se van acercando a la década. El endurecimiento en la ratificación del Convenio de La Haya o los cambios en la política de adopción en países como China o Rusia son algunas de las razones de origen. Pero no nos engañemos, también figura la crisis económica. La adopción, curiosamente como lo sería un vientre de alquiler, es inaccesible para las rentas de la mayoría de las clases trabajadoras. El condicionante económico cuando hablamos del deber comunitario de criar a huérfanos de facto debería ser menos estricto. Las garantías deberían dirigirse más a las condiciones psicológicas de quienes adoptan, al entorno social y familiar, a las garantías legales del propio proceso, y no tanto a poseer una renta imposible de alcanzar para muchos en un país donde el SMI no llega a 800 euros.

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El gobierno debe afrontar una realidad por la que llevan mucho tiempo trabajando colectivos agrupados en la Coordinadora de Asociaciones en Defensa de la Adopción y el Acogimiento (CORA) y otros. Y todos habríamos de afrontar nuestro deber ante el deseo de ser madres o padres: hay muchos niños solos que requieren la crianza de la tribu, muchos niños que no son bebés de 0-3 años (los preferidos a la hora de solicitar), muchos niños incluso con necesidades especiales. Y todos ellos sí son poseedores del derecho a ser criados. Nuestra obligación es hacerlo en condiciones mejores a las del mejor centro de menores u orfanato. Este es un asunto prioritario en la agenda política.

Del deseo a perpetuar nuestra genética, de que los hijos se parezcan a nosotros y por sus venas corra nuestra (¿maravillosa?) sangre, hablamos en otra ocasión. _____________________

*Arantza Azmara Rodríguez es periodista y portavoz de IzAb Madrid

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