Wendy Brown: “Es engañoso hablar de un momento posneoliberal”
Wendy Brown (California, 1955) es una de las pensadoras más influyentes de nuestro tiempo. Su obra, ampliamente traducida al castellano, ha arrojado luz sobre algunos de los dilemas centrales de las últimas décadas: la política de la identidad (Estados del agravio, Lengua de Trapo, 2019), el significado contemporáneo de muros y fronteras (Estados amurallados, soberanías en declive, Herder, 2010), las transformaciones del neoliberalismo (En las ruinas del neoliberalismo, Traficantes de Sueños, 2019) o la crisis de valores que atraviesa nuestro presente (Tiempos nihilistas, Lengua de Trapo, 2023).
Tras una extensa trayectoria en la Universidad de California, Berkeley, ocupa hoy una cátedra en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, un privilegiado retiro intelectual desde el que alterna la escritura con conferencias en distintos puntos del mundo. Su proyecto más reciente aborda la crisis de la democracia liberal —que ella misma ha caracterizado como una «forma históricamente agotada»— y la urgencia de imaginar lo que denomina una «democracia reparadora».
La encuentro en uno de sus desplazamientos semanales entre la calma de Nueva Jersey y el bullicio de Manhattan. Nos citamos en una pequeña cafetería de la Sexta Avenida, regentada por una pareja latina, donde nos sumergimos en una conversación sobre las mutaciones del neoliberalismo, el ascenso de los proyectos reaccionarios y las encrucijadas de la izquierda contemporánea.
CARLOS CORROCHANO.- ¿Qué papel desempeñan hoy las ideas políticas, la teoría política, en nuestro momento histórico?
WENDY BROWN.- Hace diez años probablemente habría dicho que la teoría política siempre está en la periferia de la política: la estudiamos, la interpretamos, inyectamos ideas de vez en cuando, pero opera en otro plano. Sin embargo, en la coyuntura actual, creo que tanto las ideas de la izquierda como de la derecha adquieren una relevancia decisiva, precisamente por el agotamiento que atraviesa la democracia liberal, que ya no puede darse por sentada.
Hoy, tanto la izquierda como la derecha perciben la democracia liberal como un proyecto teórico y político obsoleto, y a partir de esa crisis se despliega un esfuerzo real por imaginar nuevas formas de convivencia, nuevas ideas de justicia, de sostenibilidad ecológica, de libertad o de igualdad, nuevos modos de organizar las relaciones de poder.
En este contexto, la teoría política importa, claro, pero siempre que sea capaz de salir de la rigidez academicista. Y eso no significa renunciar a invocar a Hobbes, Schmitt, Aristóteles, Platón, Marx o Hegel, sino explicar por qué son relevantes hoy y qué podemos aprender de ellos.
Al mismo tiempo, debemos afrontar de manera frontal la crisis de la democracia liberal, dado que gran parte de la teoría política –al menos en Estados Unidos, Reino Unido y buena parte del norte de Europa– sigue demasiado anclada en el marco liberal como único horizonte de pensamiento. El aporte crucial de la teoría política hoy es, pues, reconocer esta crisis, pensar más allá de ella, recuperar la imaginación política.
CC.- Tras la pandemia se ha vuelto común afirmar que vivimos ya en un momento posneoliberal, al menos entendiendo el neoliberalismo únicamente como un conjunto de políticas económicas o como una teoría del Estado. Pero, ¿qué ocurre si lo concebimos también como una forma de subjetividad política? ¿Podemos afirmar que vivimos en un escenario posneoliberal en ese sentido más profundo?
WB.- No lo creo. Más bien pienso que estamos en una nueva iteración del neoliberalismo. Quizás la mejor forma de entenderlo hoy es recordar el ataque que el neoliberalismo lanzó contra la democracia. Su proyecto fue limitar la intervención legislativa en la redistribución de la riqueza y en la justicia social, y redefinir al Estado como mero agente de acumulación de capital y de construcción de mercados. ¿Dónde nos sitúa eso ahora? En Estados Unidos, por ejemplo, tenemos un electorado que eligió a un presidente que participa activamente de ese ataque a la democracia. El valor de la democracia liberal para una parte importante de la población es mínimo, cuando no inexistente, y considero que eso es, en gran medida, un legado y una continuación del neoliberalismo.
