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De victoria en victoria, hasta la derrota final

Xoán Hermida

La izquierda del siglo XX y de lo que va del siglo XXI no se entendería sin las aportaciones filosóficas y políticas de Karl Marx, incluso la de aquella izquierda que no se identifica en su ámbito cultural.

Desde la mitad del siglo XX la socialdemocracia fue construyendo una opción "laica", capaz de convivir con el capitalismo y con capacidad de gestionar esferas de poder democrático. Por el contrario, las opciones comunistas o postcomunistas —construidas tras la caída del muro de Berlín— lo han hecho desde posiciones más "teológicas" reconociéndose como herederas del marxismo.

Es a Engels, colega, legatario y mejor conocedor del pensamiento de su amigo, a quien se concede la autoría de la frase: “Marx construyó una teoría para gigantes y sus discípulos son unos pigmeos”. Y nada más próximo de la realidad.

Desde la época de Marx la realidad ha cambiado tanto como de forma inversamente proporcional se ha fosilizado el pensamiento de la izquierda.

Si bien es cierto que es tras la caída del muro de Berlín cuando más desnortada parece la izquierda, cometeríamos un error si ligáramos al fracaso del modelo soviético el único elemento que explica la actual situación.

El cuerpo doctrinal del pensamiento de Marx y Engels —que bien podría ser catalogado por la UNESCO como bien inmaterial de la humanidad por su multidimensionalidad en los ámbitos de la filosofía, antropología, sociología, economía y política— tiene dos problemas originales difíciles de resolver.

El primer problema y más importante es de carácter filosófico. La fortaleza de la filosofía marxista está en la dialéctica (hegeliana) y en su carácter empírico, que a la hora de abordar desde un punto de vista materialista es fácil que se encuentre con elementos de difícil encaje. Es el problema que tiene "poner boca abajo" la dialéctica idealista de Hegel.

Marx siempre fue consciente de esta cuestión y aunque su preocupación principal estaba en el análisis social más que en la cuestión del encaje entre dialéctica y materialismo, sabía que esta no era una cuestión menor desde un punto de vista estratégico y que podía provocar con el tiempo la construcción de un pensamiento mecanicista y dogmático. El problema era menor siempre que estuviera en manos de personas con la habilidad de un cirujano social como Marx o Engels, pero se volvería en problema central en manos de personas sin sus habilidades intelectuales. No hay cosa peor que unos seguidores iluminados —cabe recordar aquí la afirmación de que el origen de la Alemania totalitaria de los treinta del siglo pasado está en el conflicto civil entre seguidores de Hegel de izquierdas y de derechas—.

En una entrevista en los años 50 a Georg Lukács a propósito de los problemas del mecanicismo del pensamiento marxista, el pensador húngaro explicaba la importancia de estas contradicciones y el tiempo que le dedicaran sus colegas mostrándose pesimista respecto a la solución de las mismas. Lukács decía entonces: “el más dotado de todos nosotros (Antonio Gramsci) le dedicó gran cantidad de tiempo a resolver esta contradicción y ni tan siquiera él ha sido capaz de dar una solución a la misma”.

Alguien puede pensar que este aspecto filosófico es menor en el declive actual de la izquierda, y aunque es verdad en términos prácticos, no deberíamos despreciar esta cuestión que afecta a cómo se fue forjando el propio cuerpo doctrinal del marxismo contemporáneo; más en momentos de cambios paradigmáticos, epistemológicos y ontológicos como los que vivimos. La mayoría de las personas creen que la filosofía de Karl Marx y Friedrich Engels se denomina "materialismo dialéctico" porque así lo definieron ellos, pero por su pensamiento ilustrado y laico esto sería imposible. En realidad, es el ruso Gueorgui Plejánov, divulgador del marxismo en Rusia, el que acuñó por vez primera esta nefasta denominación.

El segundo problema es de carácter político. Tengo escrito hace tiempo, de forma provocativa, que la izquierda lleva 150 años en crisis. La temporalidad no es aleatoria, la hago coincidir con la aprobación del Programa de Gotha (1875), programa del primer gran partido socialdemócrata, nacido de la fusión de las fuerzas obreras alemanas.

