Prepublicación

'El príncipe moderno'

Portada de 'El príncipe moderno'.

Pablo Simón

Haciendo un guiño a Maquiavelo, Pablo Simón, politólogo y profesor en la Universidad Carlos III de Madrid, nos ofrece una aproximación a los principales debates de la política actual: desde la bancarrota de los partidos políticos hasta el dilema a la hora de votar.

La crisis económica ha acelerado el ritmo de los cambios políticos en todo el mundo: mayor imprevisibilidad electoral, regresiones autoritarias, surgimiento de nuevos partidos, dificultades para formar gobierno o aumento de las tensiones territoriales, todas ellas cuestiones a la orden del día. Esta aceleración ha hecho que cada vez haya ganado más espacio en el debate público una figura hasta ahora ignorada: el politólogo.

Este libro, publicado por Debate y que llega a las librerías el 11 de octubre, tiene por objeto reivindicar su papel y presentar modestamente lo que la ciencia política empírica puede aportar a este tiempo de cambios. infoLibre publica el primer capítulo de este ensayo.

_________

El consejero del príncipe

   

En los últimos años la política ha cobrado importancia para muchos ciudadanos. Esto es algo habitual en situaciones de crisis económica; el interés por lo público y el descontento general aumentan cuando la vida de los ciudadanos empeora. Además, tiene bastante sentido que haya sido así. La crisis comenzó en su faceta económica y se llevó por delante a muchos gobiernos, pero dada su profundidad y severidad no tardó en convertirse en una crisis política e institucional en todos los países de Europa. De repente hubo un ciclo de protestas callejeras, el surgimiento de nuevos partidos y una percepción de provisionalidad de todo lo que se había dado por sentado. Durante la última década muchas de las costuras de nuestros sistemas políticos han saltado por los aires y la desorientación se ha hecho evidente.

En paralelo con ese proceso de cambio profundo se han ido colando en el debate público unas figuras que hasta la fecha resultaban desconocidas: los politólogos. Cualquier estudiante de ciencia política sabe lo difícil que siempre ha sido explicar el contenido de esta disciplina. Lo más común era que los familiares cercanos preguntaran al universitario con qué partido iba a comenzar su carrera hacia la presidencia, asumiendo por definición que quería ser político. Sin embargo, ahora se reconoce que la función del politólogo, con permiso de algún nuevo partido español, no es esa, sino más bien la de analizar los fenómenos políticos, con mejor o peor fortuna, emplean do herramientas de las ciencias sociales. Por eso con frecuencia los politólogos vienen pertrechados de datos, encuestas y experiencias comparadas, con saberes de su campo, pero también picoteando de la sociología, de la historia o de la economía. No siempre logran contribuir o ser útiles, pero poco a poco han ido saliendo de sus torres de marfil para intentar arrojar algo de luz a los acelerados cambios que estamos viviendo.

Esta disciplina, sin embargo, es más antigua de lo que parece. Casi se podría rastrear su origen en el momento en que los seres humanos comenzamos a vivir en comunidades sedentarias. Muchos pensadores la han ejercido aun sin saberlo y, pese a que Tucídides, Polibio o Aristóteles la hacen balbucir en el principio de los tiempos, el consenso inequívoco es que el padre de la ciencia política moderna fue Nicolás Maquiavelo. Este florentino renacentista, que vivió a caballo entre los siglos XV y XVI, fue un personaje contradictorio. Era bromista, buen comedor, amante tanto de las letras como de las mujeres, pero, sobre todo, un hombre apasionado por una cosa: la política. (1) Por paradójico que resulte, fue su fracaso en esta materia lo que consagró su figura. Maquiavelo había desempeñado diferentes cargos en la república de Florencia, pero su caída y la llegada al poder de los Médicis le dejaron en el ostracismo a los cuarenta y tres años. Desde entonces toda su obsesión fue, mediante su prosa descarnada y con su sonrisa equívoca, tratar de explicar por qué había caído el régimen republicano de su amada ciudad.

