El jardín de Borrell (y sus flores progresistas)

Mario Martínez Zauner e Isaías Ferrero

"Los europeos hemos construido la Unión como un jardín a la francesa, ordenadito, bonito, cuidado, pero el resto del mundo es una jungla. Y si no queremos que la jungla se coma nuestro jardín tenemos que espabilar”. (J. Borrell)          

Ha pasado casi un año ya del último informe del IPCC. Como mucha gente reconoce y admite, los informes de los expertos tienden a ser conservadores. Sin entrar en detalles, podemos decir que las causas de este conservadurismo son tanto estructurales como debidas al propio funcionamiento de la ciencia climática. No obstante, el avance de la ciencia y la tecnología ha permitido desarrollar modelos climáticos que permiten tener un conocimiento impresionante de la materia. Y lo cierto es que las perspectivas son malas, muy malas.

El Secretario General de Naciones Unidas, António Guterres, dijo que el informe era “un código rojo para la humanidad”, tras lo cual vino el fiasco de la conferencia de Glasgow. No se acordó ninguna medida concreta y todo se postergó para el año siguiente. El fracaso habría sido rotundo si no llega a ser por todas las movilizaciones y protestas que se organizaron en torno a esta conferencia impulsadas por los más jóvenes cuyas demandas de acción inmediata resultaron ser la única esperanza restante.

En el mismo mes en que se publicaba el citado informe del IPCC, las tropas estadounidenses terminaban por abandonar sus posiciones políticas y militares en Afganistán. Una salida desordenada y peligrosa que dejaba en manos de los talibanes el control del país, veinte años después de la invasión que buscó acabar con ellos. El presidente Joe Biden fue incapaz de dar marcha atrás al nefasto acuerdo de Trump con los talibanes, dando también una muestra de debilidad que el mundo entero pudo contemplar, algo que sus adversarios interpretaron como principio del fin de la hegemonía norteamericana en el tablero global.

Todo el mundo pudo ver cómo las mujeres afganas se vieron de nuevo obligadas a portar el burka y a someterse a matrimonios forzosos, mientras que los medios de comunicación ignoraron las sanciones devastadoras de Occidente y la decisión obscena y criminal de la administración Biden de robar miles de millones de dólares al pueblo afgano para dárselo a las víctimas del 11 de septiembre, decisión que las propias víctimas han rechazado.

Durante el resto del año el mundo se fue recomponiendo después de sufrir las consecuencias de la pandemia del COVID. Las cadenas de suministro globales se habían visto notablemente dañadas y los estados se vieron obligados a intervenir más activamente en la economía, evidenciando la escasa utilidad de la ortodoxia neoliberal a la hora de confrontar la crisis de la economía real y productiva. Una economía real y productiva que experimenta ahora un tremendo encarecimiento de materias primas y fuentes de energía, resultando en una inflación galopante (por shock de oferta) que podría conducir a una recesión prolongada (por contracción de demanda). Y para colmo, las subidas de tipo de interés vuelven a poner en la palestra mediática mensajes ortodoxos sobre contención del gasto público y control de la deuda. No aprendimos la lección de la pandemia.

Este es el telón climático, geopolítico y económico de fondo bajo el que desde febrero de este año se produce la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Cuando parecía que las cosas no podían ir peor, fueron a peor. Vladímir Putin se lanzó a una operación criminal bajo una retórica imperialista ("corregiremos los errores de Lenin, recuperaremos el Rus de Kiev") que nos dejó escenarios terribles como el de Bucha o Mariúpol. Con la idea de marcar territorio y lanzar una clara advertencia a la OTAN, lo único que logró fue despertarla de aquella “muerte cerebral” que diagnosticó Macron hace casi tres años. Europa decidió echarse en manos de Estados Unidos (algo admitido incluso por respetables analistas en ámbitos de la derecha como Carlos Sánchez, de El Confidencial) y éste se lanzó a financiar las operaciones militares del ejército ucraniano, con la idea de desgastar todo lo posible a Rusia. De este modo sustituyó un Afganistán por otro, aunque esta vez sin necesidad de enviar allí sus tropas.

La respuesta a la invasión rusa desde Occidente se hizo principalmente desde dos lados: sanciones económicas y envío masivo de armamento. Ambos aspectos eran cuestionables y permitían críticas severas: en primer lugar, porque las sanciones más que debilitar lo que suelen hacer es fortalecer a tiranos. A la vista está el caso de Irak y Sadam Husein en los años noventa, cuando las sanciones no debilitaron a Sadam, pero sí infligieron un daño irreparable en el pueblo iraquí. Paradójicamente, las sanciones sí están debilitando a las democracias occidentales en la medida que el aumento de la inflación es gasolina para que la extrema derecha produzca importantes incendios.

