Plaza Pública

El Instituto Cervantes, asignatura pendiente

Javier Pérez Bazo

Mediada la primera legislatura de Rajoy, ya trenzada la cestería ideológica del Instituto Cervantes con los mimbres de la pésima gestión del PP, denuncié reiteradamente en este mismo diario y en otros medios el mayúsculo deterioro causado a esa institución por las conductas despóticas y privanzas de los máximos dirigentes de la institución desde el minuto siguiente a su nombramiento. Hoy la muy bien lograda e inesperada moción de censura que ha aupado las convicciones y el tesón de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno, se nos antoja a muchos como bálsamo reparador y el principio del fin de un tiempo, los seis últimos años, que ha colmado de mugre y desvergüenza al organismo referente por excelencia de la acción española en el Exterior y de la Marca España.

Se impone la salubridad institucional, la rendición de cuentas, la transparencia gestora, el fin de las sinrazones. Urge la reconversión de un organismo esclavo de intereses sectarios al servicio partidista del gobierno en un Cervantes que, como el Institut Français o el Goethe por ejemplo, vuelva a responder única y exclusivamente a las políticas del Estado. Y en el capítulo de la contratación del personal, apremia la necesidad de clarificar legalmente la situación en algunos centros de los profesores llamados colaboradores, y, en cuanto al nombramiento de los directores, incluso a la luz de las prerrogativas reglamentadas, nadie pondría en duda la pertinencia de nombrarlos en función de sus méritos objetivables, lejos de otros paripés.

Una reciente interpelación parlamentaria de Ciudadanos al ex-ministro de Exteriores, sin duda alguna digna de agradecer aún en su oportunismo, sobrevolaba con insuficiencia y conocimiento alicorto algún oprobio para el Cervantes. Porque callaba la necesidad de exigir responsabilidades y de extirpar por higiene institucional los incuestionables quistes cervantinos. Ese mismo partido ha anunciado volver a interesarse por la institución hoy mismo en el Pleno del Congreso. Pero sin duda como excusa para maquillar, mediante una grosera táctica parlamentaria, su intención de someter a voto el adelanto de las elecciones generales.

El lector recordará la fotografía de la comparecencia pública de Mariano Rajoy y los suyos en febrero de 2009 para negar, cínico y quejoso, la trama corrupta que nueve años después ha probado la reciente sentencia del caso Gürtel. En la tercera fila, a un metro del líder estaba Rafael Rodríguez Ponga, declarado arribista con galones en la secta ultra católica de los legionarios de Cristo, según han recogido algunos medios. El todavía secretario general del Instituto Cervantes tomó posesión en mayo de 2012 con pompa rancia y fatua vanidad para escenificar el rango de secretario de estado que justificara la subida de soberbia y sueldo que él mismo se atribuyó.

Rodríguez Ponga inauguró su mandato con una purga, sin precedente, de una decena de directores de centros Cervantes y otros cargos, excusándola insidiosamente en la mala gestión de los concernidos, cuando la verdadera razón de aquella caza de brujas no fue otra que el compromiso socialista de los cesados, o simplemente por haber sido nombrados por los directores anteriores, César A. Molina y, especialmente, Carmen Caffarel. Pecados inadmisibles para un feligrés segundón del clan de los genoveses del PP. Cobijado bajo el ala de J. M. Lassalle, un secretario de estado venido a menos, Rodríguez Ponga ha compensado sus frustraciones políticas con la presidencia de Humanismo y Democracia, fundación del PP sustituta de la aznaresca FAES, sin ánimo de lucro pero conocida por los papeles de Bárcenas y acreedora de copiosas subvenciones estatales, alguna de ellas de manera sospechosa, presuntamente muy sospechosa. Veremos.

Un rosario de despropósitos ha distinguido al Cervantes de la era rajoyniana. Alguien pensaría que se han institucionalizado las vilezas de expertos como Miguel Spottorno Robles o como Javier Galván, hoy en una especie de virreinato en Marruecos, quien fuera arquitecto del centro de Manila, que dirigió, y donde conoció a Ponga, al parecer interesado entonces por el chamorro filipino. Durante este sexenio negro, se flirteó en Bruselas con el dictador Obiang, se censuró cuanto don Rafael quiso, se vetaron  en los centros intervenciones de autores ideológicamente estigmatizados y se confinó al pasillo o se degradó a quienes era administrativamente imposible expulsar. Rafa Rodríguez Ponga ha establecido con rigor el amiguismo como mérito preferente en el nombramiento de directores de centros: los últimos de París y Londres han sido señalados por Ciudadanos en sede parlamentaria ante un ministro Dastis, abúlico como quien ve llover. Llegado su cese dejará tras él una malla clientelista urdida por su conciencia ultramontana y un cúmulo de injusticias revanchistas que convendría erradicar.

