Maleta de libros

'Un amor', de Sara Mesa

Portada de Un amor, de Sara Mesa.

Sara Mesa

Sara Mesa debía volver a publicar en primavera. Un amor, editada por Anagrama, tenía que llegar a las librerías en el tiempo feliz de las ferias del libro, Sant Jordi, los aprovisionamientos vacacionales. Como en tantas otras cosas, los planes cambiaron. Su nueva novela, que llega dos años después de Cara de panCara de pan, se publicará finalmente el 2 de septiembre. Rimará con la rentrée y con la incertidumbre que invade como la niebla densa cualquier tipo de organización editorial —y cualquier tipo de organización, en general—. Pero llegará. En esta sección, infoLibre publica extractos de algunos de los títulos que se han visto desplazados por la pandemia y que esperar encontrar a sus lectores al final del verano. 

En Un amor se encuentra el lógico aire de familia con Cara de pan o con los relatos de Mala letra: una escritura escueta combinada con una gran empatía por sus personajes, una atmósfera de extrañeza incluso en entornos supuestamente familiares, el interés por los espacios grises de la moralidad. Aquí, todo esto sucede en La Escapa, una pedanía a la que se traslada Nat, joven traductora que huye de su antigua vida. Allí tendrá, quiera o no, que relacionarse con sus nuevos vecinos. ¿En qué consiste ser una forastera? ¿Cuál es el acuerdo por el que una decide acatar o no ciertas normas sociales? ¿Y cuál es el castigo por transgredirlas? ¿Es posible realmente el encuentro con el otro? Quienes conozcan a Sara Mesa, sabe que las respuestas no serán sencillas. 

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Un amor

Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento.

Fuera el silencio no es como esperaba. De hecho, no es silencio. Hay un rumor lejano, como de carretera, aunque la carretera más cercana es comarcal y está a tres kilómetros de distancia. También se oyen grillos, ladridos, el claxon de algún coche, los gritos de un vecino arreando el ganado, ya de recogida.

Era mejor el mar, aunque también más caro. Fuera de su alcance.

¿Y si hubiese aguantado un poco más, ahorrado un poco más?

Prefiere no pensar. Cierra los ojos, se deja caer con lentitud en el sofá, quedándose con medio cuerpo fuera, una postura antinatural que le producirá calambres si no se mueve pronto. Se da cuenta. Se tumba como puede. Se adormila.

Es mejor no pensar, pero los pensamientos llegan y se deslizan a través de ella, entrelazándose. Intenta que salgan a la misma velocidad con la que entran, pero se le acumulan en el interior, un pensamiento sobre otro. Ya ese empeño –esforzarse en que entren y salgan y no se le acumulen– es de por sí un pensamiento demasiado intenso para su cabeza.

Cuando consiga el perro será más fácil.

Cuando organice sus cosas y coloque su mesa y adecente los terrenos que rodean la casa. Cuando riegue –qué seco está todo– y limpie –qué descuidado–. Cuando refresque.

Será mucho mejor cuando refresque.

El casero vive en Petacas, una pequeña población a quince minutos en coche. Se presenta dos horas más tarde de lo que habían convenido. Nat está barriendo el porche cuando oye el motor del jeep. Levanta la cabeza, frunce los ojos. El hombre ha aparcado junto a la entrada, en mitad del camino, y se acerca arrastrando los pies. Hace calor. Son las doce de la mañana y hace ya un calor seco e inclemente.

No se disculpa por el retraso. Sonríe ladeando la cabeza. Tiene los labios finos, los ojos hundidos. Su raído mono de trabajo está salpicado de manchas de grasa. Es difícil calcular su edad. Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza. Se detiene ante ella, coloca las manos en las caderas y mira alrededor.

–¡Así que ya estamos empezando! ¿Qué tal la noche?

–Bien. Más o menos bien. Demasiados mosquitos.

–Tienes un aparato en un cajón de la cómoda. Uno de esos que vale para ahuyentarlos. ¿No lo viste?

–Sí, pero estaba sin líquido.

–Bueno, chica, lo siento. –Abre los brazos, ríe–. ¡Esto es el campo!

Nat no le devuelve la sonrisa. Una gota de sudor le resbala por la sien. Se la limpia con el dorso de la mano y encuentra en ese gesto la fuerza necesaria para atacar.

–La ventana del dormitorio no cierra bien y el grifo de la bañera pierde agua. Por no hablar de lo sucio que está todo. Es mucho peor de lo que recordaba.

La sonrisa del casero se enfría, desaparece poco a poco de su rostro. La mandíbula se le tensa al contestar. Nat intuye que es un hombre iracundo y siente ahora deseos de recular. Con los brazos cruzados sobre el pecho, el hombre argumenta que ella vio perfectamente cómo estaba la casa y que si no se fijó en todos los detalles no es responsabilidad de él, sino suya. Le recuerda que le rebajó el precio dos veces. Le dice, por último, que él mismo se encargará de todas las reparaciones necesarias. Nat no cree que sea una buena idea, pero no le discute. Asiente y se enjuga otra gota de sudor.

