Una huelga política

La Constitución española reconoce el derecho de huelga de los trabajadores. Así literalmente lo dice el apartado 2 del artículo 28: “Se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses”. No reconoce este derecho a los funcionarios, aunque la intensa laboralización del sector público que tuvo lugar desde comienzos de los años ochenta del siglo pasado y el reconocimiento a los empleados públicos del derecho a negociar con la Administración sus condiciones de trabajo, acabó por dar carta de naturaleza al ejercicio del derecho de huelga también para una mayoría de funcionarios. 

Los jueces y magistrados, como integrantes de uno de los tres poderes del Estado, no tienen derecho a hacer huelga. La huelga de jueces no tiene soporte legal ni constitucional porque los poderes públicos no pueden hacer dejación de sus funciones, lo que supondría incumplir las obligaciones que la ley y la Constitución les imponen. 

Mientras ejercí como magistrada nunca participé en una “huelga” y siempre discrepé de aquellos colegas que se sumaban a esta forma de expresar el desacuerdo con otros poderes del Estado.

Entre los defensores de un inexistente derecho de huelga de los jueces, no sólo estaban las asociaciones “conservadoras” o de “derechas”. También los considerados “progresistas” o de “izquierdas” apoyaban las “huelgas”. Así fue en los años 2012 y 2013, mientras gobernaba el Partido Popular, cuando se convocaron huelgas contra los recortes retributivos que siguieron a la crisis económica de 2010 y frente a otras medidas, como la supresión de las sustituciones externas para cubrir permisos, licencias etc. Superada la época de recortes, se recuperaron los llamamientos para esas sustituciones temporales y también para las estructurales, al no convocarse el suficiente número de plazas ni pruebas de selección para cubrir necesidades permanentes, contribuyendo de esta forma a incrementar el número de personas en situación de interinidad, en su mayoría mujeres (casi mil en la actualidad), que no han accedido por las vías de selección de los integrantes de la carrera, sin garantías por tanto de su idoneidad e independencia, que exige la inamovilidad y que los  nombramientos,  que se renuevan periódicamente, no dependan de la discrecionalidad de los órganos de gobierno, presidentes de los Tribunales Superiores o Fiscalías. Es este uno de los problemas que la reforma intenta resolver. 

Decían algunos de mis colegas de entonces y lo han seguido diciendo hasta hace poco, que los jueces éramos una clase de trabajadores –privilegiados, sí– pero trabajadores al fin y al cabo. Los jueces perciben una remuneración, a la que de manera incompresible se le añadieron conceptos típicamente laborales, como las retribuciones variables o complementos de “productividad”, con los que también siempre discrepé, por lo que en los años previos a mi jubilación voluntaria decidí renunciar a percibirlos. Renuncié no cumplimentando estadillos de resoluciones dictadas; no porque no alcanzara los estándares u objetivos que normalmente cumplía, sino porque consideré que era una forma más de pervertir el desempeño responsable de la función judicial, como con brillantez y acierto ha expuesto en alguna ocasión uno de mis colegas (Picatoste). 

Que las pruebas de acceso a la carrera judicial sean anónimas, eliminando el peso de los apellidos en un cuerpo donde la endogamia es nota característica, no me parece que amenace la democracia

La aspiración de fijar una carga de trabajo asumible y razonable en determinados destinos, que se debería de resolver con la creación de plazas suficientes, las reformas procesales adecuadas y la exigencia de responsabilidad en el ejercicio del cargo, para lo que hay medios sin afectar a la independencia, también era el caballo de batalla de esos sectores judiciales del ámbito de los considerados “progresistas”. 

La sobrecarga que tienen determinados destinos judiciales se ha tratado siempre de resolver con medidas de corte laboral o funcionarial: contratos interinos, retribuciones por objetivos de productividad, etc. Incluso se llegó a pedir por los más “sindicalizados” de mis compañeros la fijación de una jornada laboral máxima. Luego se trastocó en algo más razonable, el equivalente a una limitación del número máximo de asuntos que se podrían asumir. 

Jornada y salario son los dos pilares tradicionales del movimiento obrero. No es extraño que llegados a este punto algunos hayan venido reclamando la titularidad de un derecho típicamente sindical como es la huelga. 

Pero la “huelga” de estos días no es como las anteriores. Esta no es una huelga por motivos profesionales. Ni jornada ni salario. Tampoco por un cambio de las condiciones profesionales que actualmente tienen los huelguistas. Las reformas propuestas no van a modificar el estatuto jurídico que tienen los convocantes que ya forman parte del cuerpo de jueces y magistrados, y que tampoco afectarán a sus expectativas de futuro, como ascensos, promoción, traslados, etc. Es lo propio de un estatuto jurídico, como el que tienen los integrantes del Poder Judicial, a diferencia de lo que sucede con los contratos de trabajo. Por eso y otras razones, los trabajadores tienen reconocido el derecho constitucional a la huelga, extensible a quienes, como una parte importante de los funcionarios públicos, no todos, pueden negociar sus condiciones laborales o profesionales.  