Cuentan los mentideros de la villa y corte —esa también verdad del pueblo sabio—, que las  relaciones  del secretario general del Cervantes con García de la Concha no pudieron ser peores,  pues esperaba reemplazarle en la dirección del Instituto, y que la comunicación que mantiene con el actual director, Juan Manuel Bonet, se limita a no hablarse y a poco más.  Ahora bien, es muy reprobable la actitud política de Bonet en tantos atropellos, supuestamente cómplice de perfil por mutismo, resignación servil o amilanamiento. Una situación como esta se antoja insostenible para muchos y perniciosa para una institución estatal.

Pero aún hay más y acaso mucho más grave, si damos crédito a lo publicado y probado. El binomio Ponga-Spottorno aprovechó la Abogacía del Estado para llevar a los tribunales a su propio personal. Lo hizo con Eusebi Ayensa y Adrián Bautista, director y administrador del centro de Atenas. Ponga cesó al primero y abrió expediente disciplinario al segundo; después ordenó a Spottorno —cuesta creer que con gesto de negrero institucional, según alguien dijo tal vez impropiamente— que presentase una querella en nombre del Cervantes contra ambos solicitando para cada uno cinco años de cárcel, ocho de inhabilitación y una indemnización de treinta mil euros por falsedad documental y prevaricación. La hoguera a lo torquemada quedaba así equilibradamente encendida. La Audiencia Nacional desestimó la querella por considerar que eran delitos que no se habían cometido. Aún así, Ponga y Spottorno se permitieron el lujo de recurrir ante el Tribunal Supremo a cuenta del erario público. Y de nuevo todo quedó en aguas de borrajas; ahora bien, con el irreparable daño causado y la buena mordida a las arcas del Estado, el Cervantes fue condenado a pagar las costas. En cuanto al expediente incoado al Sr. Bautista, la justicia sentenció la readmisión del interesado a su puesto en la sede de París, que había sido adjudicado irresponsablemente a un nuevo titular a sabiendas de que existía el litigio y que la condena corría el riesgo de ser favorable al demandado.

El muñón de Cervantes es alargado

Ante esa cacicada se decidió abonar al Sr. Bautista, de manera legal aunque inmoralmente, las correspondientes retribuciones sin contraprestación laboral en espera de la sentencia definitiva del Tribunal Supremo, es decir, mantenerle en su casa durante dieciséis meses contra su voluntad, lo que a la postre costó a los contribuyentes más de 90.000 euros. Un escándalo que poco se conoce. El pleito sigue su curso pues la readmisión de Adrián Bautista a su plaza de París no ha sido aún satisfecha. Nadie ha exigido responsabilidades a Ponga y a su acólito por esta serie de “mamandurrias” y embrollos judiciales, ni por el abuso de los servicios de la Abogacía del Estado en dos ocasiones; tampoco por aprovecharse de esos mismos servicios cuando ambos fueron acusados por denuncia falsa en tanto que individuos. Que nadie dude en la separación de poderes, aunque esa denuncia fuese archivada pese a los iniciales indicios y varios defectos denunciados por la acusación. ¿Es admisible tanto dispendio y tanto estropicio a la institución cervantina con impunidad, y acaso supuesta alevosía, de los causantes?

El flamante Ministro de Exteriores del nuevo gobierno, Josep Borrell, y la persona a quien se confíe la dirección del Cervantes para un nuevo tiempo de imperiosa renovación, tendrán ante sí el importante desafío de renovación, que sólo se resolverá logradamente mediante voluntades de gran calado. Es la asignatura pendiente que ha de arrostrar y aprobar el nuevo gobierno socialista. Entre los asuntos que la institución demanda con mayor urgencia, sin duda el primero exige su plena competencia para desarrollar una política lingüística y cultural de Estado dentro del marco constitucional en dependencia y consonancia con la sede madrileña del Instituto, y que sea dotado con la misma eficaz suficiencia de organismos homólogos en otros estados europeos. Y, subsidiariamente, sin injerencia ideológica del gobierno de turno, sin imposiciones partidistas de las autoridades diplomáticas, sin quebranto de la autonomía de dirección y gestión de los centros, sin una arbitraria e infundada expansión de centros, sin imposición de las condiciones laborales y retributivas del personal, sin oscurantismos ni ilegalidades, sin nepotismos. De todo ello y más, se nutre hoy un Cervantes a la deriva. Pero, como ya se sabe y dice el refrán que dio título a una pieza teatral de Tirso de Molina, "no hay plazo que no llegue, ni deuda que no se pague". _____________

Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura de la Universidad de Toulouse-Jean Jaurès, ex-director del Instituto Cervantes de Budapest y ex-consejero de Educación de la Embajada de España en Francia.

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