Maquiavelo, de manera muy provocadora, decía en El príncipe: «Siendo mi intención escribir algo útil para quien lo lea, he considerado más apropiado ir directamente a la verdad objetiva de los hechos que a su imaginaria representación». (2) Esta pornográfica declaración de intenciones, que habría de plasmar también en los Discorsi, era la razón de ser de toda su obra: su ánimo era desnudar la naturaleza de lo político. Una manera de pensar que, pese a tener quinientos años, sigue interpelando a cómo se organizan hoy nuestras sociedades. La idea de la racionalidad instrumental (medios orientados a fi la diferencia entre lo real y lo aparente y, sobre todo, su noción de la política como un dominio autónomo permitieron entender algo clave: la política siempre entraña dilemas y el juicio sobre la misma es algo contextual.

Pese a las palabras falsas que siempre se ponen en sus labios (3) y lo poco comprendida que es su figura, la obra de Maquiavelo marcó un antes y un después. Schopenhauer hizo una analogía fabulosa que resume muy bien su pensamiento. A juicio del filósofo alemán, Nicolás Maquiavelo es como un «maestro de esgrima»: nos enseña el arte de la espada, un conocimiento puramente técnico y descarnado del poder. Él no entra en la valoración ética de los fines, «como un maestro de esgrima no presenta una exposición moral contra el asesinato y el golpe mortal». (4) Antes bien, nos enseña las reglas del juego, las analiza fríamente y nos muestra que el juicio sobre la política tiene que ser distinto al de la moral religiosa o humanista. La idea de que en ocasiones en política se debe hacer un «mal» que tiene efectos beneficiosos y de que, a la luz de estas consecuencias, deberá evaluarse.

La vocación de Maquiavelo es, por tanto, descubrir las reglas de funcionamiento del mundo y exponerlas de un modo desapasionado. Un nervio que no solo atraviesa la ciencia política como disciplina, sino que también, como se verá, atravesará este libro. Y, hasta cierto punto, si es útil adquirir tal conocimiento es porque eso sirve para poder obrar como consejeros del príncipe. Es decir, como guías para las acciones de aquellos que gobiernan, con el fin de aconsejar sobre cómo proceder en un mundo de cambiante Fortuna. De ahí, por tanto, que conocer la política «tal cual es» constituya el primer paso, imprescindible, para tratar de cambiar cómo funcionan nuestras sociedades.

Por qué es útil una ciencia de la política

Desde el año 2012, uno de los temas más importantes en España ha sido la corrupción. Numerosos escándalos pusieron en la picota al partido del Gobierno y periódicamente han aparecido nuevos políticos investigados. Esto ha llevado a que con frecuencia los comentaristas se lleven las manos a la cabeza porque la corrupción no parece pasar factura electoral a los implicados; pese a que se suceden las imputaciones, los votantes siguen optando por estos partidos. La explicación más habitual para esto y la favorita del gran público es que los españoles son los «herederos morales» del Lazarillo de Tormes. (5) Dado que la corrupción está socialmente aceptada en España, los ciudadanos serían, en el fondo, igual que sus gobernantes. Unos roban del erario, los otros recurren al trapicheo y a la economía sumergida. Por lo tanto, es natural que no se castigue a los corruptos en las urnas. En el fondo, todo es una cuestión de cultura política, menos crítica en España que la de los virtuosos ciudadanos de otras latitudes. Sin embargo, ¿de verdad podemos ser tan rotundos en el argumento?

En primer lugar, la mayoría de los estudios muestran que el castigo electoral a la corrupción es bastante bajo en la mayor parte de los países. Las elecciones parecen un mecanismo tan imperfecto para echar a los corruptos en España como en Brasil, en Japón o en el Reino Unido, con lo que el argumento cultural empieza a resquebrajarse. Además, tal vez no baste con mirar en qué medida son reelegidos los políticos, sino en qué medida la corrupción podría afectar a otro elemento clave: la propensión a votar. Datos recientes acerca de las elecciones municipales señalan un hecho interesante. Tras un escándalo de corrupción en la ciudad, la tendencia a votar de los partidarios del alcalde y de la oposición no se vio alterada de manera significativa. Sin embargo, los ciudadanos que no se identificaban con ningún partido de manera clara fueron más propensos a abstenerse. Este hecho, al penalizar más a los nuevos partidos o los partidos minoritarios, podría explicar por qué los alcaldes corruptos pudieron seguir en el cargo con mayor facilidad. Su continuidad en el poder solo se vio amenazada ante escándalos graves ampliamente cubiertos por la prensa (6).