–Hace mucho calor.

–¿También vas a echarme a mí la culpa?

El hombre se vuelve, llama al perro que se ha quedado escarbando en la tierra, junto al jeep.

–¿Qué te parece este?

Desde que llegó, el perro no ha levantado la cabeza. Husmea por el suelo con nerviosismo, rastreando como un perro cazador. Es un chucho grisáceo de patas altas, con el hocico largo y el pelo áspero. Está ligeramente empalmado.

–Bueno, ¿te gusta o no?

Nat balbucea.

–No lo sé. ¿Es buen perro?

–Claro que es buen perro. No va a ganar un concurso de belleza, eso ya lo estás viendo, pero a ti te da igual, ¿no? ¿No me dijiste eso, que te daba igual? No tiene bichos ni nada malo. Es joven, está sano. Tampoco come mucho, no tienes ni que preocuparte. Él rebusca por aquí y por allá. Él se apaña.

–De acuerdo –dice Nat.

Entran en la casa, revisan el contrato, firman –ella, con un garabato descuidado; él, ceremoniosamente, apretando con fuerza el bolígrafo sobre el papel–. El casero solo ha traído una copia, que se guarda asegurándole que ya le hará llegar la suya en cuanto pueda. Nat piensa que da igual, es un contrato sin ninguna validez, incluso el precio que aparece recogido no es el real. No vuelve a mencionar el problema de la ventana ni del grifo del baño. Él tampoco. Le tiende la mano teatralmente, achica los ojos al mirarla.

–Mejor llevarse bien que mal –dice.

Cuando se sube al jeep y arranca, el perro no se inmuta. Se queda ante la casa, todavía olfateando arriba y abajo entre la tierra reseca. Nat lo llama, chista y silba, pero él no muestra intención de acercarse.

El casero ni siquiera le ha dicho su nombre. Si es que tiene alguno.

Si tuviera que explicar por qué está allí, le costaría encontrar una respuesta convincente. Por eso, llegado el momento, da evasivas y se limita a hablar de un cambio de aires.

–Todo el mundo pensará que estás loca, ¿no?

La chica de la tienda masca chicle mientras apila la compra sobre el mostrador. Es la única tienda en varios kilómetros a la redonda, un establecimiento sin rótulo donde se amontonan, mezclados, artículos de alimentación y droguería. Comprar allí resulta caro y no hay mucha variedad donde elegir, pero Nat aún se resiste a coger el coche hasta Petacas. Rebusca en la cartera y cuenta los billetes que necesita.

La chica tiene ganas de hablar. Le pregunta a Nat por su vida con desparpajo, incomodándola. Ojalá ella pudiese hacer lo mismo pero al revés, dice. Irse a Cárdenas, donde pasa de todo.

–Vivir aquí es un rollo. ¡Si ni siquiera hay chicos!

Le cuenta que antes iba al instituto de Petacas, pero que lo dejó. No le gusta estudiar, se le dan mal todas las asignaturas. Ahora echa una mano en la tienda. Su madre padece jaquecas crónicas y su padre trabaja en los cultivos, así que viene bien que alguien se encargue. Pero en cuanto cumpla dieciocho años se largará de allí. Puede ser cajera en Cárdenas o cuidar niños. Se lleva bien con los niños. Con los pocos que aparecen por La Escapa, añade sonriendo.

–Este sitio es un rollo –repite.

Es ella quien le habla a Nat de los que viven en las casas y granjas de la zona. Le habla de la familia de gitanos que ocupa un antiguo cortijo en ruinas, justo en la salida a la carretera. Un autobús recoge cada mañana a los niños para llevarlos al colegio; son los únicos niños que viven allí todo el año. También está la pareja de ancianos de la casita amarilla. Ella es una especie de bruja, asegura la chica, es capaz de predecir el futuro y de leer la mente.

–Da mal rollo porque está un poco loca –ríe.

Le habla del hippie de la casa de madera, de uno al que llaman el alemán sin serlo, del bar del Gordo –aunque calificar de bar el almacén donde sirve botellines, reconoce, tal vez sea excesivo–. Hay más gente que va y viene según marca el calendario del campo, jornaleros contratados por quincenas o días sueltos, pero también familias completas que viven la mitad del año en otro lado y que heredaron casas que no logran vender. Pero nunca se ven mujeres solas. No de la edad de Nat, puntualiza.

–Las viejas no cuentan.

Los primeros días, Nat se equivoca y mezcla toda esa información, en parte porque escucha distraída, en parte porque aún desconoce el terreno donde se está moviendo. Los límites de La Escapa son confusos, y si bien hay un núcleo de casitas más o menos compacto –justo donde ella está–, más allá se dispersan otras construcciones, algunas habitadas y otras no. Desde fuera, Nat no distingue si se trata de viviendas o de almacenes, si en ellas hay personas o solamente ganado. Se desorienta por los caminos de tierra y de no ser por la referencia de la tienda, que a veces le resulta más familiar que la casa que ha alquilado y en la que familiar que la casa que ha alquilado y en la que lleva ya durmiendo una semana, se sentiría perdida. La zona ni siquiera es bonita, aunque al atardecer, cuando se difuminan los contornos y la luz se vuelve más dorada, encuentra cierta belleza a la que aferrarse. Nat coge sus bolsas y se despide de la chica, pero antes de salir da la vuelta y le pregunta por el casero. ¿Lo conoce ella? La chica arruga la boca, mueve con lentitud la cabeza hacia los lados. No, no demasiado, dice. Vive en Petacas desde hace mucho tiempo.

