La doble moral de los Estados y la Comunidad Internacional: paz en los papeles y guerras en el mundo

Tras las nefastas consecuencias para la humanidad que produjo la II Guerra Mundial y con la esperanza de que no vuelva a ocurrir nada parecido en el futuro, los Estados vencedores adoptaron la Carta de la ONU por la que crearon esta organización. En ella establecieron como uno de sus principales propósitos mantener la paz y la seguridad internacionales. Crearon los órganos que permitirán el funcionamiento de esta organización, entre ellos la Asamblea General, el Tribunal Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad. Este último compuesto por cinco miembros permanentes con derecho a veto (EEUU, Francia, China, Reino Unido y Rusia), en el cual recae la responsabilidad de mantener esa paz y seguridad internacionales y siendo los únicos que pueden adoptar medidas necesarias, incluida el uso de la fuerza, para dicho objetivo. 

Los Estados en la Carta de la ONU establecieron unos principios como pautas de comportamiento a tener en cuenta en sus relaciones internacionales, entre ellos: la igualdad soberana de todos sus miembros; igualdad de derechos y libre determinación de los pueblos; el arreglo pacífico de controversias internacionales a fin de no poner en peligro la paz, la seguridad ni la justicia; la prohibición de la amenaza y el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado; no intervenir en asuntos de jurisdicción interna; la obligación de cooperar entre sí y el principio de la buena fe. En 1970, a través de la Resolución 2625, no solo ratificaron estos principios, sino señalaron que éstos son “los principios básicos del Derecho internacional”. Dejan dicho en esta resolución que “una guerra de agresión constituye un crimen contra la paz, que, con arreglo al Derecho Internacional, entraña responsabilidad”. 

Desde entonces estos principios representan el conjunto de normas jurídicas primordiales en las relaciones internacionales y la paz deja de ser un ideal moral para convertirse en un principio normativo y estructural del sistema jurídico global. 

Desde 1945, los Estados en el seno de la Asamblea General, especialmente, han venido adoptando diversas resoluciones orientadas a lograr la paz: reconocimiento de efemérides, sensibilización, mecanismos para mantenerla e incluso su reconocimiento como un derecho. 

En sus casi ochenta años de funcionamiento, la ONU –que no es otra cosa que los 193 Estados que la conforman– no ha cesado en su preocupación por la paz, al menos plasmada en documentos. Uno de los últimos documentos es la Agenda 2030 para el desarrollo sostenible de 2015, donde la paz vuelve a ubicarse como un elemento imprescindible y crucial para el desarrollo sostenible, lo mismo sucede en 2024 con el Pacto por el Futuro. Sin embargo, en 2025 el mundo está marcado por guerras activas, desplazamientos forzados, sufrimientos de niños y mujeres, colas de hambre, graves violaciones al derecho internacional. ¿Qué ha fallado?

¿Cómo puede ser que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, garantes del orden internacional, sean incapaces de frenar crímenes evidentes?

La paz no es solo la ausencia de guerra. Es también justicia, dignidad, equidad y respeto por los derechos humanos donde los Estados juegan un papel esencial. 

Los Estados asumen obligaciones solemnes, firman tratados y promesas colectivas, pero no las cumplen. Dicen una cosa y luego hacen otra. La brecha entre el discurso diplomático y la realidad es cada vez más evidente. La paz se predica, pero no se practica.

Hoy, ante las atrocidades cometidas en Gaza y Ucrania –violaciones sistemáticas de derechos humanos, ataques deliberados contra civiles, limpieza étnica, desplazamientos forzados masivos–, muchos gobiernos guardan silencio o actúan con tibieza. Se están violando normas imperativas de derecho internacional (ius cogens) que, por su naturaleza, obligan a todos los Estados a prevenirlas y sancionarlas. Su incumplimiento exige una reacción colectiva. Pero esa reacción no llega.

