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¿Vuelve el fascismo?

El presidente ruso Vladimir Putin y su homólogo bielorruso Alexander Lukashenko durante una reunión en el Kremlin en septiembre de 2021.

Xosé Manuel Núñez Seixas

El fascismo nunca se fue del todo después de la derrota de la Alemania nazi en mayo de 1945. Además de su memoria material e inmaterial, miles de fascistas se tornaron de la noche a la mañana en respetables ciudadanos demócratas, fuesen democratacristianos, liberales, conservadores, socialcristianos… o hasta socialdemócratas y comunistas, que de todo hubo, tanto en Europa occidental como oriental. Muchos vivieron la derrota como una catarsis, y se convencieron de que habían servido a falsos ideales. La reconversión era más fácil en los nuevos regímenes comunistas, al menos para los pequeños nazis. Bastaba cambiar unos símbolos por otros, la nación por la clase, la obediencia a un líder por otro o el partido. Así lo opinaron los reeducadores comunistas en la República Democrática Alemana.

Había nostálgicos, más de lo que parecía. En los años cincuenta los partidos neofascistas, continuadores de los postulados de los derrotados, tuvieron presencia significativa en países como Italia o incluso Alemania. Moderaron varios de sus elementos ideológicos. Ahora daban un menor énfasis a la pureza racial, el matonismo paramilitar se convirtió en episódico, el difuso europeísmo del Nuevo Orden se tornó en un nuevo europeísmo etnista y anticomunista, el antiamericanismo y/o el antisionismo fueron sucedáneos del antisemitismo. Desde el MSI italiano al Partido de la Libertad austríaco, en sus filas abundaban los excombatientes, excamisas pardas o negras, los damnificados por las depuraciones de posguerra. Pero jugaban dentro de las reglas de las democracias de posguerra, aunque aspiraban a cambiarlas desde dentro en un sentido autoritario. Sabían que los duces del pasado no volverían, pero esperaban defender parte de su legado. 

Tenían, además, modelos alternativos. Dictaduras tecnocráticas, católicas y alineadas con Occidente, represivas pero no a simple vista, con rendijas para un pluralismo limitado; pero donde la opinión pública estaba controlada, y el poder judicial no era independiente. Era el caso de la España de Franco, del Portugal de Salazar, del peronismo hasta 1955, varias autocracias latinoamericanas o asiáticas, y algunos regímenes africanos. Había precedentes en el propio período de entreguerras: la panoplia de regímenes autoritarios y fascistizados había incluido desde la Grecia de Metaxas a los presidencialismos autoritarios bálticos de Smetonas (Lituania) o Ulmanis (Letonia), pasando por la Austria de Dollfuss. Llegada al poder mediante elecciones más o menos libres, control progresivo del poder legislativo por el ejecutivo, restricción de derechos y pérdida de independencia del poder judicial. Nacionalismo excluyente y retórica anticomunista. Y culto al líder, aunque no todos tuviesen las cualidades carismáticas de Hitler o Mussolini.

Banalización del pasado fascista

Hubo también cambios. Desde los años setenta, la Europa de las etnias y la Europa blanca ya no hablaban en nombre de la raza, sino de una cultura milenaria de raíces cristianas. Las hordas bolcheviques eran ahora sustituidas por los inmigrantes extraeuropeos. La xenofobia se dirigía ahora contra el otro cultural, más por pobre que por diferente; el musulmán sustituía al judío, y la apelación a la nación (Estado) se fundía con apelaciones retóricas a derecha e izquierda. Jean-Marie Le Pen, el antiguo paracaidista francés en la guerra de Argelia, lo resumía a fines de los noventa: políticamente a derecha, socialmente a izquierda, nacionalmente sólo francés. Le dio resultados, aunque pronto se revelaron sus limitaciones: nunca llegaría a conquistar todo el poder por esa vía. Pues a pesar de los problemas sociales generados por la inmigración regular e irregular; a despecho de la conquista del otrora cinturón rojo de grandes ciudades; y pese al desgaste de los grandes partidos que protagonizaron la reconstrucción de posguerra en Europa occidental, los sistemas políticos resistían. El peso de la memoria antifascista era (y por suerte aún es, con altibajos) demasiado fuerte.

