Análisis

Los riesgos del café (religioso) para todos

Juan José Omella, presidente de la Conferencia Episcopal (segundo por la derecha), junto a tres obispos en el Palau Episcopal de Barcelona, en de febrero de este año.

Analizada aisladamente, la extensión del régimen fiscal de la confesión católica a la Iglesia Ortodoxa, la Unión Budista, la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y los Testigos de Jehová resulta comprensible desde una elemental igualdad de trato. ¿Por qué va a estar exenta del IBI la casa de un cura y no la de un ministro de otra confesión? Así que también estas otras confesiones menores disfrutarán de exenciones –IBI, Sociedades, IAE, Plusvalías– y de desgravaciones para quienes les hagan donativos. La decisión del Gobierno, teniendo en cuenta que no sólo las entidades católicas sino también las islámicas, judías y evangélicas disfrutan de estos beneficios, parece razonable. Las dudas, desde una perspectiva laica, surgen al observar la medida en el contexto de los privilegios de la Iglesia católica. Y, sobre todo, al interrogarnos sobre cómo la persistencia de estos privilegios nos dispone ante el reto de la integración de la pluralidad religiosa en una sociedad rápidamente cambiante.

La legislatura del Gobierno de coalición de izquierdas se acerca a su fin sin avances significativos en la relación Iglesia-Estado. El Ejecutivo puede presumir de haber introducido un aire de modernidad, expresado tanto en las tomas de posesión como en el impecable funeral de Estado por las víctimas del covid-19, y también de haber promovido una agenda legislativa sobre aborto, eutanasia y derechos Lgtbi que desafía la cosmovisión de la cúpula católica. Más aún: el Gobierno puede presumir de no haber añadido nuevos privilegios a la Iglesia sobre los que ya tenía, algo que ningún ejecutivo anterior puede decir. Ahora bien, la expectativas despertadas por la llegada al poder en 2018 de Pedro Sánchez en cuanto a la relación Iglesia-Estado quedan lejos de cumplirse.

El alto clero se ha anotado el aval del Gobierno a la inmensa mayoría de sus inmatriculaciones. La entrada en vigor de la Lomloe no ha supuesto –al margen de la merma del estatus académico de la asignatura de Religión– una rebaja de su privilegiada posición en el ámbito educativo. Ni siquiera se ha puesto fin a los cobros presentados como obligatorios en la concertada, mayoritariamente católica. La Conferencia Episcopal ha seguido incurriendo en prácticas que el Tribunal de Cuentas puso bajo seria sospecha: información superficial y confusa sobre el destino del dinero público recibido; acumulación de un jugoso superávit gracias al mismo; envío de millonarias cantidades a Trece TV.

El Gobierno puede presumir de no haber añadido nuevos privilegios a la Iglesia, algo que ningún ejecutivo anterior puede decir. Ahora bien, la expectativas despertadas por Pedro Sánchez en cuanto a la relación Iglesia-Estado quedan lejos de cumplirse

Tampoco se ha adoptado ninguna medida para que la Iglesia avance hacia la "autofinanciación", su principal y poco detallado compromiso en los acuerdos España-Vaticano, permitiendo a los obispos engrasar a la institución con unos 300 millones al año salidos de los bolsillos de todos los españoles, al margen de sus creencias y marquen o no la famosa casilla. Además, no hay noticia de la Ley de Libertad de Conciencia, recogida en el pacto de gobierno. Y la reforma del delito de ofensa a los sentimientos religiosos, coladero para aspirantes a censores de blasfemos, sigue pendiente. En cuanto a la ley de memoria, ni siquiera menciona a la Iglesia, como si una institución que fue pilar del régimen nacionalcatólico no tuviera una sola obligación o responsabilidad que asumir en la reparación de las víctimas del franquismo.

Había mucho margen para sanear el terreno de las relaciones poder civil-poder religioso sin necesidad de tocar los acuerdos con el Vaticano, hipótesis que nunca resultó verosímil pese a las pretensiones del primer Sánchez. Pero el Gobierno se ha quedado lejos de aprovecharlo. Los ejemplos más claros los encontramos en el terreno fiscal y de financiación pública de la Iglesia. El Gobierno llegó a poner alto el listón, al abrir una "reflexión" sobre el modelo de la casilla de la Iglesia y declarar su pretensión de quitar parte de la exención del IBI a la Iglesia. Finalmente el retroceso de los privilegios fiscales de la Iglesia se limita al fin de las exenciones por el gravamen de Contribuciones Especiales y por el Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras, lo que ha sido presentado por el Gobierno y la Conferencia Episcopal como una "renuncia" de la Iglesia, cuando en realidad llega por la presión de la UE.