Los miembros del Consejo de Seguridad garantes del orden mundial se ven paralizados por sus propios vetos e intereses. La Unión Europea, mientras tanto, condena con fuerza algunos crímenes y calla frente a otros ¿principios universales? Solo cuando conviene. Es frustrante ver que aquellos que redactan resoluciones y exigen rendición de cuentas en unos conflictos, desvían la mirada en otros. La respuesta de los Estados y las organizaciones internacionales depende más de intereses políticos, económicos y estratégicos que del respeto al derecho Internacional. Esa es la definición de doble moral.

El veto de Rusia a la resolución que condena su ofensiva sobre Ucrania, del 22 de febrero de 2022, es un ejemplo de la incoherencia.

El último veto de EEUU, del 4 de junio, a la resolución que pide un alto el fuego inmediato en los territorios ocupados de la Franja de Gaza, la libertad de los rehenes y el levantamiento inmediato e incondicional de todas las restricciones a la entrada de ayuda humanitaria resulta vergonzoso y representa una muestra de insensibilidad frente a sufrimiento humano.

¿Cómo puede ser que los miembros permanentes del Consejo de Seguridad, garantes del orden internacional, sean incapaces de frenar crímenes evidentes? ¿Cómo se explica que la Unión Europea, defensora autoproclamada de los derechos humanos, mantenga relaciones diplomáticas y comerciales con actores responsables de violaciones flagrantes? ¿Cómo es posible que no actúen ante violaciones de normas de ius cogens? ¿Para qué adoptan tantas resoluciones apostando por la paz si en la práctica no las aplican? La paz no se construye con resoluciones bienintencionadas destinadas a tranquilizar conciencias, sino con la convicción de anteponerla a cualquier interés particular. 

La falta de coherencia mina la credibilidad del sistema internacional. Sin integridad, no hay legitimidad. Mientras tanto, los pueblos que sufren la guerra no pueden permitirse esperar a que los principios y el respeto al Derecho Internacional vuelvan a ser una prioridad. Y mientras la geopolítica marca su propia ruta, las víctimas sufren lo indecible en el día a día ante la indiferencia del mundo, clamando, una y otra vez, por obtener justicia.

¿Cómo hemos llegado a ser tan impasibles ante tanto sufrimiento? ¿En qué momento nos acostumbramos a ver cuerpos bajo escombros, niños mutilados, colas del hambre, familias enteras huyendo de bombas, como si fueran imágenes lejanas, rutinarias, inevitables? La repetición no puede justificar la indiferencia. Lo intolerable no deja de serlo por ser frecuente. Que hechos tan terribles ocurran a plena luz del día, frente a la mirada del mundo y en tiempo real, y a pesar de ello no se detengan, dice tanto de quienes los cometen como de quienes los permiten. La inacción es una forma de responsabilidad.   

Al fin y al cabo, la paz no es un ideal abstracto, sino una decisión política. Terminar una guerra es una elección. Prevenir el sufrimiento, una responsabilidad. Resolver las causas que alteran la paz –la pobreza, la desigualdad, el hambre, etc.– depende de políticas concretas. Y esas políticas están, sin excepción, en manos de los Estados. 

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Florabel Quispe Remón es profesora Titular de Derecho Internacional Público en la Universidad Carlos III de Madrid.

Tras las nefastas consecuencias para la humanidad que produjo la II Guerra Mundial y con la esperanza de que no vuelva a ocurrir nada parecido en el futuro, los Estados vencedores adoptaron la Carta de la ONU por la que crearon esta organización. En ella establecieron como uno de sus principales propósitos mantener la paz y la seguridad internacionales. Crearon los órganos que permitirán el funcionamiento de esta organización, entre ellos la Asamblea General, el Tribunal Internacional de Justicia y el Consejo de Seguridad. Este último compuesto por cinco miembros permanentes con derecho a veto (EEUU, Francia, China, Reino Unido y Rusia), en el cual recae la responsabilidad de mantener esa paz y seguridad internacionales y siendo los únicos que pueden adoptar medidas necesarias, incluida el uso de la fuerza, para dicho objetivo. 

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