En términos de política económica, conviene mirar más allá del caos de la administración Trump y observar hasta qué punto la privatización sigue avanzando. La aspiración de privatizar los últimos vestigios del Estado social –bienestar, seguridad social, jubilaciones– sigue intacta. Lo que antes eran recortes presupuestarios para sustituir funciones públicas por capital privado se ha convertido en algo aún más profundo: hacer del propio Estado una entidad invertible, atractiva para fondos privados que participan en todo, desde infraestructuras hasta sanidad. Ese es, si se quiere, el capítulo final de la privatización neoliberal: la conversión del Estado en un dispositivo de extracción de beneficios.
Al mismo tiempo, si pensamos en la figura de Trump, él encarna al presidente neoliberal perfecto. Para él, todo es un acuerdo económico. Si algo ha significado el neoliberalismo es la conversión de la vida política, social y cultural en vida económica, y él lo representa de forma descarnada. Ninguna de sus políticas puede entenderse fuera de una lógica de transacción, de chantaje económico: desde su manera de presionar a las universidades para obtener fondos, hasta su gestión de Oriente Medio o de Ucrania.
Por eso creo que es engañoso hablar de un “momento posneoliberal”. Lo que vemos no es tanto una superación como una mutación: un neoliberalismo que incorpora expresiones de nacionalismo económico, pero que sigue avanzando en su lógica de mercantilización radical.
CC.- Ha escrito que el trumpismo constituye un “proyecto de remodelación del Estado al servicio del capital” y que, al mismo tiempo, la izquierda carece de una teoría adecuada del Estado. ¿Cómo superar esa situación?
WB.- Si la izquierda se tomara en serio el poder y la visión política, movilizaría al Estado en favor de una economía política transformadora que situara la ecología en el centro. Eso implicaría una economía más justa, claramente redistributiva, que afrontara desde la privatización del parque inmobiliario –que ha vuelto inasequibles las ciudades para amplias capas de la clase media y trabajadora– hasta el problema de la sanidad y de la educación. Hablo de una educación pública de calidad, accesible y universal.
En ese sentido, el programa de Mamdani [Zohran Mandani, aspirante a la alcaldía de Nueva York por el Partido Demócrata] en Nueva York resulta ilustrativo: una mayor disponibilidad y accesibilidad a la vivienda, el transporte público y la educación temprana. A ello habría que sumar una transición ecológica. Son propuestas modestas, pero marcan el horizonte: construir un futuro viable para el planeta y quienes lo habitan.
Llevar esto a escala nacional exige un uso intensivo del poder estatal. No un poder sobre las personas, sino un poder sobre el capital. Se trataría de diseñar con detalle cómo aprovechar y regular el capital para este proyecto transformador. Aquí aparecen los dos grandes desafíos: atraer un capital que no se siente naturalmente inclinado hacia ese horizonte, y mantener al Estado bajo control democrático, evitando su deriva autoritaria, corrupta o tiránica, como ha sucedido en la derecha estadounidense o en experiencias socialistas del pasado.
Estos retos son inevitables; no hay alternativa. Y sin embargo, la izquierda tropieza siempre con su propio centro liberal: los demócratas que pretenden volver al liberalismo con un poco más de regulación, un poco más de redistribución, y la esperanza de que eso baste. Pero ya no es viable. No sirve para enfrentar la magnitud de la crisis ni para generar una economía y una ecología políticas capaces de sostener un futuro.
CC.- Hoy parecen coexistir dos corrientes dominantes en la izquierda sobre cómo caracterizar a la extrema derecha contemporánea. Una sostiene que la extrema derecha ha logrado elaborar horizontes alternativos más persuasivos que los nuestros: una idea más convincente de futuro, de libertad u otros valores. La otra la describe simplemente como una gestión privatizada del colapso. Pienso, por ejemplo, en la noción de un “fascismo sin movimiento ni utopía” de Alberto Toscano, el “fascismo del fin de los tiempos” de Naomi Klein, o incluso en la imagen de Mike Davis del “tumor cerebral de las élites”. ¿En cuál de estas corrientes te sitúas?