Ahí, en la recta final de una legislatura en la que el alto clero ha salvado sus principales privilegios, es donde hay que insertar el anuncio del Gobierno de extender a ortodoxos, budistas, mormones y testigos el régimen fiscal de la Iglesia católica. La medida, según el Gobierno, "corrige los privilegios históricos" de la Iglesia en el terreno fiscal, afirmación discutible cuando mantiene multitud de bienes por los que cobra alquiler sin pagar el IBI. Pero no es esa la única objeción posible. Lo dicho: aisladamente, la medida tiene sentido; pero, puesta en contexto, genera duras. Al asegurar que supone "un importante avance en equidad" que "promueve el ejercicio efectivo del derecho fundamental a la libertad religiosa" y "ahonda en la igualdad y la neutralidad de nuestro Estado aconfesional", el Gobierno desplaza la aspiración de la aconfesionalidad de suprimir todos los tratos de favor a la aspiración de extender algunos de ellos.

Al asegurar que la medida "ahonda en la igualdad y la neutralidad de nuestro Estado aconfesional", el Gobierno desplaza la aspiración de la aconfesionalidad de suprimir todos los tratos de favor a la aspiración de extender algunos de ellos

Por supuesto, aunque se busque igualar por arriba, en este café religioso para todos la Iglesia tiene la taza más grande. ¿Por qué? Porque tiene un ingente patrimonio, en parte registrado gracias al histórico valor notarial de la palabra de los obispos, que hace que cualquier exención sea mucho más beneficiosa para la Iglesia católica que para el resto. Porque tiene su propia casilla en el IRPF. Porque tiene sus curas pagados con dinero público en los hospitales y en el ejército. Porque tiene un destacado papel de prestador subcontratado de servicios propios del Estado. Porque tiene múltiples símbolos en el espacio público, añadidos a espacios de confusión entre la liturgia religiosa y la civil. Porque tiene profesores de Religión elegidos por las diócesis pero pagados por el Estado. Entonces, cabe preguntarse: ¿los futuros avances en "neutralidad", "equidad", "igualdad" y "libertad religiosa" van a producirse por la vía de acercar las otras confesiones a esta posición?

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Si no se acompaña de un programa modernizador de separación Iglesia-Estado, el café religioso para todos, que se presenta como una especie de tercera vía entre laicistas y confesionales, puede a la postre distorsionar la idea de neutralidad, postergando la tarea de desinscrustar a la Iglesia católica del espacio civil y sustituyéndola por la de compensar a las demás confesiones. Con ello no se termina con las desigualdades entre religiones, pero sí se legitima el ventajoso estatus de la Iglesia.

La extensión de exenciones es el caso menos clamoroso de esta fórmula. No hay que olvidar que el Estado ya financia, aunque con cantidades menores, a las confesiones islámica, evangélica y judía. El café religioso para todos no es una idea nueva. Lo que sí es dudoso es que sea la fórmula adecuada para encarar los desafíos por venir y responder a preguntas básicas. ¿Qué es un Estado aconfesional? ¿Aquel que iguala por abajo o por arriba las exenciones fiscales? ¿Aquel sin enseñanza de Religión católica ni ninguna otra en las aulas públicas o aquel con asignaturas de Religión católica, islámica judía y más? ¿Aquel sin casilla de la Iglesia en el IRPF o aquel con cuatro o cinco casillas religiosas? ¿Aquel sin capillas católicas en las universidades públicas o aquel con capillas multiconfesionales, como defendía el programa electoral del PSOE en 2016? No son cuestiones menores. El debate sobre el papel de la religión en la las sociedades modernas, particularmente en su espacio público, está ya vivo e irá ganando peso con cambios sociodemográficos y culturales que hoy apenas vislumbramos, pero sobre los que seguro que estaremos mejor preparados cuanto más claras hayan quedado unas reglas del juego iguales para todos. Si hasta la laica Francia está sufriendo tensiones por debates connotadas por la religión como el del velo, es previsible que cuando en España eclosione con toda su fuerza la cuestión nos pille sin los deberes hechos.

¿Qué es un Estado aconfesional? ¿Aquel sin enseñanza de Religión católica o aquel con asignaturas de Religión católica, islámica judía y más? ¿Aquel sin casilla de la Iglesia en el IRPF o aquel con cuatro o cinco casillas religiosas?

Bien está limar una desigualdad puntual en el trato a las religiones. Pero cuidado con desenfocar la cuestión o perder la perspectiva. El principal límite a la aconfesionalidad no es la desigualdad entre religiones, sino que una de ellas mantiene un estatus privilegiado en simbología, acceso a recursos públicos y posición en el sistema educativo, desde donde agrava el problema de la segregación con sus estrategias de selección de alumnos y desarrolla una continua tarea de irradiación ideológica por debajo del radar. Antes de celebrar como conquistas democráticas los pequeños logros de las pequeñas religiones, procede reflexionar sobre los grandes privilegios de la gran religión, tanto por garantizar la neutralidad del Estado como para equiparlo para las encrucijadas del futuro. De lo contrario, la aspiración ilustrada de aconfesionalidad, de una laicidad de inspiración republicana que garantice la libertad religiosa en igualdad, puede ser sustituida por un multicionfesinoalismo asimétrico.

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