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Plaza Pública

Calentando el otoño

Manifestación por la Sanidad Pública en Madrid.

Antoni Cisteró

A trancas y barrancas se está acabando el verano, época en que muchos habrán dicho la sobada frase de estar “cargando pilas”. A las puertas de un otoño caliente, con los ánimos enardecidos por tanta crisis acumulada y los nervios a flor de piel por las restricciones de convivencia, se propondrán numerosas manifestaciones. Son necesarias por dos motivos: por la injusta situación que vive gran parte de la población (sí, los perjudicados son muchísimos más que los “perjudicadores” y ello debe hacerse visible), y también por la necesidad de dar cancha a la conciencia interna, que nos pide hacer algo. Hasta aquí bien, pero ¿qué hacemos?, ¿qué energía precisamos?, ¿disponemos de ella?.

Ya que de energía hablamos, pensemos en un colectivo cualquiera: su “carga” reside en la suma de lo aportado por cada miembro, desde su tiempo o su dinero, hasta su empuje y sus relaciones sociales. Todo ello cuenta y hace avanzar al grupo. Incluso cabría decir que, de gestionarse bien, el resultado sería superior a la mera suma de lo aportado por cada individuo. Este planteamiento tan simple, casi simplón, de Perogrullo, empieza a tener miga cuando analizamos en qué se emplea.

Es una ley conocida de la termodinámica, la primera: la energía ni se crea ni se destruye, solo se transmite. Es la que hay, y punto. Así que, si yo tengo unos euros ahorrados, puedo suscribirme a infoLibre, darlo al Banco de los alimentos, o irme de farra, no todo a la vez, así que he de priorizar. Si lo extrapolamos al global de la “energía” disponible, puedo comprometerme con una serie de rutinas de una asociación, pagar cuotas, pero no puedo extenderlo a un número ilimitado de ellas. Es lo que pasa, por ejemplo, con el tiempo, mi energía aplicada a una es en detrimento de poder acudir a otra. Lo mismo con los colectivos. ¿Podríamos calcular la energía consumida en los numerosos y espectaculares eventos independentistas en Cataluña? Pues imaginemos ahora que se hubiera aplicado a otras causas más sociales. Por mucho que algunos activistas se desdoblen mágicamente, lo dado en un sitio ya no queda para otro. En alguna red catalana ha aparecido el lema: “Menos CDR y más PCR”. Pues eso. Si dedico mi tiempo a preparar pancartas, no puedo hacerlo para entretener a un grupo de niños sin medios, o redactar una propuesta de ILP. Mientras estoy cortando la Meridiana, no puedo informarme ecuánimemente sobre las privatizaciones realizadas por el partido que estimula mi acción. Ante la limitación, hay que escoger, sopesando la importancia del dispendio, pero también la de lo que se va a quedar por hacer.

Sigamos con el tema: la segunda ley nos dice que la energía interna de un sistema tiende a crecer. Ello significa que una parte del potencial que tiene, lo ha de dedicar a su propia existencia, a su organización interna, a mantenerse en el tiempo, y además, que a medida que este avanza va a requerir una mayor aportación para adaptarse a los cambios de situación. Sabia reflexión para muchos grupos: ¿es suficiente, excesivo, el esfuerzo realizado para las tareas internas, en detrimento, como hemos visto, de la consecución de los objetivos fijados por el mismo colectivo? ¿Quién no conoce un grupo con multitud de secciones, territoriales, sectoriales, de función, en número superior al de sus asociados activos? ¿Quedará algo para avanzar hacia el objetivo fundacional? Es un equilibrio difícil de mantener: si se quiere ir deprisa (un signo de nuestro tiempo), peligrará la coherencia de sus miembros, no todos preparados para la carrera; si se prioriza la homogeneidad, no quedará aliento para el progreso hacia el objetivo acordado en común, nacido en general de contrastar opiniones no siempre idénticas, lo cual ha significado a su vez un consumo de energía empática. Ni que decir tiene que cada rencilla interna, cada tarea dejada de hacer por el responsable, consume grandes cantidades de energía que si se aplicaran a la proyección externa del grupo rendirían mucho más.

El potencial de un grupo puede forjarse con elementos materiales (dinero, locales, útiles), humanos (tiempo, ilusión, empatía) o intangibles (contactos de sus miembros, prestigio, relaciones con otros grupos), pero ¿dónde emplearlo? Quizá la primera premisa sería, siguiendo a El Rey León (1994): “Todo lo que ves, coexiste en un delicado equilibrio”. Palabra en desuso al calor de la impaciencia suicida. Equilibrio dinámico, atento a los cambios de situación, que sustente los tres pilares de todo colectivo: sus miembros, la estructura interna y la consecución de objetivos. La atención excesiva a uno de ellos, o el olvido de otros, puede ser letal para el grupo.

Dicho esto, podemos emplear parte de nuestra energía lectora en ir un poco más lejos: ¿Cómo puede un colectivo optimizar el empleo de los recursos que tan esforzadamente ha conseguido? La percepción de que se están usando en alcanzar los objetivos aportará un plus de entusiasmo y adhesión de sus miembros, la constatación de dicha coherencia puede ser un reclamo para savia nueva, al llamado de una eficaz actividad en pro de sus intereses. Gracias a la transparencia que dará a conocer el proceso reivindicativo, se fomentará la participación, las dos caras necesarias de la misma moneda. Por su parte, la estructura social deberá ser ágil y flexible, adaptable a las circunstancias que vayan surgiendo. Ello requerirá ineludiblemente el uso de alguna parte de la energía disponible (algo de tiempo y mucha empatía), pero por otro lado ahorrará una cantidad muy superior, la que se dilapidaría en mantener numantinamente un organigrama progresivamente caduco. Y por último, los objetivos, razón última del empleo de todo el potencial del grupo, también deberían irse revisando por la misma razón: un exceso de ilusión utópica puede significar un pozo sin fondo para los aportes sociales; unas aspiraciones romas, confortables en primera instancia pero sin un futuro de brega, pueden descorazonar a los miembros del colectivo, hasta el punto de que retiren sus fondos “energéticos” del patrimonio común con el que colaboran.

En resumen: bienvenidas las explosiones de indignación que se avecinan, son absolutamente necesarias, pero no suficientes, como se ha demostrado en los últimos años. Deberían ir acompañadas de otras iniciativas de mayor amplitud y duración, que vayan poniendo en contacto las diversas energías puestas en juego (¡ah, la confluencia!) con el convencimiento de que la gran mayoría de los atropellos tienen mucho más en común de lo que parece. Pensiones, sanidad, educación, dependencia, se han visto sacudidas por el virus, pero también por décadas de desidia y olvido cuando no de latrocinio disfrazado de liberalismo privatizador. Las víctimas son muchas, pero las une un mismo verdugo. ¿Sumarán suficiente energía los colectivos reivindicativos, para seguir en la lucha, cuando termine la manifestación convocada? Por favor, hagamos balance y fijemos prioridades, antes de gastar el siempre escaso peculio en un solo envite.

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Antoni Cisteró es sociólogo y escritor. También es miembro de la Sociedad de Amigos de infoLibre

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