El faro y la herida

El presidente chileno Gabriel Boric en el momento de firmar el decreto, el pasado 4 de julio, por el que convoca el plebiscito del domingo 4 de septiembre para la aprobación de la nueva Carta Magna

Alejandra Costamagna

“Chile a veces es un faro”, dice una amiga mexicana, a quien le ha dado por mirar este país con admiración. Pero no deja pasar dos segundos: “Chile a veces es una herida”, baja la voz al otro lado del teléfono. Y el silencio que sigue trae dictadura, exclusión, exterminio de pueblos originarios, sequía, saqueo, extractivismo depredador, colusión, desarrollo sucio, desigualdad, feminicidio, precarización, maltrato, xenofobia y un etcétera demasiado largo de expresiones demasiado grandes, demasiado feas.

Chile como faro:

“Chile es un Estado social y democrático de derecho. Es plurinacional, intercultural, regional y ecológico. Se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria. Reconoce como valores intrínsecos e irrenunciables la dignidad, la libertad, la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza” (artículo 1).

Chile como herida:

“La desaparición forzada, la tortura y otras penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes, los crímenes de guerra, los crímenes de lesa humanidad, el genocidio y el crimen de agresión son imprescriptibles e inamnistiables” (artículo 24). O: “Ninguna persona que resida en Chile y que cumpla los requisitos establecidos en esta Constitución y las leyes podrá ser desterrada, exiliada, relegada ni sometida a desplazamiento forzado” (artículo 23). O también: “La erradicación de la violencia contra la niñez es de la más alta prioridad para el Estado” (artículo 26).

Herida y faro: “nunca más” y horizonte, trauma y enmienda, grieta y deseo.

La herida y el faro son parte de la propuesta de Constitución Política que entre el 4 de julio de 2021 y el 4 de julio de 2022 escribieron 154 personas elegidas de manera democrática: abogados, sociólogas, profesores, dirigentes indígenas, científicas, escritores, periodistas, odontólogas, ingenieros, actrices, machis, ajedrecistas, contadores, lingüistas, matronas, asistentes de párvulos, estudiantes: 77 mujeres y 77 hombres de las distintas esquinas del país, de entre 21 y 81 años, que en su gran mayoría estudiaron en colegios públicos o subvencionados por el Estado, en un país donde quienes toman decisiones suelen venir de unos pocos colegios privados. El texto, trabajado en la primera Convención Constitucional que ha tenido Chile, será sometido a plebiscito el domingo 4 de septiembre y, de ser aprobado, reemplazará por fin la Constitución de 1980 impuesta por Pinochet, que institucionalizó el modelo que nos rige hasta hoy.

El faro es el país que proyecta el nuevo texto: una sociedad comprometida con los derechos humanos, que recupera el sentido comunitario y se admite diversa y equitativa; que garantiza que las mujeres estarán representadas en igualdad de condiciones con los hombres y ocuparán al menos la mitad de los espacios de toma de decisión; que reduce las desigualdades de grupos excluidos por años y valida los diferentes modos de familia, más allá de los vínculos de sangre; que habla de crisis climática y deja de proyectar la naturaleza como una fuente de recursos apropiables y extraíbles como el botín de unos pocos: que desmonta la batería de expresiones demasiado grandes, demasiado feas para garantizar que en Chile “no hay persona ni grupo privilegiado” (artículo 25).

La herida es el país del que venimos. Una sociedad que en 1989 transitó desde la monstruosidad de la dictadura hacia una democracia que fue alivio y respiro, en la que disminuyó la pobreza y hubo acceso al consumo y también libertad política y promesas de reparación, pero que pronto mostró su atadura de manos y su matriz pactada. Una democracia con ruido de sables primero y desdén o inercia después; con un Estado retraído, instituciones públicas desmanteladas y una idea de progreso económico sin consideraciones medioambientales ni de diversidad cultural. Desde los tempranos 90 se había instalado una retórica del éxito y del consenso. Un país habitado por la “gente”, ya no por el “pueblo”. Ciertas palabras de pronto hacían ruido, sonaban opacas o incluso subversivas. Gana la gente había sido, de hecho, el lema de campaña del presidente Patricio Aylwin para ese Chile en transición que ahora se mostraba frente al mundo con 85 toneladas de hielo antártico transportadas para la Expo de Sevilla de 1992. La proyección del relato que se quería: un país eficiente, económico, sin desvíos. Sin pueblo. Un lenguaje eficiente, económico, sin desvíos. Sin pueblo.

