Un incendio en el espejo

Eduardo Crespo de Nogueira

Estamos viviendo un verano extraordinariamente duro en relación con los incendios forestales, sufriendo pérdidas de vidas humanas e incontables daños materiales. Desde hace miles de años, los países de la cuenca mediterránea hemos conocido la presencia del fuego como elemento modelador de la historia de nuestros montes. Pero de un tiempo a esta parte, España parece estarse abonando a frecuencias, magnitudes y efectos inéditos de las llamas.

Se cumplen en estos días 17 años del trágicamente famoso incendio de Riba de Saelices (Guadalajara), contra el que dieron su vida 11 profesionales del monte. Se supo entonces que aquel monstruo de la naturaleza inauguraba en nuestro país, tan acostumbrado a los fuegos forestales, la presencia de una categoría diferente, capaz de plantear retos técnicos y de gestión que prácticamente no conocíamos. Aquel suceso espoleó la preocupación de los profesionales por comprenderlo, y situar a una nueva altura los instrumentos para combatir incendios de esa clase. En los años más recientes, ha quedado claro que unos fuegos incluso más virulentos han venido para quedarse, formando parte del complejísimo escenario de nuestras áreas rurales y naturales. Son los llamados, en una escala teórica y divulgativa, “incendios de sexta generación”.

La clasificación de los fuegos que solemos padecer cada año nació con su “primera generación” a mediados del siglo pasado, coincidiendo con el éxodo rural masivo. Esa misma circunstancia pronto propició acumulaciones de materia combustible en el monte mayores de lo habitual, lo que dio lugar a los incendios, ya muy grandes, “de segunda generación”. Cuando esto comenzó a afectar a monocultivos demasiado extensos y sin discontinuidades, empezaron a producirse fuegos ya casi incontrolables, que alcanzaron a quemar superficies en torno a las 15 o 20 mil hectáreas; los llamados “de tercera generación”. Y cuando la desatención empezó a afectar a zonas rurales o forestales con interfaz urbana, de viviendas unifamiliares o polígonos industriales/comerciales con jardines entremezclados con el monte, los llamados incendios “de cuarta generación” encontraron una nueva forma de continuidad y calcinaron enormes extensiones, con la desgracia añadida de las pérdidas de vidas e infraestructuras humanas. Se habla de “quinta generación” cuando varios de estos últimos incendios coinciden sobre una misma matriz territorial y se interconectan con consecuencias descomunales.

Hasta aquí la secuencia “lógica” del progresivo incremento de tamaño y agresividad de los fuegos forestales. Pero, más allá de lo cuantitativo, la llamada “sexta generación”, a la que nos enfrentamos, supone una inflexión, un salto cualitativo preocupante y digno de una reflexión específica, en tanto que promete ser el escenario más frecuente de aquí en adelante. Se entiende por incendio de sexta generación aquel que es capaz de modificar por sí mismo la dinámica atmosférica del lugar, y generar sus propias condiciones ambientales. Ahí es nada. Cuando un fuego de gran envergadura alcanza temperaturas extremas, produce una corriente convectiva de aire ascendente, que genera, por encima del humo, una nube llamada pirocúmulo, en la cual se producen sus propias tormentas eléctricas, con rayos que van originando nuevos focos del incendio, propagándolo cada vez más. Obviamente, el cambio climático no inicia los incendios, pero crea y prolonga unas condiciones de altísima temperatura y mínima humedad que resultan idóneas para que proliferen fuegos de sexta generación cada vez más devastadores.

Ante la certeza de que los incendios de esta nueva clase escaparán cada vez más a nuestra capacidad de vencerlos, parece razonable detenernos a analizar los elementos que los hacen posibles, por si cabe de algún modo evitar que se produzcan. Hablamos, sobre todo, de la cantidad y continuidad del combustible. Desde tiempo ancestral, en los países mediterráneos, la biomasa potencialmente inflamable o bien era retirada del monte por la acción humana: pastoreo de ganado, recolección de leña, agricultura bajo cubierta arbórea, creación de dehesas, gestión forestal específica en los últimos 200 años. O bien era consumida por el fuego en eventos periódicos naturales, rejuvenecedores de los ecosistemas.

En la actualidad nos enfrentamos a la paradoja de que no queremos que el fuego altere nuestras vidas haciendo su trabajo milenario, pero tampoco, salvo honrosas excepciones, estamos haciendo nosotros el nuestro, muchas veces porque no hay nadie para hacerlo. Es entonces vital, imprescindible, revertir el abandono y volver a una gestión forestal técnica, continuada en el tiempo, y bien dotada de recursos humanos y materiales. Pero entiéndase bien: Hacer gestión forestal NO es “limpiar el monte”.

