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Transversalidad

Imagen del Congreso de los Diputados durante el pleno de este jueves.

Toño Benavides

Una palabra compuesta y con demasiadas sílabas siempre resulta sospechosa. Muchas veces esconden caprichosas conjeturas que pretenden ponerle nombre a realidades, tan dudosas e inestables, que el idioma en su cautelosa evolución nunca previó la necesidad de generar una palabra simple, franca y abierta para nombrarlas. "Castellanoleonés", por ejemplo, una quimera lingüística cuya artificialidad llega al oxímoron, vendría a ser uno de los casos más flagrantes.

No es el caso de "transversalidad", cuya nobleza de origen se halla en el latín, pero cabe preguntarse si la aplicación de un término como este al terreno de la política en el momento actual responde a la necesidad de referirse a una inquietud innominada que ya se halla presente en la sociedad o a la intención de sortear el eje clásico del debate político (izquierda-derecha) gestando, a través del lenguaje, una realidad alternativa más conveniente donde sea posible transmutar en colaboración la inevitable lucha de contrarios. Todo ello, claro está, con el fin nada sospechoso de solucionar los problemas de la gente.

En el plano científico, el ejercicio de la alquimia semántica allí donde las leyes de la química no permiten atajos supone despreciar el bagaje empírico de los conocimientos, el sentido histórico de las ideas o la constatación práctica de los análisis teorizados previamente. No sé por qué hemos de suponer que en el terreno de la política debería ser distinto.

A cierta parte de los niños adelantados de la nueva política les parece desfasada la distinción del espectro político surgido de la Revolución Industrial. Argumentan, no del todo exentos de razón, que el análisis del conflicto social basado en la vieja oposición decimonónica obrero-patrono ya no es válido para regir la negociación del contrato social en el contexto del Estado del bienestar, donde la heterogénea composición del espectro sociolaboral exige un análisis más específico de la problemática de cada grupo. Es razonable pensar que los intereses de un obrero especializado con alto poder adquisitivo, como un piloto de líneas aéreas o un ingeniero nuclear, poco tienen que ver con los de un pequeño empresario cuyo negocio le da lo justo para sobrevivir. La aparición de esa perspectiva transversal desde la izquierda parece responder a la presencia de estas nuevas escisiones sociales que habrían dejado obsoleto el viejo paradigma y que darían lugar a la paradójica consecuencia de la distribución de la intención del voto en sentido contrario al tradicional.

Pero la transversalidad no es exclusiva de ninguna tendencia política. Es un término tan amplio que es aplicable a cualquiera que pretenda salirse del marco de referencia clásico. De hecho, tan transversal puede ser el anarquismo como el fascismo. Entre los primeros existen divisiones tan dispares como el anarcosindicalismo o el anarcocapitalismo, sin mencionar otras escisiones aún más específicas como el anarcofeminismo. En cuanto al fascismo, que ya de origen aspira a la antipolítica del partido único y la liquidación de todos los demás, una formación como Vox, de clara tendencia fascista, elude una identificación clara en ese marco cuando asume sin complejos gran parte de la agenda neoliberal a favor del poder económico, olvidando el carácter identitario de las propuestas de los tradicionales partidos fascistas en defensa de una mayoría social.

La ensalada de "ismos" es amplia y florida. No es muy difícil advertir que siguiendo el hilo de Ariadna, para no perdernos en el laberinto, nos hemos topado con la madeja. Una maraña metafísica donde confluyen realidades opuestas que nos conducen al sinsentido, como si fuera posible encontrar una misma palabra para nombrar una cosa y la contraria. Es inevitable la sensación de estar en otro planeta buscando las soluciones para este.

Resulta curioso que la idea de la transversalidad aparezca en el momento de mayor descrédito del sistema capitalista como paradigma global desde la crisis bursátil del 29; ahora que las diferencias de clase, lejos de difuminarse, se acentúan y la precariedad que afecta a las clases medias nos acerca cada vez más a un escenario de conflictividad social propio de principios del siglo pasado, cuando aún no habían aparecido las diferentes escisiones que se suponen tan relevantes a día de hoy.

Que desde la izquierda, los partidarios de las políticas transversales sigan basando su pensamiento político en la idea de la pervivencia del Estado del bienestar –en franco retroceso– sugiriendo que la confrontación y la presión sindical a la antigua ya no tienen tanto sentido, resulta demasiado sospechoso. Se diría que la nueva política responde más a la urgencia defensiva de un sistema en crisis que a las necesidades reales de una población sometida a condiciones laborales cada vez más precarias y bajo la constante amenaza del desempleo.

