Tengo un sueño: una economía ecológica

Álvaro Gaertner

El pasado 1 de agosto tuvo lugar una celebración un tanto anómala. En ella no hubo ningún concierto, no se brindó con champán y lo único que se pudo ver a lo largo y ancho del globo fueron las caras de preocupación de las personas concienciadas de este mundo. Ese día celebramos que la humanidad ya había consumido todo el presupuesto ecológico de este año, lo que significa que necesitaríamos tener 1,5 Tierras para poder sostener nuestro consumo de este año. Que vivimos por encima de nuestras posibilidades ecológicas es evidente y se manifiesta de diversas maneras. Por ejemplo, estamos asistiendo a la mayor extinción de especies desde hace 65 millones de años y hemos roto completamente el ciclo del nitrógeno a través del uso masivo de fertilizantes y otros productos, con consecuencias como la eutrofización de nuestros mares y lagos como el Mar Menor. Además, las emisiones de CO2 actuales nos están llevando a un calentamiento de 4ºC de media del Planeta Tierra. Para ejemplificar lo que eso significaría, basta decir que con 4,5ºC menos la zona que hoy ocupa Salzburgo estaba sepultada bajo 600 metros de hielo, y hoy esta zona tiene un clima relativamente suave y apto para la vida humana, por lo que supongo que a ninguna de nosotras le gustaría ver los resultados de una subida de la temperatura media de la misma magnitud. En el año 2011 el IPCC calculó que podíamos emitir hasta 1000 gigatoneladas  de CO2 a partir de ese año y no emitir nada a partir de ese año si queríamos mantenernos por debajo del objetivo de los 2ºC, y hoy quedan solo 730 Gt. Ese objetivo significa que cada habitante del planeta Tierra puede emitir 2,5 toneladas al año durante toda su vida, pero actualmente en los países occidentales emitimos mucho más. Por ejemplo, cada alemán emite de media unas 11 toneladas de CO2 cada año y cada española unas 8 toneladas.

Ante este escenario, surge lógicamente la pregunta de cómo podemos pasar de nuestras emisiones actuales a lo que deberíamos emitir, y ante esta pregunta la mayoría de las economistas tienen una respuesta inequívoca, el crecimiento verde. Esta teoría postula que la actividad económica medida por el PIB puede seguir creciendo siempre y cuando lo haga de manera descarbonizada, fiando la posibilidad de esa descarbonización a la mejora de la tecnología. Sin embargo, el economista Tim Jackson hizo una sencilla comprobación para ver si esto era posible o no. Calculó que, para llegar al objetivo de las cero emisiones en 2050, éstas tenían que disminuir cada año en un 4,9%. Eso significaría que con un crecimiento anual del PIB del 1,5% y un crecimiento anual de la población del 0,7% la tecnología medida en gramos de CO2 emitidos por dólar producido tendría que mejorar un 7,1% anualmente. El problema viene cuando se ve la mejora del factor tecnológico fue sólo de un 0,7% de media anual entre en el periodo estudiado por Tim Jackson previo al 2009. Esto hace que el ejercicio que realizan la mayoría de las economistas de fiar el cumplimiento de los objetivos climáticos a una mejora de la eficiencia de la tecnología 10 veces mayor que la ocurrida históricamente sea una imprudencia equivalente a jugarnos el futuro de la humanidad a la ruleta rusa y nos deja como única respuesta posible la reducción de la escala de la producción mundial.

