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Los cabalistas leguleyos y Pablo González

José Manuel Rambla

Pocos meses después de la proclamación de la II República llegaba a España, no sin múltiples dificultades, Iliá Ehrenburg, uno de los intelectuales y periodistas más destacados de la Unión Soviética pese a la actitud crítica e independiente que, no sin contradicciones, caracterizó su intensa trayectoria. Sus impresiones de aquel viaje quedaron recogidas en un libro, España, república de trabajadores, cuya lectura sigue siendo recomendable, sobre todo por su perspicacia sociológica y su interés por cuestiones poco abordadas como la situación de la mujer.

Entre las cosas que llamaron su atención, Ehrenburg destacó el “sinfín de abogados” que había en Madrid. Abogados que, como señalaba con ironía, “se ocupan de todo menos de la abogacía”. No sé si la actual obsesión legalista procede de aquel fenómeno que tanto sorprendió al escritor soviético; pero lo cierto es que hoy periodistas, tertulianos y políticos madrileños han convertido el Derecho en el eje monopolizador del debate público. Todos sin excepción son expertos en autos y sentencias, eruditos de la Constitución y del Código Penal e intérpretes de la más alambicada sutileza jurídica que pueda uno imaginarse. De hecho, pese a los no pocos problemas que arrastra la sociedad española, hace tiempo que en este país solo se habla de leyes y justicia.

Ehrenburg destacaba también que aquellos abogados madrileños de 1932 solían ser “personas brillantes, aunque de cultura limitada”. Así, por ejemplo, mientras eran capaces de saber de memoria las proezas de tal o cual torero, alguno de ellos estaba convencido de que Holanda no era un país sino una cordillera. No parece que el tiempo haya superado esta limitación de conocimientos geográficos entre nuestra judicatura, profesional o aficionada. Prueba de ello son las frustraciones acumuladas por el juez Llarena por la geografía judicial europea. O también la dificultad que demuestran la mayor parte de periodistas, tertulianos y políticos, tan expertos todos en leyes, en saber con exactitud qué es y dónde está Polonia. Algunos siguen convencidos de que los “polacos” viven todos en Cataluña.

Lo único cierto hoy es que Pablo González lleva un año encarcelado y que su familia ignora cuánto tiempo más pasará en prisión antes de ser juzgado

Este último aspecto podría explicar su aparente desinterés ante el caso del periodista español Pablo González, detenido el pasado 23 de febrero en Przemyśl, cuando se dirigía a Ucrania para cubrir la invasión rusa. Los servicios secretos polacos lo señalan como espía del Kremlin, acusación por la que podría ser condenado a 10 años de cárcel. Pronto habrá pasado un año encarcelado, sin haber sido sometido a juicio y sin que haya transcendido prueba alguna. Solo sabemos que tenía dos pasaportes, uno español y otro ruso, así como alguna tarjeta de crédito de aquel país, a nombre de Pavel Rubtsov. Nada que no se supiera antes sin necesidad de enviar al CNI a interrogar a su familia: Pablo González nació en Rusia, tiene doble nacionalidad y su madre, tras divorciarse y regresar a España siendo él un niño, cambió el nombre de su hijo al registrarlo; por eso su documentación rusa y española no coinciden.

Todo este tiempo, el periodista lo ha pasado incomunicado en la cárcel de Radom, en una celda de máxima seguridad sin ventanas de la que solo puede salir una hora al día para pasear por un patio de 28 metros cuadrados. Además es sometido a registros y cacheos periódicos. En estos meses solo ha podido mantener un breve encuentro bajo vigilancia con su esposa y alguna visita esporádica del cónsul en Varsovia. Reporteros Sin Fronteras, entidad poco sospechosa de rusófila, no duda en calificar de “inhumano” el trato que sufre y exige que se respete su presunción de inocencia, que sea puesto en libertad, que se hagan públicos los cargos que se le imputan y que sea sometido a un juicio justo. Sin embargo, estas denuncias impresionan poco a los legalistas españoles demasiado absortos en los complots palaciegos de la judicatura patria. Como tampoco les sorprende demasiado el insólito hecho de que un periodista de un país comunitario esté encarcelado sin juicio en otro país comunitario.

Esta apatía hacia su caso se ve reforzada por el escaso entusiasmo con que el gobierno español, el más progresista de Europa, afronta la defensa de los derechos de uno de sus ciudadanos. Hace unas semanas, el ministro de Asuntos Exteriores José Manuel Albares se limitaba a pedir a su homólogo polaco que Pablo González sea juzgado “lo antes posible”; eso sí, “en cuanto acabe la investigación”. Por lo visto, al ministro no le extraña que esa investigación dure ya un año y que el periodista podría pasar otro año más en prisión antes de ser juzgado “lo antes posible”. “Hay que respetar la legalidad polaca”, aseguró circunspecto Albares, una afirmación que debió de sonar a gloria para los oídos del ultraderechista Andrzej Duda: Polonia acumula desde julio de 2021 más de 300 millones en multas del Tribunal de Justicia de la Unión Europea por vulnerar la independencia judicial. Solo al ver peligrar los fondos de recuperación el gobierno polaco se ha abierto a dar un giro a su política. Giro en el que no entra Pablo González.

Así pues, lo único cierto hoy es que Pablo González lleva un año encarcelado y que su familia ignora cuánto tiempo más pasará en prisión antes de ser juzgado. Y todo ello sin que los sabios en la cabalística legal que pueblan las tertulias de nuestro país se inmuten lo más mínimo. Tal vez sea porque los “polacos” que detuvieron al periodista no eran catalanes; así que su desgracia les resulta indiferente. Incluso incómoda. Si al menos hubieran sido rusos…

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José Manuel Rambla es periodista.

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