Esta cuestión es un ejemplo perfecto sobre el tipo de contribución que puede hacer la ciencia política. Se parte de una premisa o de un argumento sobre un tema relevante, se contrasta empíricamente y, a partir de ahí, se intentan extraer conclusiones generales para confirmar o actualizar esta creencia previa. Si hay un efecto de la cultura en exonerar la corrupción, parece que la española no es diferente a la de otros lugares. De hecho, se ve que las elecciones son un mecanismo imperfecto para castigarla en todo el mundo. Además, está demostrado que las posiciones ideológicas de los votantes tienden a proteger del castigo en las urnas, pero la corrupción sí que afecta al sufragio. En concreto, lo hace mediante la abstención de los ciudadanos menos politizados, un efecto condicionado por el papel que juega los medios de comunicación al tratar el escándalo. Por tanto, he aquí unas aportaciones sobre la corrupción que, como se ve, son modestas, pero permiten desarrollar unos argumentos más exigentes que apelar, de forma general, a la cuestión cultural.

Esta aproximación es la que da valor a la ciencia política, una ciencia social que se interesa esencialmente por los fenómenos políticos —es decir, por todo aquello que implica el uso del poder y de la influencia—. A un científico social, al tratar con seres humanos, no le queda más remedio que buscar la falsabilidad. Es decir, apenas aspira a establecer tendencias generales sobre los fenómenos sociales, un saber provisional e inestable del mundo. Para ello sigue una serie de reglas (validez, fiabilidad, replicabilidad), contrasta hipótesis y recurre a diferentes estrategias, tanto cuantitativas como cualitativas. Esto le hace tener acceso a un conocimiento que siempre es parcial y, además, muy poco contundente. Se ve obligado con frecuencia a actualizar lo que pensaba sobre una gran cantidad de cuestiones. Sin embargo, es la única manera de aproximarse con cierto rigor al conocimiento de las dinámicas sociales, las cuales están en continua transformación.

Las ciencias sociales tienen también límites adicionales generados por sí mismas. La fragmentación del conocimiento, su excesiva compartimentación en disciplinas que no dialogan entre sí, dificulta la elaboración de diagnósticos generalistas. Se corre el riesgo de la hiperespecialización del conocimiento y de su desconexión con lo que ocurre en el mundo. Al mismo tiempo, la propia naturaleza de la producción académica, que en ocasiones tiene tintes casi fordistas (publicar mucho sin mirar qué), dificulta poder profundizar en cuestiones ambiciosas de largo recorrido para nuestras sociedades. Estos no son, ni mucho menos, problemas insalvables, pero ser conscientes de estos límites ayuda a que la entrada en escena de la ciencia política pueda ser más provechosa para el debate público. Eso sí, siempre que los politólogos asuman que la ambición de sus metas no puede paliar lo modesto de sus capacidades.

La ciencia política tiene diferentes ramas. Aunque una parte de ella se dedica al análisis de las instituciones, el comportamiento político o las relaciones internacionales, otra muy importante se centra en los aspectos normativos. Es decir, le preocupan esencialmente la discusión entre el «ser» y el «deber ser» y conceptos como «democracia», «libertad», «tolerancia», «igualdad», «lo justo» o «lo bueno». Esta rama parte de un paradigma totalmente diferente al expuesto antes pero fundamental y llevado por preguntas que van al núcleo mismo de lo político. Un ejemplo puede ilustrar esto de manera sencilla.

Si uno se pregunta: ¿qué es una democracia?, ¿por qué debemos gobernarnos democráticamente?, ninguna de estas dos preguntas puede seguir una pauta científica en su resolución. No podemos contrastar empíricamente si es más justo o no vivir en regímenes de estas características. Sin embargo, sin responderlas, no hay sociedad posible, porque, sin discusión normativa, no existe política. Ahora bien, si en vez de estas preguntas uno se interroga: ¿por qué a veces colapsan las democracias? O ¿por qué hemos llegado a tener «estas» democracias?, de nuevo se gira el foco hacia lo contrastable empíricamente. Por lo tanto, en el fondo hay una relación más estrecha de lo que parece entre lo normativo y lo empírico, ya que cualquier juicio teórico debe anclarse en las posibilidades de lo real. En este libro me centraré bastante más en esto último, pero resulta inevitable que lo primero también aflore.