Esta conclusión nos abre la pregunta de cómo se puede realizar esa bajada del consumo de tal manera que no sólo no perdamos calidad de vida al hacerla sino que la mejoremos y al final podamos tener sociedades más prósperas y felices. Para resolver esta cuestión es necesario primero ver por qué consumimos. Esta pregunta ya la trabajaron en su día economistas como Keynes o Hermann Daly, y la respuesta que encontraron fue que hay dos tipos de necesidades que nos llevan a consumir, las necesidades absolutas y las relativas. Las necesidades absolutas son aquellas cuya satisfacción conlleva una mejora del bienestar de la persona que las satisface independiente de lo que hagan el resto de personas. Ejemplos de este tipo de necesidades serían la alimentación y la hidratación. Este tipo de necesidades siempre tienen un punto de saturación, es decir, un punto en el que si la persona consume más de ese bien no mejorará su bienestar o incluso lo empeorará. Por ejemplo, si una persona tiene sed y se bebe medio litro de agua está saciada. Sin embargo, si se bebe dos litros se sentirá pesada e incómoda, y si se bebe cuatro morirá ahogada. Por otro lado, las necesidades relativas son aquellas cuyo efecto en el bienestar de las personas depende de lo que hagan los demás, es decir, son aquellas que afectan al estatus o posición social de la persona. Un ejemplo de bienes que satisfacen este tipo de necesidades serían los artículos de marca. Estas necesidades tienen dos diferencias con respecto a las anteriores.

Por un lado, son insaciables, porque sólo la persona con más posición social del mundo estaría teóricamente saciada y en realidad tendría que defender su posición aumentando cada vez más su consumo. Por otro lado, su satisfacción constituye un juego de suma cero a nivel social, porque la posición social que ganan unos la tienen que perder necesariamente el resto. Esto significa que la satisfacción de estas necesidades no tienen ningún beneficio a nivel social, pero sin embargo su satisfacción accarrea necesariamente costes, y, por lo tanto, desde un punto de vista estrictamente económico no deberían ser satisfechas. Esta paradoja, según la cual los individuos con más ingresos –y por ello más consumo– de una sociedad son más felices que el resto, pero, sin embargo, las sociedades con un ingreso medio más alto no son más felices de media que aquellas cuyo ingreso medio es más bajo pero que todavía son capaces de satisfacer las necesidades básicas, es lo que se conoce en economía como paradoja de Easterlin.

Una vez ya hemos visto qué tipos de consumo hay, la pregunta es cómo podemos reducir cada uno de ellos. En el caso de las necesidades relativas esta cuestión da lugar al interrogante de qué es lo que hace que objetos como un coche, un smartphone particular o un tipo de zapatilla deportiva incrementen la posición social de sus poseedores. La respuesta a esta pregunta ya la dieron en su día economistas como John Kenneth Galbraith o Hermann Daly, y es que la publicidad es la responsable de otorgar ese valor social a objetos que de otra manera no lo tendrían. De esta manera, la publicidad es capaz de decirte que fumar es algo que sólo hacen las más libres y las más sexys, que si te pones un determinado desodorante tendrás todo el sexo que quieras y que si te compras un determinado coche tu familia será el prototipo de la familia feliz. Frente a esta situación, la solución se encontró ya hace mucho tiempo con el caso del tabaco, donde la prohibición de la publicidad, junto con otras medidas, ha logrado que en muchos casos fumar sea algo rechazado socialmente y que la tasa de fumadores descienda. De esta manera, habría que prohibir la publicidad en los casos de los bienes más nocivos para las personas, como en el caso del tabaco o las apuestas, o para la sociedad, como en el caso de los coches, o como mínimo limitar el espacio dedicado a la publicidad y sus efectos. Además, también hay que tener en cuenta que, tal y como decía Karl Polanyi, lo que buscamos los seres humanos en todas las sociedades no son riquezas o poder per sé, sino que es aquello que nos permite mejorar nuestra posición social. Por eso, para reducir el consumo necesario para satisfacer las necesidades relativas, aparte de evitar que la publicidad sitúe a los bienes materiales como fuente de posición social hay que proponer valores alternativos. De esta forma, donde ahora los héroes de la sociedad son los ricos habría que generar nuevos modelos a seguir, como las personas cultas y con grandes conocimientos, las personas que mejor cuiden de los demás o las personas con la capacidad de hacer y reparar muchas cosas.

