Un millón de estrellas sobre Gaza
Como en la película Cafarnaúm, en la que un niño libanés demanda a sus padres por traerlo al mundo sin amor ni protección, quiero demandar a toda esa humanidad que impasible trabaja, descansa y disfruta sin sentir o traducir en acciones la ira, la impotencia, o el miedo por el genocidio en Gaza.
Quiero demandarles porque, de un tiempo a esta parte, me siento como una babosa o una polilla, como el mismísimo Gregorio Samsa, convertido en un escarabajo humano y triste, con la sensación de pertenecer yo también a esa especie repugnante y bella, desnuda y frágil, vulnerable y enferma, maldita y en proceso de exterminio en Gaza, hermosa franja destruida como advertencia terrible de un nuevo abismo al que se precipita toda la humanidad.
Quiero demandarles porque, aunque no estemos bajo las ruinas de sus hospitales, a pesar de no haber perdido a decenas de familiares ni estar a punto de ser asesinado por la sed o el hambre, vivir despierto en una sociedad que niega los valores más elementales de la bondad a las puertas de sus mismas fronteras es una violación terrible del deber de proteger nuestra salud mental. Porque es terriblemente difícil creer en nada o sentir paz de espíritu cuando tu comunidad permite y financia las formas más aberrantes de maldad.
Quizás la única solución posible para detener el genocidio en Gaza es que la sociedad de Israel vea, de nuevo o por primera vez, a los palestinos como seres humanos
Quiero demandarles, acusarles de inhumanos, de bárbaros, de salvajes, de malnacidos, de desagradecidos. Pero sé que sólo somos ciegos y estúpidos guiados por malvados, acunados en una cultura enloquecida que sacrifica cuerpos humanos, montañas veneradas y ríos sagrados.
Quiero demandarles, pero mi cabeza es incapaz de imaginar que llegue a tiempo una solución legal, vinculante y eficaz que detenga el genocidio del pueblo palestino. Sé que la justicia es lenta e imperfecta, muchas veces corrupta y tan cruel como la misma cultura que la encumbra.
En la desesperación de una mente que no encuentra escapatorias, pero se resiste al abismo, trato de imaginar: quizás la única solución posible para detener el genocidio en Gaza es que la sociedad de Israel vea, de nuevo o por primera vez, a los palestinos como seres humanos.
Y para ese despertar de un pueblo que oprime a otro, a lo mejor solo quede invocarles a que se miren en el espejo, a que regresen a su herida perdurable, aquella herida abierta todavía en el terrible dolor del Holocausto, memoria traicionada desde que hendieron, hace décadas y por primera vez, su cuchillo sobre el pueblo palestino.
Porque si consiguiéramos mandar un millón de pijamas a rayas y un millón de estrellas amarillas a Gaza, y la sangre de cada cuerpo palestino mutilado o asesinado manchara las líneas blancas y azules de los uniformes utilizados en los campos de concentración, ¿no recordarían los israelíes el dolor de todos sus ancestros masacrados? ¿Las voces de sus antepasados no se alzarían para recordar aquel ajado ‘nunca más’? ¿No sentirían que también son ellos babosas, polillas y escarabajos, que forman parte de una especie repugnante y bella, desnuda y frágil, vulnerable y enferma, maldita y en proceso de exterminio en todo el mundo?
Quiero demandarles, pero sé que lo más importante es despertar de esta pesadilla; que haya paz en Gaza cuanto antes; que volvamos a vernos todos como seres repugnantes y bellos, desnudos y frágiles, vulnerables y enfermos, pero con la vocación clara de sanar las heridas abiertas y perdurables del mundo.
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Miguel Ruiz Díaz-Reixa, abogado especializado en Derecho Público Internacional y Derechos Humanos.