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Un presidente condenado al olvido

Un presidente condenado al olvido

A la entrada del cementerio de Montauban, una pequeña y apacible ciudad del sur de Francia, nada indica que entre sus muros está enterrado un jefe del Estado español. La amabilidad del empleado del camposanto permite encontrar con rapidez la tumba de Manuel Azaña, entre unos Dupont y unos Tavernier, cubierta por una lápida que apenas dice: Manuel Azaña 1880-1940. Al igual que ocurre en la sepultura de Antonio Machado, en el pueblecito de Collioure, suele haber un ramo de flores con los colores de la bandera republicana. Se trata de un tributo de aquellas nuevas generaciones de españoles que intentan reparar la tremenda injusticia de que ambos murieran fuera de su país.

En el caso de Azaña el agravio fue mayor, ya que las autoridades francesas colaboracionistas de los nazis impidieron que la enseña tricolor cubriera el ataúd del que había sido la máxima autoridad del Estado español durante casi tres años. Por ello, Manuel Azaña tuvo que ser enterrado con la bandera de México, un país que ofreció una impagable lección de solidaridad a los republicanos.

Azaña y Alcalá Zamora, arrinconados en un pasillo del Congreso

Azaña y Alcalá Zamora, arrinconados en un pasillo del Congreso

Si nos trasladamos del lugar de su fallecimiento al de su nacimiento, no ha tenido mucha mejor suerte la memoria del que fuera el auténtico símbolo de la II República y uno de los políticos e intelectuales más relevantes de todo el siglo XX español. En Alcalá de Henares apenas una placa en su casa natal, en el centro de la ciudad, y un horrible monumento en una rotonda de las afueras descubren al visitante que, junto a Miguel de Cervantes, la histórica ciudad universitaria también contó entre sus vecinos con otra personalidad ilustre. Ni un museo ni un instituto ni un centro cultural ni una fundación llevan el nombre de un Manuel Azaña que, por si fuera poco con sus méritos, fue hijo de un alcalde liberal de Alcalá de Henares.

Hemos trazado el recorrido de su nacimiento a su muerte para subrayar el olvido al que fue condenado uno de los dirigentes políticos más odiados, antes y ahora por la derecha española, y más ignorados por la izquierda. Si Alcalá de Henares le ha dado en buena medida la espalda a Manuel Azaña, ¿cómo van a recordarlo u homenajearlo más en otras ciudades? Pero lo más grave no se refiere a la indiferencia hacia el líder republicano en los nombres de calles o de escuelas. Lo verdaderamente escandaloso apunta a la práctica ausencia del estudio de la obra política y literaria de Azaña en los programas educativos, en los medios de comunicación, en las bibliotecas, en los debates políticos, en el cine... Cuando bastaría con leer La velada en Benicarló para adentrarse no sólo en la Guerra Civil, sino en el alma de los españoles.

Se cumplen ahora 75 años de la muerte de Manuel Azaña (“Se me romperá el corazón y nadie sabrá nunca cuánto sufrí por la libertad de España”) y la Fundación Largo Caballero y la Universidad de Alcalá intentan vencer ese olvido con una jornada de debate, el 3 de noviembre, y con una exposición. Un esfuerzo admirable en un país que sigue en deuda con una figura que ha sido, junto con Niceto Alcalá Zamora, el único jefe del Estado en 150 años que ha debido su cargo a los votos del pueblo y no a su origen en una borbónica cuna.

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