Por otro lado, el envío de armas vino acompañado del ya habitual excepcionalismo occidental, donde la histeria McCarthysta acaba devorando el derecho a la libertad de expresión. Lo primero que se hizo fue enviar masivamente armamento, pero no explorar de verdad una vía diplomática. Es una estrategia donde todo el sufrimiento recae en la población ucraniana y en la que parece importar más debilitar a Rusia que el destino de Ucrania, algo que por desgracia recuerda cada vez más a Afganistán en los años ochenta.

De igual modo, era perfectamente legítimo cuestionar si esas armas podían llegar a grupos extremistas. Aunque sea minoritario, no era una cuestión menor preguntarse si el armamento podía a llegar a batallones filonazis como el de Azov. También, si esas armas podían llegar a mafias criminales en el futuro tal como advirtió la experta Tica Font recordando que eso ya ocurrió en la década de los noventa. Tiene que quedar claro que hacerse ese tipo de preguntas no tiene nada que ver con asumir la mentira de la desnazificación de Ucrania que difundió la propaganda rusa.

Todo esto, sumado a los errores de Occidente desde los años noventa, obligaba al movimiento por la paz en nuestras sociedades a oponerse a la estrategia militarista que adoptaron los Gobiernos desde el principio. Estas posturas llamando a la negociación diplomática y a una apuesta decidida por la paz fueron vilipendiadas y ridiculizadas, cuando no sometidas al escrutinio de la sospecha por colaboracionismo putinista, al mismo tiempo que se emprendió una campaña de criminalización de la cultura o el deporte ruso que suponían una voladura de puentes sin retorno. La censura de medios como Russia Today es solo un ejemplo.

Poco importó que una gran mayoría de los llamados a la paz incluyeran una condena rotunda de la acción de Putin en Ucrania. Los movimientos y organizaciones sociales insistieron en que su preocupación giraba ante todo sobre los peligros de una escalada armamentística que podía conducir incluso a un desenlace nuclear. Pero esto no tuvo su reflejo en las columnas de opinión de la intelectualidad progresista, ni en las de Pedro Vallín ni en las de Antonio Maestre, que llegaron a menospreciar el lema del “No a la Guerra” como infantil y propio de privilegiados. Se produjeron incluso vergonzantes analogías entre la ayuda europea a Ucrania y la que jamás recibió en su día la II República (por parte al menos de las naciones liberales, no así de países comunistas como la URSS o de los brigadistas voluntarios de todas partes del mundo).

El argumento lo sintetizó así Maestre:

 "Ponerse de perfil entre el invasor y el agredido puede convertirse en parte de la agresión por muy bienintencionado que se sea […] En España vimos cómo aquellos anarquistas que siempre fueron antimilitaristas no tuvieron más opción que empuñar armas para combatir el fascismo. La historia siempre elige por nosotros”.

Una línea de razonamiento poco alejada de la esgrimida por el Comisario de Exteriores de la UE, Josep Borrell, que para justificar el envío de armas a Ucrania (y la consiguiente escalada bélica) señaló que “nadie puede mirar de lado. Cuando un potente agresor agrede sin justificación alguna a un vecino mucho más débil nadie puede invocar la resolución pacífica de los conflictos”. Lo cierto es que personas como Borrell sí miraron de lado cuando Arabia Saudí y Emiratos Árabes decidieron agredir a su vecino mucho más débil, Yemen. Hay que recordar que el movimiento por la paz no proponía enviar armamento a los hutíes en Yemen, sino pedía que se dejara de alimentar y apoyar la guerra e insistía en la vía diplomática.

En cualquier caso, vimos así un cierre de filas preocupante, entre dirigentes conservadores y socioliberales y periodistas y columnistas progresistas. Sin entrar a analizar el conflicto en profundidad, opacando todas las contradicciones que implica ayudar a un país que no es miembro de la OTAN ni de la UE (¿por qué no hacer lo mismo entonces con Palestina?), el posicionamiento moral y militar se dio por debatido y ya resuelto.

Por desgracia, Maestre no ha sido el único en dirigir ataques abiertos a la izquierda insumisa. Entre las múltiples increpaciones parlamentarias y mediáticas, destacan las del filósofo Santiago Alba Rico, que ya desde el comienzo de la invasión señaló que posicionarse en contra de la OTAN iba a dejar “fuera de las manifestaciones a miles de personas que solo reconocen ahí el sello de una vieja izquierda cerrada y autocomplaciente, más antiamericana que anti-imperialista, más pendiente de sí misma que del sufrimiento de los ucranianos”. Sin duda, este argumento solo podía sostenerse por una operación reduccionista que confundiría a toda la izquierda con su versión más obcecadamente estalinista, aquella que excepcionalmente confundiría la Rusia de Putin con la antigua URSS (a pesar de las claras distancias marcadas por el propio Putin en su discurso).