Pronto se reveló que de las ruinas del socialismo real emergían monstruos que se suponían muertos, pero que en realidad habían permanecido hibernados

 La caída de los regímenes comunistas y la transformación democrática que conllevó en Europa oriental no supuso el fin de la Historia, el triunfo del mercado libre y de la democracia representativa, como había supuesto Francis Fukuyama. Pronto se reveló que de las ruinas del socialismo real emergían monstruos que se suponían muertos, pero que en realidad habían permanecido hibernados; o tal vez realimentados por los duros peajes sociales de una dolorosa transición de la economía planificada a la economía de mercado, y la falta de cultura cívica y democrática consolidada. La reacción pendular al autoritarismo del bloque soviético y sus supuestas verdades únicas llevó a la banalización de los pasados fascistas y autoritarios de entreguerras, a la reetnificación de la política, a la exclusión de minorías, y al ascenso de líderes autoritarios investidos de cualidades mesiánicas. Una hilera de nombres que llevaría del eslovaco Meciar y del serbio Milosevic al bielorruso Lukashenko o, en fin, al antiguo agente del KGB Vladimir Putin en Rusia. La lista se ampliaba en las repúblicas exsoviéticas del Cáucaso y Asia central. El caldo de cultivo eran populismos xenófobos, la conversión de la nación étnica en refugio frente al derrumbe de certidumbres pasadas e incertidumbres sociales y económicas del futuro cercano, el miedo y los orgullos colectivos heridos. 

Esos temores se transplantaron en parte a Europa occidental. Y a otros lugares. El ascenso geopolítico de China, la India y otras áreas del planeta, la incertidumbre ante la erosión del Estado del Bienestar y las desigualdades y cambios que implica la globalización, así como el desgaste de legitimidad de las élites políticas de los sistemas democráticos, incapaces de frenar procesos globales de redistribución de la renta con los instrumentos de las políticas públicas estatales, son sin duda una precondición. Se ha unido a ello una cara no esperada en su momento de la revolución digital: la facilidad con la que la mentira, la manipulación de la realidad, los discursos alternativos y performativos, y los mensajes de odio se pueden canalizar a través de las redes sociales

Extrema derecha 2.0

Los ingredientes de las recetas del monstruo no son forzosamente nuevos; pero ahora, parafraseando a Steven Forti, son propios de una nueva extrema derecha 2.0 que quiere edificar democracias iliberales, regímenes presidencialistas donde los desfiles nocturnos con antorchas son ahora likes de una cuenta de twitter. Es un monstruo con tentáculos digitales, y con una receta corrosiva a largo plazo: difundir el odio y explotar las frustraciones sociales, dar respuestas sencillas a problemas complejos, culpar al otro (cultural, étnico, religioso) de todos los males; desconfiar de las élites políticas, del Estado, de los intelectuales y científicos, todos esos papanatas que creen en la racionalidad ilustrada como principio supremo. Y creer, en fin, que el nativismo, el nosotros primero en el acceso a los servicios sociales y las contrapartidas del Estado del Bienestar es la solución para afrontar un futuro pleno de incertezas, resucitando un Estado-nación clásico frente a diseños supraestatales que sólo querrían borrar las naciones europeas. Poner puertas al campo de la globalización.

Cuatro años de presidencia de Donald Trump en los Estados Unidos han demostrado que una democracia consolidada (a pesar de sus imperfecciones) puede contener esos peligros gracias a la fortaleza de sus instituciones, pero los efectos duraderos del trumpismo y sus adláteres sobre la cultura política norteamericana también constituyen una seria advertencia. Permítasenos concluir con mirada de historiador que el monstruo ya estaba ahí. Se ha repeinado y se ha hecho digital, pero sus fórmulas ya estaban inventadas; las recetas son ahora más condimentadas.

Y su apetito sigue siendo insaciable.

 

*Xosé Manuel Núñez Seixas es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidade de Santiago de Compostela. Su último libro es 'Guaridas del lobo. Memorias de la Europa eutoritaria, 1945-2020' (Crítica, 2021)

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