Ahora bien, antes de desarrollar algunas premisas básicas de este texto se hace inevitable comentar, al menos de manera superficial, la relación entre la academia y el debate público; dos ecosistemas diferentes con sus propias lógicas y tensiones, pero que tienen una relación cada vez más intensa.

Politólogos en la arena: la relación con los medios

Desde hace algo más de un lustro el papel de los profesores de ciencia política ha ido en aumento en la esfera pública. Ya sea en prensa, radio o televisión, los politólogos se han ido incorporando progresivamente como columnistas o como analistas en diferentes programas. Las razones para ello pueden ser diversas, pero de entrada hay explicaciones tanto de oferta como de demanda.

Desde la perspectiva de la oferta, durante la última década se ha ido desarrollando una masa crítica de científicos sociales en España y en Europa, algo que se ha producido en paralelo con la expansión de facultades, universidades y centros de investigación. Esta generación de académicos ha reforzado el papel de unas disciplinas que han ganado peso específico en la comunidad científica. Estos nuevos profesores e investigadores normalmente están en posiciones júnior y precarias. Sin embargo, al ser de edades cercanas, también lo son en sus paradigmas, se leen entre ellos y, con frecuencia, permanecen algo más ajenos a las rencillas universitarias que sus mentores. Al mismo tiempo, ha habido un aumento de los graduados en ciencias sociales, lo que también ha generado cierto mercado para estas temáticas, mientras que mejoraban de manera importante las fuentes de datos e información disponible públicamente, fundamentales para poder hacer análisis con pocos recursos. Todo ello ha facilitado que pueda haber capital humano en las academias que revierta en una divulgación de cierta calidad.

Por el lado de la demanda también ha sido fundamental el creciente interés por los métodos de análisis y de opiniones alternativos entre el público. Esto ha sido así sobre todo desde la llegada de una crisis económica estrechamente vinculada con causas políticas y el surgimiento de nuevos partidos y movimientos sociales. Entretanto, el incremento del interés por la política, por las encuestas, así como el hecho de que cada vez haya más medios de comunicación centrados en estos contenidos (o formas de infotainment (7)), han ayudado a generar un acoplamiento entre la oferta y la demanda de análisis político. La infraestructura tecnológica también ha puesto su granito de arena en ambas dimensiones. Por primera vez ha sido posible puentear a los gatekeepers tradicionales de la opinión, los medios de comunicación, gracias a internet y al uso de blogs temáticos de ciencia política. Tanto es así que los propios medios se han adaptado en sus formatos digitales para generar contenidos cruzados, retroalimentando o alojando a muchos de esos blogs.

Estos hechos han dado a la ciencia política la oportunidad de hacer divulgación como nunca y de ganarse, hasta cierto punto, el derecho a ser escuchada. Sin embargo, la relación entre esta disciplina y la lógica del debate público no está exenta de tensiones.

La primera tensión evidente del académico es con la actualidad. Hay un equilibrio complejo entre generar contenidos que sean exitosos o populares y ser estrictamente riguroso con la credencial que uno posee. El frenético ritmo de los medios empuja al académico a hablar de temas de los que no tiene demasiada idea, a actuar como una especie de «opinólogo cualificado», pero esto no garantiza que necesariamente sea más preciso que un periodista. No obstante, si los politólogos se limitan a hablar solo de aquellos temas en los que tienen expertise, o bien se vuelven repetitivos o bien no llegan al gran público. (8) Quizá el valor del politólogo sea introducir cierto método a la hora de aproximarse a los problemas sociales con los argumentos o los datos disponibles sobre la cuestión. Algo que no lo convierte, ni mucho menos, en la única voz autorizada para hablar del tema, incluso si versa de política. Sin embargo, sí le permite hacer una contribución más o menos rigurosa a las cuestiones debatidas con una perspectiva diferente.