Quizá olvidan que el Estado del bienestar es una construcción coyuntural promovida por las necesidades básicas de las grandes corporaciones que capitanearon el desarrollo industrial de posguerra. Que de la misma forma que nos fue graciosamente concedido cuando era necesaria la mano de obra cualificada para sostener los nuevos y tecnificados procesos de producción, pueden dejar de financiarlo cuando el avance de la robotización convierta las plantillas en material desechable. Que gran parte de las conquistas laborales de verdadero calado se consiguieron a un alto precio en el periodo histórico de máxima tensión entre obreros y patronos. Que en España, por ejemplo, el acuerdo para establecer la jornada de ocho horas se alcanzó después de cuarenta y cuatro días de una huelga que paralizó la ciudad de Barcelona. En aquellos días de pistolerismo patronal y cargas policiales a caballo, la lucha de la izquierda por conseguir los derechos más básicos suponía algo más que el riesgo de que te trolearan la cuenta de Twitter y, por supuesto, el principal valor de las organizaciones obreras consistía en la capacidad de resistir conjuntamente frente a la represión.

No se puede calificar globalmente el carácter del 15M sin incurrir en algún error de juicio, alguna injusticia parcial. Fue, desde el principio, un movimiento heterogéneo y transversal donde se adormecieron las diferencias políticas tradicionales para conferirle mayor fuerza y visibilidad a la reacción indignada de una juventud de clase media urbana que acusaba los rigores de la precariedad económica. A vista de pájaro, presentaba el aspecto de una feria-mercadillo ecoalternativo y postnuclear, más bien de izquierdas, como sacado de un escenario de Mad Max; con batucadas y tablones de anuncios donde lo mismo se podían encontrar frases lapidarias de Gramsci que recetas para mantener equilibrados los chakras. Bajo un toldo se practicaban tatuajes de henna (lo sé porque me hice uno) y en otro se convocaba una asamblea para decidir poco menos que el futuro de Australia. Tenía mucho de mixtura inabarcable y múltiple de zoco árabe, de campamento indio y aldea de los hobbits de La Comarca asediados por los orcos capitalistas de El Señor de los Anillos; de primitiva comunidad virginal, refractaria a cualquier etiqueta de urgencia, donde flotaba un aura de ingenuidad tan enternecedora que el más mínimo sentido crítico te hacía sentirte un canalla.

Por supuesto, para una inmensa mayoría de participantes espontáneos fue el poético megáfono que expresaba sin complejos la eterna serie de abstractas utopías que nunca ha dejado de latir bajo la tierna protesta de los astros.

Desde algunos rincones se propagaba como un murmullo-consigna cierta inquietud paranoica por estar siendo manipulados en favor de los partidos del régimen. Había que mantenerse a salvo de la vieja política. No parecía necesario explicarle a nadie la razón del rechazo al radicalismo estéril de una izquierda comunista en franca decadencia que, en todo caso, se percibía como parte de un sistema corrompido. Los conceptos del pasado, como la lucha de clases, podían comprometer la pluralidad de un movimiento que buscaba su fuerza en la capacidad de integrar al máximo de gente. De alguna manera, muchos de ellos habían decidido creer, con adánica inocencia, en la posibilidad de un éxodo político fuera de todo lo conocido. Quizá buscar las raíces de la indignación les hubiera llevado a levantar las viejas banderas.

Algunos de esos niños con gafas de la nueva política salieron temprano por la Carrera de San Jerónimo desde la Puerta del Sol hacia el Congreso. Se llevaron los donuts y la cartera pero, en la tienda de campaña, se dejaron el libro de historia.

Desde el otro lado del mundo y el espectro político, nada menos que el multimillonario Warren Buffett, el oráculo de Omaha, reconocería que:

"Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando".

 

Si la famosa frase del magnate norteamericano describe a la perfección el momento que vivimos, donde las grandes corporaciones industriales y financieras han suplantado la soberanía de los antiguos estados-nación, me pregunto si el papel que van a jugar en esa guerra los núbiles infantes de la izquierda transversal no será el de limitarse a pintar el capitalismo de color verde.

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Toño Benavides es ilustrador y poeta.

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