De hecho, Alba Rico caía en contradicción con su propio argumento al reconocer cierta responsabilidad de la OTAN en el conflicto para a continuación recomendar un artículo de Rafael Poch sobre la materia. Es interesante leer el artículo de Poch, ya que al final puede leerse que “el gran peligro de esta partida insensata es, obviamente, el de una gran guerra entre potencias nucleares”. Precisamente, uno de los argumentos centrales del pacifismo para intensificar al máximo las relaciones diplomáticas frente a la escalada, siendo críticos con ambos bloques enfrentados.

Poch nos contó además en otro artículo que desde el año 2015 “Estados Unidos se gastó 5.000 millones de dólares en armas para Ucrania”, además de formar a más de 10.000 hombres al año (durante ocho años) de las fuerzas armadas ucranianas, así como a varias unidades de élite e inteligencia. Igualmente, ya en septiembre del año 2021 Estados Unidos y Ucrania habrían firmado “un acuerdo por el que Washington prometía ayuda militar para restablecer la ‘integridad territorial’ de Ucrania”, desechando cualquier propuesta diplomática venida de Moscú respecto a la neutralidad y el desarme ucranianos.

Todos estos argumentos daban razones de sobra a las organizaciones y movimientos sociales para criticar la posición adoptada por Occidente y especialmente por la UE, al no mostrar una posición de independencia política suficiente como para mediar en el conflicto. Quizá los únicos dirigentes que buscaron una salida negociada han sido el Secretario General de la ONU, António Guterres, y el presidente de la República francesa Emmanuel Macron, y en todo caso a modo más particular que institucional, sin la suficiente infraestructura y apoyo para la creación de una mesa de diálogo permanente. Por el contrario, tuvieron mucha más relevancia voces como la del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, decididamente beligerantes, que en España tuvieron su reflejo en declaraciones como las de la ministra de Defensa, Margarita Robles, que no tuvo problema en ridiculizar las propuestas de mediación lanzadas por formaciones como Unidas Podemos.

Tomar en consideración el declive energético, la crisis climática y la crisis alimentaria que se cierne sobre la mayor parte del mundo trastoca el enfoque respecto a la OTAN y devuelve la pelota del realismo a posturas pacifistas, ecologistas y socialistas

Nos vemos así metidos en el jardín de Borrell, que no dudó en pedir sacrificios a la población europea para dejar de depender del gas y la energía rusos, obliterando en su discurso el total incumplimiento de la UE en sus planes de transición energética o incluso en su excesiva expansión hacia el este. Y es desde ese jardín que hablan tanto quienes abrazan sin dudarlo las posturas atlantistas como quienes pretenden dulcificarlas con un pobre gesto intelectual. En ese vicio cae de nuevo Alba Rico en su último artículo, escrito con una retórica vaga y difusa, donde básicamente plantea que la única alternativa a la OTAN es el vacío, o como mucho unas oxidadas consignas con escaso apoyo callejero. El artículo está mal planteado porque precisamente ataca a los grupos pacifistas que están plantándose ante esta deriva peligrosa. Obvia que nuestra obligación es centrar nuestros esfuerzos en lo que podemos cambiar. A veces con ataques injustos como decir que hablando de “guerra de Ucrania” y no de “invasión rusa” se induce “la ilusión de que es la Alianza la que asedia y amenaza las ciudades ucranianas”. Esa acusación es muy injusta, ya que además se lleva años hablando de la Guerra de Yemen, de Afganistán, Libia, etc.

Mientras tanto, los dirigentes de la alianza se reúnen a cenar en el Museo del Prado, acuerdan aumentar los presupuestos militares de sus miembros hasta en un 2%, e incluso incumplen sus propios acuerdos al aumentar la presencia militar de USA en las bases europeas. Por no hablar de todas las concesiones hechas a la Turquía de Erdogan a cambio de la entrada de Suecia y Finlandia en la OTAN, dejando literalmente vendido (de nuevo) al pueblo kurdo al igual que el gobierno de Sánchez dejó vendido al pueblo saharaui para complacer a Marruecos hace escasas semanas.