Una segunda tensión se relaciona con lo complicado que resulta el estudio de la política y su ajuste al formato de masas. Los fenómenos nunca son monocausales, por lo que insistir en la complejidad y en los matices suele ser la opción más prudente para hacer una aportación valiosa. Sin embargo, esto choca frontalmente con el ecosistema de las redes sociales y de los medios de comunicación, con frecuencia muy restringidos tanto en formatos como en tiempos. Además, esta limitación suele convivir con una tendencia al pluralismo polarizado, ya que las audiencias de los medios tienden a segmentarse ideológicamente, lo que da pie a un dilema: una simplificación excesiva del asunto llega más fácilmente al público, pero comporta altos costes en cuanto a su rigor. De hecho, lo que más alcance tiene es el cómodo eslogan partidista, pero eso desdibuja totalmente la contribución del politólogo. De ahí que un académico honesto no pueda ser más que una suerte de «cuervo» dedicado a rebajar expectativas a la hora de explicar las cosas, aun a riesgo de que sea la última vez que suene el teléfono.

Una tercera problemática se refiere a los conceptos y el lenguaje. En general, los politólogos tenemos el problema de no saber ni comunicar ni escribir. Aunque existan excepciones, tendemos a ser más confusos que la gente que se dedica a generar opinión de manera profesional (en especial, los periodistas). Al fin y al cabo, no es lo mismo escribir un artículo de investigación que una columna. Sin embargo, además, solemos cometer un error fatídico: hacemos una miración inmediata de los conceptos que usamos en la academia al debate público. Y el problema no solo se origina porque haya tecnicismos o cierta incomprensión cuando, con frecuencia, se abusa de una jerga inútil, sino porque transferimos conceptos como «democracia»,«liberalismo» o «justicia» desde una posición determinada que puede ser la mayoritaria en la academia, pero que está dentro de lo debatible en la esfera pública. Si la política tiene mucho que ver con la concepción de valores, no se puede obviar esta circunstancia.

Finalmente, todos los académicos tenemos nuestras preferencias, ideas, sesgos y manera de enfocar lo que escribimos. En cierta medida esto parece inevitable, porque, incluso aunque se pretenda ser totalmente aséptico, todos estamos entrenados en una determinada tradición epistemológica. Que a algunos académicos les interese investigar unas cosas y no otras hace que este hecho resulte evidente. Sin embargo, esto no tiene por qué ser negativo, siempre que se sea lo bastante honesto como para reconocerlo y embridarlo. Solo se trata de asumir que, cuando entramos en el terreno de los juicios de valor, los politólogos no son más que una voz entre tantas. Nuestra contribución analítica es, sin embargo, la que nos dota de cierto valor ante el gran público.

  Todas estas tensiones se presentan, hasta cierto punto, como inevitables para cualquiera con un mínimo de preocupación por contribuir de manera valiosa en los medios. Quizá no tienen solución y se basan en un continuo ensayo y error. Aun así, ser conscientes de ellas permite participar en la discusión pública de una manera más honesta y profesional.

El intelectual ha muerto, larga vida a la ciencia social

Cuando se habla de política con frecuencia se recurre a la hipérbole. En el debate público es bastante frecuente evitar aproximaciones centradas en los conceptos, en las causas y consecuencias, en las motivaciones o en el estudio concienzudo de los fenómenos humanos. En lugar de hablar de cuestiones concretas y contrastables, suele gustar mucho más despejar la pelota por elevación para ir al campo de los principios, en el que todo el mundo se siente más cómodo desde su respectiva trinchera moral.

Una prenda habitual que acompaña a muchos creadores de opinión es la de una actitud crítica, rotunda y con un aire pesimista im- posible de contentar. Este es el tipo de (presunta) intelectualidad moral que opera con comodidad al recordarnos que existe un orden social superior, un mundo mejor que aquel en el que ahora estamos instalados. Insisten con frecuencia en que ahí fuera existe una verdad revelada que, por descontado, ellos ya conocen y frente a la que el resto no podemos sino sentirnos alienados. Este perfil de intelectual es justamente el tipo que salta de manera habilidosa entre la dicotomía del «ser» y el «deber ser». Es decir, el que subraya lo incompleto e imperfecto de la sociedad presente y que sabe presentarnos de manera precisa cuál es el estado en el que el mundo debería encontrarse.