WB.- Creo que todas contienen parte de verdad, pero me inclino a pensar que Trump 2.0 encarna un proyecto radical y coherente. Melinda Cooper lo ha descrito con precisión: “extravagancia para el capital, austeridad para la mayoría social”. Pero va más allá: es un proyecto de transformación cultural, social y estatal. Eso está claramente plasmado en el Project 2025. Hablamos de un intento de desmantelar lo que queda de las instituciones democráticas liberales, sustituyéndolas por un Estado autoritario que, a su vez, moldea la cultura y la sociedad. De ahí la centralidad de los ataques a la educación y a las universidades, de los ataques a la cultura y a las artes –instituciones a las que, en realidad, no conceden importancia, pero que buscan apropiarse–, de la militarización de las ciudades gobernadas por el Partido Demócrata con agentes federales. Nada de ello es accesorio: forma parte de un esfuerzo deliberado por producir un nuevo tipo de ciudadano y un nuevo tipo de Estado. Por eso considero erróneo ver el trumpismo sólo como caos o como una deriva nihilista hacia el colapso. Trump mismo es un nihilista en el sentido más crudo: trivializa los valores, los convierte en fungibles, carece de todo compromiso genuino. Pero detrás de él hay estrategas e instituciones –desde Steve Bannon hasta think tanks como el American Enterprise Institute o la Heritage Foundation– que articulan un proyecto consciente. No es únicamente aceleración de la catástrofe o racismo errático: es un intento serio de reorganizar el Estado y la cultura en clave reaccionaria.
CC.- En los últimos años ha desarrollado el concepto de “democracia reparadora”. ¿Cómo la definiría? ¿En qué se diferencia de la democracia liberal?
WB.- Lo que llamo democracia reparadora describe un horizonte político que abarca desde nuevas formulaciones de ciudadanía, igualdad y libertad, hasta la propia concepción del Estado. En su centro está la conciencia de lo que el pensador Andreas Folkers denomina modernidad fósil. Esa modernidad no solo ha dañado el planeta y fragmentado el orden económico y geopolítico, sino que además nos ha dejado un legado permanente de lo que él llama residuos: condiciones irreversibles como el cambio climático o la división estructural entre Norte y Sur globales.
La democracia reparadora se orienta hacia estos desafíos, reconociendo que no hay vuelta a una tabula rasa. Se trata de producir futuros ecológica y democráticamente viables en diálogo con estas dinámicas que la modernidad fósil ha puesto en marcha: desde la alteración del clima hasta los grandes procesos migratorios. Esto exige una concepción distinta de la igualdad –que incluya también a lo no humano– y una noción de libertad que asuma la responsabilidad de nuestras acciones pasadas y nuestra interdependencia recíproca y con la naturaleza.
Frente a la democracia liberal, la democracia reparadora introduce lo que aquella excluyó: la economía política y la ecología política como núcleos de la práctica democrática. El liberalismo, al reducir la democracia a la maximización de la libertad individual y a la protección del capitalismo, ha mostrado sus límites. La democracia reparadora busca desplazar esa tolerancia estructural hacia el descontrol del capital e inscribir en el corazón de la democracia las cuestiones de sostenibilidad ecológica y justicia económica.
CC.- Cuando señala que la democracia liberal es “una idea históricamente agotada”, se entiende también por qué la extrema derecha logra avanzar: porque no duda en desprenderse de ella sin nostalgia.
WB.- Sí, estoy completamente de acuerdo. Una de las razones del éxito de la derecha es que ha dejado atrás la democracia liberal: la perciben como algo del pasado y están preparados para construir una alternativa. Mi sugerencia es que la izquierda debería tener la misma convicción y el mismo valor: aceptar que la democracia liberal está agotada, que forma parte de lo que nos ha conducido a este callejón sin salida, y que necesitamos imaginar otro modelo. Hoy nos encontramos en la paradójica posición de haber pasado de ser los más feroces críticos de la democracia liberal a convertirnos en su última línea de defensa.