Esto, que los convocantes –de quienes debemos presuponer formación jurídica– deben de conocer, me lleva a considerar que no es una huelga lo que hacen, sino una dejación de funciones públicas, que de poder llamarse “huelga”, sería una huelga política. Las huelgas políticas también han sido admitidas por el Tribunal Constitucional cuando guardan relación con objetivos de orden social o laboral; pero para ello debe preexistir un derecho de huelga en quienes las hacen. 

No hace falta analizar en detalle las reformas que se proyectan, referidas a la selección e ingreso. Son medidas razonables y, en general, muy tímidas en relación con las necesidades de reforma del sistema para democratizar el Poder Judicial e incorporar los valores del Estado Democrático de Derecho. Ninguna representa una amenaza al Estado de Derecho.

Repárese en que los huelguistas y sus defensores nunca aluden al Estado Democrático de Derecho, que es el que se consagra en el artículo 1º de la Constitución.

Como ha señalado Marc Carrillo (El Derecho represivo del franquismo) “en el franquismo también había Derecho”, “había muchas normas y mucho Derecho, pero no era un Estado de Derecho”. No sabemos a qué se refieren los temerosos de la quiebra del Estado de Derecho cuando se olvidan de que el nuestro es un Estado de Derecho democrático, que se fundamenta en los valores de libertad, igualdad, que han de promoverse de forma efectiva (artículo 9.3 CE), y de respeto al pluralismo político. 

Es la democracia lo que perturba a los huelguistas de estos días. No son sus concretas condiciones profesionales particulares o colectivas, que no se verán directamente afectadas por el proyecto sobre la selección para ingreso en las carreras judicial y fiscal

Es la democracia, tal como muchas personas la entendemos, lo que perturba a los huelguistas de estos días. No son sus concretas condiciones profesionales particulares o colectivas, que no se verán directamente afectadas por el proyecto sobre la selección para ingreso en las carreras judicial y fiscal. 

Y aunque el segundo de los proyectos, la reforma del Ministerio Fiscal para atribuir la instrucción a los fiscales, tiene mayor trascendencia para una parte de las carreras judicial y fiscal, y afectará significativamente a la forma de perseguir los delitos, tampoco una reforma de este calado justificaría un movimiento como el que protagonizan los huelguistas, porque no es el mejor medio para discrepar y proponer alternativas a las presentadas por el Gobierno. Personalmente no comparto el cambio que afectaría a la instrucción penal por parte de la Fiscalía, de imprevisibles consecuencias futuras para el pluralismo político y la efectividad de los derechos fundamentales. Creo que no se están valorando las inercias de una cultura política, jurídica e institucional no democráticas, como la española y el peso que aún tiene en nuestra historia, incluida la más reciente.          

Centrados en la reforma sobre la selección de jueces y fiscales, cuesta creer que personas sensatas, salvo que les ciegue la pasión política, puedan ver amenazada la democracia o el Estado de Derecho porque quienes van a ejercer un poder de la trascendencia del judicial –más en estos tiempos de complejidad máxima de las decisiones– se hayan de formar en una escuela de estudios jurídicos de carácter público; o porque vaya a ser igualmente pública su preparación. La opaca tutela que ejercen los y las “preparadores” privados a lo largo de la carrera de los jueces del turno libre podría ser considerada una forma sutil de afectar a la independencia que pocos discutirían. 

Que las pruebas sean anónimas, eliminando el peso de los apellidos en un cuerpo donde la endogamia es nota característica, no me parece que amenace la democracia. Obligar a grabar las pruebas orales, para asegurar la igualdad y la competencia a través de la valoración más objetiva de la idoneidad, el mérito y la capacidad, limitando la subjetividad de los órganos de selección, tampoco creo que constituya una amenaza al Estado de Derecho. Superar una prueba de idoneidad por escrito, por parte de quienes tendrán que razonar jurídicamente y resolver conflictos por escrito parece lógico y razonable, aunque ahora no lo sea.  

Para finalizar, no me resisto a mencionar un objetivo de la reforma que me ha llamado la atención, porque básicamente consiste en hacer cumplir la ley. Así como suena. Desde que se instauró en 1985 el acceso por concurso oposición de juristas con al menos diez años de ejercicio, que obliga a cubrir una cuarta parte de las plazas por esta vía de selección, que por ello se llama cuarto turno, nunca se ha cumplido. Sería un ejemplo de cómo hay poderes para los que el sometimiento pleno a la ley y al Derecho es sólo un enunciado teórico, un desiderátum, que a ellos no les concierne.

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Lucía Ruano Rodríguez es magistrada jubilada.

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