En España existe una variedad enorme de tipos de montes, la mayor diversidad de Europa, tanto desde el punto de vista ecológico, como del jurídico incluyendo figuras de propiedad comunal heredadas del derecho germánico, como en lo relativo a modelos de gestión, incluyendo miles de espacios naturales protegidos de numerosas categorías, con diferentes condiciones o restricciones específicas. Un escenario complejísimo, que inevitablemente requerirá una gran variedad de recetas y esquemas de manejo poco extrapolables, y que, sin embargo, debe estar sujeto a algunos criterios generales: Para empezar, como decíamos, gestionar bien un monte no es “limpiarlo”. Expliquémonos: Los montes pueden cumplir simultáneamente diversas funciones, entre las que destacan la protección del suelo, la regulación del ciclo del agua, la conservación de la biodiversidad, la producción de madera, corcho, resina y otros bienes, la oferta de paisaje y actividades de ocio y educación en la naturaleza…, con mayor énfasis en una u otra función según las características naturales y el estatus legal de cada sitio. En consecuencia, se podrán deslindar montes enteros, o establecer en ellos zonas, que responderán al objetivo u objetivos a cumplir con ese monte o parte de él, lo que da lugar con frecuencia a subdivisiones, tradicionalmente conocidas como cuarteles, tramos y rodales en la jerga forestal.

Pero entiéndase bien: Hacer gestión forestal NO es “limpiar el monte”

Gestionar un monte para la prevención de incendios es zonificarlo, aprovechar con criterios técnicos lo que proceda en cada zona (sea o no un producto material), y garantizar una mínima ruptura de continuidad entre las zonas, que no distorsione los movimientos y relaciones de las distintas especies en el ecosistema, pero que permita cortar el paso del fuego de una zona a otra: Se trata de mantener los tradicionales cortafuegos, o sus versiones más modernas y paisajistas, con trazados menos rectilíneos y con presencia de especies poco inflamables en vez de simples rasos. Si esto se cumple, no hay inconveniente para que, en el interior de una zona determinada, sobre todo si está prioritariamente dedicada a conservar el ecosistema, permanezcan no solo una cubierta de sotobosque vivo, sino también árboles viejos muertos y caídos que, en su camino de regreso al suelo, dan alimento y cobijo a musgos, hongos, líquenes, insectos, caracoles, lombrices, micromamíferos…en síntesis permiten cerrar con plenitud el amplio e imprescindible círculo de la vida. En esta lógica se darán también extremos: habrá montes cuya gestión requerirá una intervención humana intensiva, y otros en los que se trate solo de observar su dinámica y evolución, sin apenas intervenir, salvo de forma científica y puntual, casi quirúrgica.

Zonificar los montes según sus usos preferentes, y mantener activamente la separación de las zonas, haciendo compatibles la salud ecológica y la accesibilidad, minimiza el riesgo de que se inicie un incendio, y maximiza las posibilidades de extinguirlo pronto si llega a iniciarse.

Lograr esto en la práctica requiere varias cosas que, como sociedad avanzada, necesitamos garantizar, exigiéndolas a nuestros representantes públicos electos. Como primera premisa, y en contra de lo que parecen opinar algunos políticos, se requiere, aun en el caso menos intervencionista, una gestión de los montes ininterrumpida durante todo el año, dotada de unos recursos humanos suficientes, y adecuadamente cualificados, equipados y retribuidos. Cabría añadir que, en la segunda línea, en la de planificación y asesoría, la administración local podría resultar de gran utilidad, si los ayuntamientos con territorio forestal incorporasen de oficio profesionales del monte a sus plantillas municipales.

En todo caso, es fundamental que esos recursos humanos, fuera de la temporada de extinción, se dediquen precisamente a establecer las condiciones más favorables a la prevención. En la medida de las posibilidades técnicas y jurídicas, el trabajo de ordenación debería consistir en introducir discontinuidades de cubierta vegetal en los grandes monocultivos, recuperando la estructura de mosaico. A una escala de mayor viabilidad, son los cortafuegos, los puntos de agua, las sendas y las pistas, las riberas, las torres de vigilancia, los tendidos, las lindes con carreteras e infraestructuras… los que deben ser objeto de atención y mantenimiento fuera de temporada.

En el siguiente nivel de detalle, el del tratamiento de las masas arboladas existentes en cada zona, deberían recuperarse de forma generalizada, por los propietarios o, de forma subsidiaria y tasada, por la Administración, más allá de subvenciones voluntaristas, los trabajos específicos de selvicultura: claras, clareos, entresacas, podas… Adecuados a la vocación de cada monte, desde la netamente productiva a la estrictamente protectora, cubriendo toda la gama de situaciones multifuncionales. Puede extraerse parte de los restos generados para dedicarlos a la producción de energía biomásica (briquetas, pellets, carbones vegetales…) y dejar otra parte en el monte para el cumplimiento de sus funciones ecológicas.

Y para optimizar este pleno funcionamiento de los ecosistemas, es posible visualizar, finalmente, tareas complementarias, dedicadas a restaurar la integridad y el vigor del medio natural. Entre ellas destacaría la reintroducción dinámica de especies animales propias de cada lugar, tanto herbívoros silvestres como sus predadores históricos, lo que también contribuiría a minimizar el riesgo de incendios.

En definitiva, asegurar durante todo el año la presencia en el monte de personas vocacionales y bien tratadas, que lo manejen con conocimientos y criterios específicos, no solo reducirá drásticamente el impacto de los nuevos incendios, sino que será clave para la restauración ecológica y la revitalización social de grandes áreas de nuestro país. Se requieren inversiones potentes, pero el coste de no realizarlas sería infinitamente mayor. Se lo debemos a todos los que dieron sus vidas por nosotros en este combate.

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