En el caso de las necesidades absolutas la solución es más compleja, pero retrotrayéndonos de nuevo a Hermann Daly se puede atisbar una. Él decía que a la hora de consumir lo que buscamos no es el consumo en si sino la obtención de un servicio. De esta manera, movernos x km en coche no incrementa nuestro bienestar, lo que lo incrementa es ir de casa al trabajo o a nuestros lugares de ocio. De esta forma, si a la hora de hacer hacer los planos urbanísticos para las ciudades éstos se hacen de tal modo que la distancia entre las zonas residenciales, las zonas para trabajar, las zonas para comprar y las zonas para el ocio sea baja, se reducirá la necesidad de transporte y con ello el consumo necesario para satisfacer esta necesidad, y todo ello sin reducir el bienestar de las personas. Un ejemplo de este tipo de políticas se puede ver en Vauban, un barrio de la ciudad alemana de Friburgo, que fue planeado de tal forma que las zonas residenciales estuviesen cerca de los lugares de trabajo y de los lugares de ocio. Además, una vez se han reducido las necesidades de transporte, las que quedan se pueden satisfacer de manera ineficiente, es decir, con todo el mundo moviéndose en coches conducidos por una sola persona, o de manera eficiente, con la gente moviéndose predominantemente en transporte público, a pie o en bicicleta. Friburgo y Vauban, además de muchas otras ciudades, vuelven a ser un ejemplo en lo que respecta a este tipo de políticas eficientes, ya que el barrio tiene una excelente conexión en transporte público con el resto de la ciudad, la ciudad tiene un abono de transporte público que permite moverse por un área de 60 por 70 km por un precio de 47 euros mensuales, toda la ciudad tiene una gran red de carriles bici y también tiene el tráfico pacificado. Con estas políticas se ha conseguido que en Vauban sólo haya 80 coches por cada 1000 habitantes, cuando Alemania tiene una media de 572 vehículos por cada 1000 habitantes. El caso del transporte, por tanto, nos indica cómo se puede reducir el consumo destinado a satisfacer necesidades absolutas, primero reduciendo la cantidad del servicio correspondiente –ejm, número de km– indispensable para satisfacer la necesidad, y después proveyendo ese servicio de manera eficiente.

Todas las medidas para reducir el consumo mencionadas en los anteriores párrafos tendrían varias consecuencias, como una reducción de los recursos naturales y el trabajo necesarios para producir todos los bienes que consumimos. Esto último, que algunos podrían ver como una amenaza para la consecución del pleno empleo en la sociedad, es en realidad una gran oportunidad. En primer lugar, tal y como señalan siempre las que apoyan medidas como el trabajo garantizado, actualmente hay mucho trabajo en la sociedad que se debería hacer y no se está haciendo, y, tal y como señalan las economistas feministas, hay una buena parte del trabajo reproductivo y de cuidados que realizan las mujeres sin ningún reconocimiento ni remuneración y del que debería hacerse cargo la sociedad. De esta forma, una parte de la reducción del trabajo necesario para producir los bienes de consumo podría utilizarse para ampliar el Estado del Bienestar, ampliando los permisos de paternidad y maternidad y haciéndoles iguales e intransferibles, haciendo que hubiese escuelas infantiles gratuitas para todos los niños y las niñas y que hubiese un sistema de dependencia y de cuidados digno con trabajadores y trabajadoras bien remunerados que liberase a las mujeres de las tareas de cuidados que actualmente ellas realizan y que debería realizar la sociedad en su conjunto. También podría utilizarse para hacer frente a todas las tareas relacionadas con el medio ambiente que actualmente no se realizan y que deberían realizarse, como el cuidado de los montes para prevenir incendios. Además, la reducción del trabajo remunerado necesario hace que la sociedad pueda permitir a quién así lo quiera dedicarse a tareas socialmente útiles pero normalmente poco remuneradas como el voluntariado, el activismo o el arte, y para ello habría que introducir una renta básica universal que diese a todo el mundo lo necesario para vivir y la oportunidad de dedicarse a lo que quisiesen. Por último, el trabajo restante tendría que ser repartido, de tal manera que nadie que quisiese trabajar de manera remunerada estuviese en el desempleo y que nadie viviese para trabajar en vez de trabajar para vivir. A fin de cuentas, Keynes en su día dijo que en 2030 las personas trabajaríamos 15 horas a la semana gracias a que la mejora de la tecnología nos permitiría satisfacer nuestras necesidades con mucho menos trabajo, y de momento la tecnología ha mejorado mucho pero la jornada laboral en España no se ha reducido nada desde 1919.