Sin embargo, no deja de resultar llamativo que estas personas consideren (en su mayoría) estar exentas del todo en cuanto a las responsabilidades que se derivan de llevar sus ideas a la práctica. Dado que bucean en un mundo dentro del cual no existen restricciones, el prístino mundo de los valores morales, de las ideas, de las opiniones, parece desprenderse que sus buenas intenciones y juicios constituyen una excusa para todo. No tienen por qué someterse a un contraste mínimamente documentado. Fiat justitia et pereat mundus. (9)

Se puede ver fácilmente esta idea si analizamos la reciente cruzada contra los «expertos», (10) sean estos lo que fueren, pues el concepto es bastante elástico según quién lo emplee. Véase el regocijo general que causó el fallo de Nate Silver cuando dijo que Donald Trump jamás lograría la nominación presidencial o ser elegido después; o cuando el exministro de Justicia del Reino Unido, hecho sintomático, dijo que su país ya había tenido bastantes expertos. O el mito, persistente también (y repetido en España), del fracaso de las encuestas en el referéndum de salida de la Unión Europea —quienes no acertaron fueron las casas de apuestas y la opinión pública, pues los expertos en comportamiento electoral dudaron durante toda la campaña—; o el revés, este sí indudable, de los sondeos preelectorales en España en 2016, que llevó a algunos a hablar de la mayor sabiduría del hombre de la calle sobre el sociólogo. Algo así como que las encuestas son una suerte de brujería.

Señalo que se vea el regocijo general, porque, afortunadamente, ya sea por su pronóstico o por los hechos constatados, a estos supuestos expertos sí se les pueden pedir cuentas. Dicho de otro modo, existen unos hechos verificables que permiten contrastar la validez de sus análisis, una ventaja fundamental para mejorar la discusión pública. Sin embargo, cuando se critica a los expertos y se dice «que se vayan todos», parece que hay quien propone un modelo en el que la dóxa sea el nervio del debate, en el que las opiniones de rotunda base normativa, que parece que son libres, no deban ser fiscalizadas. El eterno retorno a la hiperinflación moral. Opinar es gratuito y nadie pide cuentas sobre la consistencia interna y externa de cuanto se dice.

El carácter de las ciencias sociales es eminentemente reflexivo. A partir de la descripción del objeto observado se influye en él; se captura lo que es, pero al mismo tiempo se lo decodifica y, en parte, se transforma también la acción política que se ejerce. Por poner un ejemplo sencillo de este extremo, las teorías de Karl Marx pueden ser un análisis del capitalismo, pero tienen su traducción en la acción política. Por eso nadie debe escapar a las implicaciones prácticas que tiene su manera de reflexionar. Muchas veces la moral, como pasa con el cientificismo, (11) es una manera de evadir esa responsabilidad social que debe ser exigida. No obstante, como cada vez tenemos un cuerpo de ciencias sociales más fuerte, se estrecha el margen para que estos enfoques salgan indemnes. Ya no existen excusas por las que la operatividad del «deber ser» no pueda ponerse a prueba.

Es cierto que, más allá del argumento de fondo, existe la pugna por unas sillas limitadas en los medios de comunicación y en los puestos de dirección política. Sin embargo, para conseguir un buen debate es fundamental ligar el mundo del «deber ser» con el del «ser». La ciencia política puede tener algo de valor en este punto siempre que se haga con honestidad. Al fin y al cabo, si los politólogos se dedican solo a dar su opinión o a repetir consignas partidistas, dejan de ejercer como tales. Aquellos que disfrutan de tribunas públicas tienen una importante responsabilidad que asumir, del mismo modo que la ciudadanía ha de demandársela. Resulta lícito operar en el mundo de las ideas y de los valores, pero, si se hace con el ánimo de contribuir a la mejora de la sociedad, parece obligado pensar en las implicaciones que comporta ponerlas en práctica. Y no creo que ninguna voz sobre en este empeño.