Todos estos factores no parecen intervenir en la simple ecuación de Alba Rico, que al igual que Maestre utiliza las posiciones de Podemos respecto a la OTAN formuladas allá por 2015, en un contexto muy distinto (a nivel político, económico, energético, climático y humanitario), para poner el remate a su argumento ‘realista’. Porque poca duda cabe de que estamos ante un caso evidente de ‘realismo imperialista’ (parafraseando a Mark Fisher), por el que dado un análisis sesgado de factores complejos lo único que se alcanza a exponer es un laberinto de salida única, desechando no se sabe si por vagancia intelectual o por conformismo cualquier otro ejercicio de imaginación política (y sin duda, unas cuantas consideraciones éticas colaterales). Es además característico de este tipo de posicionamientos el adoptar un tono paternalista y autocomplaciente, por el que se exponen las carencias y defectos de las posturas alternativas y a cambio solo se ofrece una nada frente a posiciones hegemónicas. Es, en definitiva, la derrota de cualquier posición de izquierdas.

De hecho, si quisiéramos establecer analogías históricas, antes que comparar a la Ucrania actual con la II República española, o la situación de conflicto global con la de la II Guerra Mundial, sería más acertado pensar en el contexto de la I Guerra Mundial, y cómo gran parte de la socialdemocracia europea se lanzó sin dudar a apoyar los créditos de guerra, traicionando el espíritu de la Internacional Socialista y apoyando los intereses de las distintas naciones burguesas y bloques imperiales en pugna. Como hemos apuntado, esto se reproduce ahora por el proceso de desglobalización acelerada que estamos viviendo (forzado no solo por la crisis de hegemonía de USA, sino también por el declive energético), que conduce a un reforzamiento de las fronteras, a la consideración de la inmigración como una amenaza securitaria de primer orden (para salvaguardar el jardín de Borrell) o la adopción de medidas proteccionistas y militaristas.

La postura ‘realista’ que nos propone la intelectualidad progresista frente a estas dinámicas de desglobalización, proteccionismo y militarismo exige minimizar sucesos como el de la matanza de inmigrantes a las puertas de Melilla (como parte de una política migratoria deleznable de la UE desde hace años), obviar la venta de armas a países como Israel o Arabia Saudí, ignorar las grandes hambrunas que se ciernen sobre el continente africano, minimizar la acción imperialista de USA a lo largo y ancho del mundo y en última instancia asumir, como ha hecho la propia OTAN en la cumbre en Madrid, que la confrontación con China es inevitable si esta no acepta plegarse a las normas marcadas por el bloque de poder atlántico. Todos los enfoques caen aquí en un marco lógico de dialéctica entre imperios que impide ya no un análisis de clase o una propuesta internacionalista, ya tampoco una propuesta de ofensiva diplomática basada en el alto el fuego y el cese de hostilidades, sino aún más, tomar en consideración la tremenda crisis climática en la que estamos sumidos, que nos aboca a la extinción como especie si no se adoptan medidas con urgencia.

Tomar en consideración el declive energético, la crisis climática y la crisis alimentaria que se cierne sobre la mayor parte de la población mundial evidentemente trastoca todo el enfoque respecto a la OTAN, y devuelve la pelota del realismo y el pragmatismo a las posturas pacifistas, ecologistas y socialistas. Desde siempre, y esto Alba Rico debería saberlo, ha sido una estrategia fundamental del poder plantear que no hay alternativa a lo actualmente existente. Y por contra, contamos con instrumentos teóricos, políticos, diplomáticos y civiles suficientes como para trasladar no ya la posibilidad, sino la necesidad imperativa de una alternativa a la escalada militar y la confrontación entre bloques y naciones. Desde el presidente de Indonesia (país que acogerá la próxima reunión del G20) llamando a una mesa de negociación a Rusia y Ucrania, hasta las asambleas civiles por la paz, pasando por un posicionamiento intelectual, diplomático y económico tenaz en sus llamados a frenar las consecuencias del calentamiento global (es decir, descarbonizar la economía lo antes posible, ya sea mediante la planificación de la economía y la construcción de más renovables, ya sea decreciendo en el sentido de desechar la idea absurda de crecimiento infinito, buscando por ejemplo mejoras urgentes en eficiencia energética o moviéndonos rápido a otro sistema de transporte. La imaginación política ha de mostrar entereza y lucidez en momentos tan oscuros. Porque sin duda luchar por ello puede resultar un fracaso, pero no luchar por ello significará un fracaso sin paliativos en el que además habremos renunciado a nuestras convicciones más fundamentales.

_________________

Mario Martínez Zauner es historiador y antropólogo y autor, entre otros libros, de 'Presos contra Franco. Luchas y militancia política en las cárceles del tardofranquismo'.

Isaías Ferrero es activista en derechos humanos y autor, entre otros libros, de 'El Futuro del liberalismo. Hacia un nuevo consenso socialdemócrata'.

Más sobre este tema
stats