Todas estas medidas conllevarían un incremento del bienestar de la sociedad y liberarían una gran cantidad de tiempo, que todas podríamos utilizar en las cosas que realmente nos hacen felices, como estar con la familia y las amigas, poder tener tiempo para las actividades culturales, luchar por nuestros derechos o incluso para convertirnos en prosumidoras –productoras-consumidoras– y producir nuestros propios alimentos u otras cosas que son necesarias para nuestra vida y que nos hacen sentir orgullosas cuando las podemos hacer por nosotras mismas.

En conclusión, el cambio de modelo hacia una economía ecológica no sólo nos permitiría vivir dentro de nuestras posibilidades ecológicas, sino que nos permitiría vivir mejor. Nos permitiría trabajar menos, pero también trabajar todas. Permitiría a las mujeres emanciparse de los trabajos reproductivos y de cuidados que ahora mismo ellas tienen que realizar. Nos permitiría ser libres, libres para decidir a qué queremos dedicar nuestra vida sin tener que preocuparnos de si nuestra elección nos condenará a no tener lo necesario para vivir. Nos permitiría volver a tener el control sobre nuestro tiempo, y poder usarlo para estar con aquellos a quienes más queremos. En definitiva, permitiría que aquello que decía el preámbulo de la Declaración de Independencia de Estados Unidos de que todas las personas tienen derecho a buscar la felicidad no solo fuese cierto, sino que, además, también tengamos oportunidades efectivas de encontrarla. _______________

Álvaro Gaertner Aranda es ingeniero físico y estudia el máster de Economía y Management Sostenible en la Universidad de Oldenburgo (Alemania).

El pasado 1 de agosto tuvo lugar una celebración un tanto anómala. En ella no hubo ningún concierto, no se brindó con champán y lo único que se pudo ver a lo largo y ancho del globo fueron las caras de preocupación de las personas concienciadas de este mundo. Ese día celebramos que la humanidad ya había consumido todo el presupuesto ecológico de este año, lo que significa que necesitaríamos tener 1,5 Tierras para poder sostener nuestro consumo de este año. Que vivimos por encima de nuestras posibilidades ecológicas es evidente y se manifiesta de diversas maneras. Por ejemplo, estamos asistiendo a la mayor extinción de especies desde hace 65 millones de años y hemos roto completamente el ciclo del nitrógeno a través del uso masivo de fertilizantes y otros productos, con consecuencias como la eutrofización de nuestros mares y lagos como el Mar Menor. Además, las emisiones de CO2 actuales nos están llevando a un calentamiento de 4ºC de media del Planeta Tierra. Para ejemplificar lo que eso significaría, basta decir que con 4,5ºC menos la zona que hoy ocupa Salzburgo estaba sepultada bajo 600 metros de hielo, y hoy esta zona tiene un clima relativamente suave y apto para la vida humana, por lo que supongo que a ninguna de nosotras le gustaría ver los resultados de una subida de la temperatura media de la misma magnitud. En el año 2011 el IPCC calculó que podíamos emitir hasta 1000 gigatoneladas  de CO2 a partir de ese año y no emitir nada a partir de ese año si queríamos mantenernos por debajo del objetivo de los 2ºC, y hoy quedan solo 730 Gt. Ese objetivo significa que cada habitante del planeta Tierra puede emitir 2,5 toneladas al año durante toda su vida, pero actualmente en los países occidentales emitimos mucho más. Por ejemplo, cada alemán emite de media unas 11 toneladas de CO2 cada año y cada española unas 8 toneladas.

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