Qué esperar de este libro

El príncipe moderno parte de cuatro premisas. La primera es que la política tiene un carácter contingente y por tanto que nace de una serie de factores estructurales, coyunturales, de decisiones individuales y colectivas que obedecen a una correlación de fuerzas determinada. Puede ser que haya quien piense que la política es algo secundario porque se trata de una mera «superestructura» dependiente de fuerzas históricas, Dios, los mercados u otros entes lejanos. En tal caso, este libro difícilmente será de su agrado. Mi premisa de partida supone que la política es autónoma, relevante y con capacidad transforma- dora. Ello no significa, por supuesto, que no existan dilemas y restricciones (algo que se da de manera continua), ni tampoco que no haya diferentes incentivos que empujen a los actores en una u otra dirección. De hecho, así suele ser con frecuencia. Sin embargo, lo importante es que la política podrá ser o no ser, pero se debe esencialmente a sí misma.

Una segunda premisa importante del libro implica asumir que la sociedad presenta un pluralismo irreductible; dicho de otro modo, que la diferencia de pareceres sobre todo lo valioso, justo, bueno o noble es algo consustancial a nuestro carácter como seres humanos. De nuevo, qué disensos resulten relevantes dependerá de la acción política y del contexto histórico y social. En todo caso, no existe algo así como el interés general o nacional o cualquiera de sus derivaciones, por más que se trate de ficciones necesarias y que consigan traducir esa fragmentación en unidad de acción. Lo que nuestros sis- temas políticos buscan son fórmulas para canalizar ese pluralismo y ese desacuerdo, acomodar las preferencias de los ciudadanos y tratar de traducirlo en políticas públicas concretas. Por eso justamente nos organizamos de diferentes maneras, con el objeto de tratar de apostar por determinados proyectos de sociedad.

Una tercera premisa de este libro es que la técnica o el conocimiento de las ciencias sociales no puede, de ninguna manera, reemplazar esa lógica de pugna y acuerdo entre diferentes sensibilidades políticas.Las ciencias sociales pueden servir para establecer regularidades empíricas, leyes tendenciales, escenarios más o menos probables..., pero no son un mecanismo que sirva para sustituir lo político. La tecnocracia se trata, por lo tanto, de una falacia, ya que, como paso previo, hay que escoger entre diferentes proyectos de sociedad. Sin embargo, el conocimiento de las ciencias sociales sí puede ser útil para perfeccionar el encaje entre medios y fines; es decir, para ajustar mejor qué se quiere hacer y cómo, pero asumiendo que el objetivo deberá ser fruto de la discusión política.

Finalmente, en este libro se asumirá con frecuencia que los agentes, tratados en general desde una perspectiva individual, tienen racionalidad en sus acciones. Esto no presupone que busquen su interés egoísta o que miren exclusivamente a corto plazo, ni tampoco que estén orientados solo hacia cómo reaccionan los otros actores e instituciones, pues también miran a menudo hacia dentro, hacia sus propias restricciones organizativas, morales o mentales. Lo que sí implica esta premisa es dejar aparcado de momento el camino de las emociones y de la irracionalidad como motor de la acción, sin negar que importe. Antes bien, este libro asumirá que los actores poseen «una cierta» racionalidad para intentar entenderla.

Estas cuatro premisas operan en paralelo con una idea implícita que emergerá con frecuencia: la política es una actividad muy gratificante, pero ingrata.

Una de las razones por las que esto es así está relacionada con la conocida como «trampa de las expectativas»: la diferencia entre lo que esperan los ciudadanos de sus políticos y lo que estos pueden darles realmente. (12) Los ciudadanos esperamos que los políticos sean líderes con gran cualificación, formación y virtud pública, pero, al mismo tiempo, queremos que sean cercanos a nosotros, que representen a la gente corriente. Pedimos a los políticos que sean líderes que marquen por dónde debe ir el país en el futuro, pero, al mismo tiempo, que estén dispuestos a ajustar su comportamiento a las preferencias de la mayoría de la población. Además, esperamos que nuestros líderes tengan principios sólidos y que jamás renuncien a ellos, pero, al mismo tiempo, que sean pragmáticos y que lleguen a pactos con otros (lo que, por definición, implica que abandonen sus programas de máximos).