La división en el seno de la izquierda obrera europea se fue acrecentando desde finales del siglo XIX —teniendo su momento más intenso con la aprobación de los créditos de guerra en la primera contienda mundial por parte de los parlamentarios socialdemócratas—, entre radicales y reformistas. Pero en realidad la crítica que Marx y Engels hacen al Programa de Ghota no es por su carácter parlamentarista o reformista, sino por su carácter corporativo —primero concretado en su obrerismo y, posteriormente, en los años treinta del siglo XX, en su nacionalismo—.

La desgracia para la acción de los partidos de izquierda es que el marxismo "triunfara" en un país como Rusia con escasa tradición democrática, poca cultura burguesa y obrera, y una gran influencia de pensamiento anarquista y nihilista, con simpatías por la acción terrorista, y muy condicionado por la concepción doctrinaria del marxismo ruso.

En realidad, tras la revolución soviética la división internacional de la izquierda se concretó en socialdemócratas y comunistas, aunque en realidad coincidían en el mismo paradigma corporativo que criticaba Marx, y que simplemente supusieron la división entre una izquierda liberal y otra totalitaria, pero bebedores de los mismos dogmas.

La división solo sirvió para asentar dos propuestas de izquierda igual de incapaces de dar una alternativa al capitalismo. Una por defecto y otra por exceso

La división solo sirvió para asentar dos propuestas de izquierda igual de incapaces de dar una alternativa al capitalismo. Una por defecto y otra por exceso. La socialdemocracia aventajó a la propuesta comunista en su capacidad de inmersión en la realidad democrática, mientras que la propuesta comunista (o postcomunista) solamente resultó exitosa bajo regímenes autoritarios sustentados en el terror o cuando sus propuestas superaron los límites originales entrando en espacios sociales transversales propios de la socialdemocracia —como el caso del eurocomunismo italiano—, o reformulando espacios de impulso democrático —caso del Frente Amplio Uruguayo o el PT de Brasil en su día, o más recientemente el Podemos originario o el Frente Amplio Chileno—.

En todo caso, la globalización y el capitalismo financiero han vuelto a poner en evidencia la capacidad de renovación de la izquierda y su gusto por enrocarse en los mismos pilares doctrinales.

Sería lógico pensar que si la realidad cambia el pensamiento debe cambiar. Cabría esperar que los seguidores de una teoría que definen como "científica" no construyeran realidades que se dan de bruces contra la física cuántica.  Debería ser razonable pensar que si la evolución siempre es la misma —recomposición, reunificación del espacio, refundación y "nueva" fórmula para, después de un cierto respiro, volver a ser incapaz de presentar una oferta ganadora—, quizás el problema está en el núcleo medular del pensamiento propio de la izquierda, tal como la conocemos desde finales del siglo XIX y que lo que convendría es empezar desde unas bases paradigmáticas nuevas y diferentes, olvidándose para siempre de los que fueron los pilares doctrinales de la misma.

La izquierda, en lo que va de siglo XXI, se ha desprendido de su programa globalizador e internacionalista refugiándose en proyectos locales, en el mejor de los casos resistencialistas. Mientras el populismo de extrema derecha ha levantado la bandera de un nacionalismo antiglobalista, atractivo en sectores excluidos en el proceso de globalización neoliberal.

La izquierda de la primera mitad del siglo XX intentó abordar el chovinismo de las élites de la socialdemocracia construyendo un engendro denominado marxismo-leninismo, y posteriormente, justificando regímenes totalitarios, e incluso genocidios, como errores naturales en los procesos de emancipación social. La izquierda de la primera mitad del siglo XXI parece cometer el mismo error con una nueva huida hacia adelante situándose frente a los valores de la laicidad, la ciencia y la democracia.

Alguien podría pensar: ¿a qué viene a cuento este artículo, cuando hoy lo que toca es hablar de la enésima derrota anunciada de la izquierda en Castilla y León?. Realmente, me da pereza y no sabría qué nuevo aportar a lo que ya escribí cuando las derrotas andaluzas, gallegas o madrileñas.

Frente a los grandes retos que tiene la humanidad por delante, los problemas domésticos de la izquierda española son solo una verruga en un cuerpo gangrenado.

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Xoán Hermida es historiador y doctor en gestión pública. Analista político, director del Foro OBenComún.

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