CC.- ¿Cómo puede la ‘democracia reparadora’ ofrecer una salida a esta encrucijada?
WB.- Parte de mi argumento es que no debemos renunciar a la democracia, pero sí al liberalismo. Es el liberalismo el que excluyó la ecología política y la economía política de su marco, y eso es lo que debemos abandonar.
CC.- Si antes reflexionábamos sobre la fuerza de las ideas, ahora quisiera preguntarte por la crítica. ¿Qué función puede cumplir en este momento histórico y cómo se distancia tu idea de ‘crítica reparadora’ de la crítica normativa o de la herencia frankfurtiana?
WB.- La tradición crítica en la que me formé –la Escuela de Frankfurt y sus herederos– estaba ligada a una visión progresista de la historia. Pero una crítica reparadora no puede apoyarse ya en esa narrativa. Lo que sostengo es que hemos heredado un mundo dañado que, además, ha puesto en marcha dinámicas que constriñen y condicionan nuestro porvenir. El futuro no está abierto de manera infinita, como imaginaba la teoría crítica clásica. Ese horizonte dependía de la ilusión de combustibles fósiles ilimitados. Hoy tenemos que aprender a vivir en un planeta frágil, marcado por sus límites y por procesos ya en marcha, como el cambio climático, las extinciones masivas y otras secuelas de la modernidad fósil.
La crítica reparadora parte de ese reconocimiento. No elude el daño, la muerte ni la extinción; los asume como condiciones con las que tenemos que pensar. Su tarea es averiguar qué puede construirse ahora y cómo podemos habitar el mundo de otra manera. Sin rendirse a la desesperación ni al fatalismo, pero tampoco refugiándose en utopías mágicas que imaginan que todo es posible. Porque no todo lo es.
CC.- Tengo la impresión de que, en su trabajo más reciente, la crisis climática se ha convertido en un eje decisivo. ¿Cómo ha alterado tu manera de leer el presente y sus transformaciones políticas y sociales?
WB.- Me avergüenza reconocer que tardé demasiado en situar la crisis climática y, en general, la ecología política en el centro de mi trabajo. Hasta hace unos seis años era una humanista que pensaba la teoría política solo en términos humanos, como si los humanos fueran los únicos agentes y actores. Todo cambió cuando empecé a pensar no solo en la crisis climática, sino también en lo no humano y en nuestra interdependencia con ello. Comprender qué ha significado excluir lo no humano de la teoría política, de la democracia, del liberalismo… Ese error histórico transformó por completo mi concepción de lo que la democracia y la economía pueden y deben ser.
CC.- También ha recurrido, al elaborar su idea de ‘democracia reparadora’, a nociones controvertidas en ciertos sectores de la izquierda como lo ‘planetario’ o el Antropoceno.
WB.- Entiendo las críticas, pero sigo considerándolos conceptos útiles. El Antropoceno, por ejemplo, señala el momento en que los seres humanos dejamos de ser solo una especie más y comenzamos a dar forma a la historia planetaria. No se trata únicamente de dañar el planeta con nuestras prácticas, sino de haber pasado a dirigir, literalmente, el curso de la historia natural.
Al mismo tiempo, reconozco que estas nociones pueden oscurecer las profundas desigualdades en torno a quién produce esos efectos. Por eso insisto en mantener la justicia climática en el centro. Pero aunque los impactos se distribuyen de manera desigual, la crisis climática es, en última instancia, una condición planetaria común.
Y, finalmente, diría algo más: aunque la derecha niegue abiertamente la crisis climática, creo que está profundamente arraigada en su inconsciente. Es la fuerza que anima su lógica de acaparamiento, de crueldad, de racismo y de nacionalismo étnico. Es el núcleo de su proyecto.
*Carlos Corrochano es analista de política internacional y ha sido editor de ‘Claves de política global’ (Arpa, 2024).