  Parece lógico que, ante esta situación, el desencanto político sea moneda corriente. No solo por demérito de los representantes que tenemos, sin duda en muchos casos merecido, sino también por las expectativas que ponernos en ellos. Es más, incluso en ocasiones merecería la pena valorar positivamente cosas que con frecuencia se tachan de enfermedades de nuestro sistema. Por poner un ejemplo, quizá la crítica más recurrente con la que nos topamos sea la del electoralismo de los políticos. Sin embargo, menos mal que es así y que les interesa conseguir votos, porque esto al menos les obliga a estar atentos a las preferencias de los ciudadanos y a cumplir sus pro- gramas electorales. Si los políticos fueran impermeables a la amenaza de perder la confianza de los ciudadanos, quizá nos encontraríamos en un escenario bastante peor.

Mi deseo en este libro es que su carga valorativa se vea acotada en su mínima expresión. Como se decía de Maquiavelo, mejor fijarse antes en la pertinencia de la estocada que en la justicia del duelo. Ciertamente, este texto no cubre todos los aspectos que me gustaría, pero sí una buena parte de los debates y cuestiones más candentes en el debate público. La crisis de los partidos, la brecha de representación, el comportamiento electoral, el uso del referéndum, la crisis de la socialdemocracia y los modelos de bienestar o cómo se gobierna en sistemas parlamentarios y presidenciales son algunos de ellos. Con frecuencia señalaré lo que sabemos y lo que no para intentar dibujar, con modestia, una cartografía de la procelosa política de nuestro tiempo. Un trazado que sabemos dónde empieza pero no dónde termina y que nos invita a un viaje tan apasionante que merece la pena emprenderlo a costa de cualquier riesgo.

 

  1. M.Viroli. La sonrisa de Maquiavelo, Barcelona, Tusquets, 2002.
  2. Maquiavelo, El príncipe, XV, trad. de Antonio Hermosa Andújar, Madrid, Gredos, 2011, p. 51.  
  3. Por ejemplo, Maquiavelo jamás dijo que el fin justifique los medios.
  4. A. Schopenhauer, «Apéndice. Crítica de la Filosofía Kantiana», El mundo como voluntad de representación [1819], 2.ª ed., AKAL, 2009, p. 583.
  5. Ya es mala pata haber heredado la cultura moral de este personaje y no, por ejemplo, la de Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea...
  6. E. Costas-Pérez, A. Solé-Ollé y P. Sorribas-Navarro, «Corruption Scandals, Voter Information, and Accountability», European Journal of Political Economy, 28, 4 (2012), pp. 469-484.
  7. Programas que ligan información con entretenimiento.
  8. Si el debate solo estuviera compuesto por especialistas, los medios tendrían que invertir mucho tiempo en buscarlos, algo que colisiona con la inmediatez de su trabajo. Además, no es solo cuestión de que tenga el conocimiento, sino de que sepa expresarlo, y en eso el académico hiperespecializado no suele ser muy hábil. De ahí que, al final, los medios, debido a un coste de producción, terminen optando por el«malo conocido», el periodista tertuliano habitual, alguien reconocible por la audiencia.
  9. «Que se haga la justicia y allá perezca el mundo.»
  10. Cuando Philip E. Tetlock en El juicio político de los expertos, aborda el estudio de doscientos ochenta y cuatro expertos en política entre 1984 y 2003, apunta que justamente aquellos expertos que más acertaban —y también quienes menos figuraban en los debates— son los menos taxativos e ideologizados, los que elaboraban más los argumentos, los más abiertos a la incertidumbre. Un argumento del libro bastante diferente del que se trasmitió en numerosos medios de comunicación.
  11. La idea de que simplemente con datos es posible ofrecer una solución óptima a cada problema social; la falacia tecnocrática.
  12. S. K. Medvic, In Defense of Politicians.The Expectations Trap and Its Threat to Democracy, Londres, Routledge, 2013.
Más sobre este tema
stats