La transición: un faro con el lente sucio, unas heridas camufladas. Una demosgracia, dijo entonces el cronista Pedro Lemebel. Una democracia confinada, dijo más tarde la escritora Diamela Eltit. Una democracia que profundizó la arquitectura neoliberal amparada en la Constitución de 1980 y contribuyó a generar un Chile que se volvió cada vez más dos Chiles: el de las elites y el otro. El audio de Cecilia Morel, esposa de Sebastián Piñera, filtrado en redes sociales al inicio de la revuelta social de 2019 dibuja con exactitud el Chile de las elites y su desconexión: “Es como una invasión extranjera, alienígena”, balbuceaba la primera dama. Y se veía forzada a concluir, tan incrédula como espantada, que “vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.

El nuevo texto constitucional, de ser aprobado el 4 de septiembre, reemplazará por fin a la constitución de 1980 impuesta por Augusto Pinochet

Los demás: los alienígenas. Los demás: esas otras y otros que de pronto se hacían visibles con sus cuerpos verdes intoxicados por arsénico y plomo industrial, con las espaldas curvadas de tanta deuda, con jubilaciones de vergüenza, con una salud y una educación mercantilizadas e inaccesibles, con dobles y triples jornadas laborales, con cárcel para las mujeres que interrumpieran su embarazo aunque estuviera en riesgo su vida, con despojo de tierras indígenas, con el agua secuestrada por grandes agricultores en un país donde este recurso natural está privatizado, con el alza de la tarifa del transporte público que ya no sólo era la gota que rebalsaba el vaso aquel 18 de octubre de 2019, sino la chispa que encendía el fuego de unos malestares demasiado tiempo acumulados. Los demás: las identidades plurales y díscolas, en una tierra que se quería blanquita, pareja, disciplinada y sin conflictos. Los demás: el pueblo.

La palabra pueblo figura 79 veces en la nueva propuesta constitucional. Así en el preámbulo: “Nosotras y nosotros, el pueblo de Chile, conformado por diversas naciones, nos otorgamos libremente esta Constitución, acordada en un proceso participativo, paritario y democrático”. Pero no solo “pueblo”, sino también “pueblos”, en plural. “Chile reconoce la coexistencia de diversos pueblos y naciones en el marco de la unidad del Estado” (artículo 5). O: “Son pueblos y naciones indígenas preexistentes los Mapuche, Aymara, Rapanui, Lickanantay, Quechua, Colla, Diaguita, Chango, Kawésqar, Yagán, Selk’nam y otros que puedan ser reconocidos en la forma que establezca la ley” (artículo 5).

O: “Los pueblos y naciones indígenas y sus integrantes tienen derecho a la identidad e integridad cultural y al reconocimiento y respeto de sus cosmovisiones, formas de vida e instituciones propias. Se prohíbe la asimilación forzada y la destrucción de sus culturas” (artículo 65).

El faro aparece con nitidez en los más de cien artículos de derechos sociales garantizados por el Estado, que estuvieron en las pancartas de las movilizaciones de los últimos años. Derecho, por ejemplo, a tomar decisiones sobre el propio cuerpo y a una maternidad voluntaria, a la identidad, al trabajo decente, a una vivienda digna, a los cuidados y al reconocimiento de las labores domésticas, a la libertad sindical, a la seguridad social, a la salud, a la educación gratuita, a envejecer con dignidad, al agua y al aire (¡al agua y al aire!), al deporte, a la ciudad, a la cultura, a la información, a la muerte digna, a la no discriminación o a la vida libre de violencia de género.

La herida aparece como un compromiso de reparación, que es también un ajuste en el léxico transicional. Se acaba una retórica. El texto nos deja la imagen de un país que se reconoce al fin sin la máscara del hielo para constatar lo que somos y lo que fue negado por escrito durante cuatro décadas.

La amiga mexicana –que en realidad es mucho más experta en faros que en heridas– sale del silencio de las expresiones grandes y feas. Y cuenta que los faros fueron construidos para hacer llegar el mismo mensaje que transmitían los náufragos con el lenguaje del fuego: “aquí hay humanos”. Esa sería la aspiración de estas torres de luz que ayudan a reconocer la ruta, dice. Y yo le digo que aquí mismito, en este país con nombre de ají, hay humanos que aspiran a reconocer la ruta común para relacionarse en armonía y de modo interdependiente con los demás humanos, con la “hermosa morenidad” de la que hablara el poeta mapuche Elicura Chiuailaf o las “locas mujeres” que convocaba Gabriela Mistral, pero también con los otros animales, con los ríos, con los bosques, con la montaña, con el desierto y la pampa, con los ventisqueros, con la tierra, con los minerales, con las toneladas de hielo: con la porción del planeta que habitamos y nos seguirá albergando si no lo destruimos.

Alejandra Costamagna (Santiago de Chile, 1970) es escritora y periodista. Algunos de sus libros recientemente publicados son Imposible salir de la Tierra, Dile que no estoy o El sistema del tacto, finalista del Premio Herralde de Novela 2018.

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