–Cuando yo era pequeña sí que me acuerdo de verlo por aquí. Iba siempre rodeado de perros y tenía muy mal genio. Luego se casó, o se juntó con alguien, y se fue. Supongo que su mujer no querría vivir en La Escapa, y lo comprendo. Esto es todavía peor para una tía. Aunque no es que Petacas sea nada del otro mundo. Yo tampoco querría vivir allí ni loca.

Para jugar, le lanza una vieja pelota que encontró entre un montón de leña, pero el perro, en vez de atraparla y devolvérsela, se aparta cojeando. Cuando se agacha a su lado, poniéndose a su altura para no asustarlo, se escabulle con el rabo entre las patas. Debido a este carácter esquivo, empieza a llamarlo Sieso, porque de alguna manera lo tiene que llamar. Pero Sieso, además de arisco, es impenetrable. Ronda por allí, pero es como si no estuviese en absoluto. ¿Por qué tiene que conformarse con él? Hasta el perrillo de la tienda, un mestizo de chihuahua extremadamente nervioso, es mucho más simpático. Todos los que encuentra por los caminos –y hay montones– corren hacia ella si los llama. Muchos buscan comida, sin duda, pero también caricias; son curiosos y entrometidos, necesitan saber quién es la nueva vecina que ha llegado. Sieso ni siquiera parece interesado en comer. Si le echa comida, bien, pero si no se la echa, bien también. En esto no la engañó el casero: su mantenimiento es barato. A ratos, Nat se avergüenza de su sensación de rechazo. Fue ella quien pidió un perro y ahí lo tiene. Ahora no puede –no debe– decir –y ni siquiera pensar– que no lo quiere.

Una mañana se encuentra con el hippie en la tienda. Así es como lo llamó la chica, que los atiende a ambos sin ninguna prisa, fumando un cigarrillo con parsimonia. El hippie es algo mayor que Nat, aunque no debe de sobrepasar los cuarenta. Alto y fuerte, tiene la piel curtida por el sol, las manos gruesas y agrietadas y una mirada decidida pero apacible. Lleva el pelo largo, cortado a trasquilones, y su barba tiende al pelirrojo. Por qué la chica lo llama hippie es algo que Nat tiene que deducir. Quizá por el pelo largo o porque es alguien que, como Nat, viene de la ciudad, un foráneo, algo incomprensible para quien vive en La Escapa desde niña y solo está pensando en huir. Lo cierto es que el hippie lleva allí mucho tiempo. No es por tanto ninguna novedad, como Nat sí lo es ahora para todos. Ella lo mira de costado, sus movimientos secos y seguros, eficientes. Mientras espera su turno, desliza la mano por el lomo de la perra que lo acompaña. Es una labradora castaña, vieja pero de innegable elegancia. La perra mueve el rabo y le coloca el morro en la entrepierna. Los tres ríen.

–Qué pinta de buenaza –dice Nat.

El hippie asiente y le tiende la mano. Luego cambia de opinión, la retira y se acerca para besarla. Un solo beso en la mejilla, lo que ocasiona que Nat se quede con la cara inclinada, esperando el otro beso que no llega. Él le dice su nombre: Píter. Se escribe con i, puntualiza: pe-i-te-e-erre. Al menos a él le gusta escribirlo así, salvo las veces en que se ve obligado a hacerlo de la forma oficial. Cuanto menos escriba uno su nombre verdadero, mejor, bromea. Solo vale para firmar en el banco, esos ladrones.

–Natalia –se presenta ella.

Luego viene la pregunta de rigor: qué hace en La Escapa. Él la ha visto pasar por los caminos y también la vio limpiando los terrenos en torno a la casa. ¿Va a vivir allí? ¿Sola? Nat se inquieta. Preferiría que nadie la mirase cuando trabaja, menos aún si no se está dando cuenta, algo inevitable porque los terrenos de la casa únicamente están delimitados por una fina malla de alambre, sin vegetación que la cubra. Le dice que solo se quedará unos meses.

–También he visto al perro. No lo trajiste tú, ¿verdad?

–¿Cómo lo sabes?

Píter confiesa que conoce bien al animal. Es uno de los muchos que tiene el casero. De hecho, probablemente es el peor. Los recoge de cualquier lado, no los educa, no los vacuna, no los cuida lo más mínimo. Los usa y después los abandona. ¿Ella se lo pidió? Que no le quepa la menor duda de que le ha dado el más inútil de todos. 

Nat se queda pensativa y él le sugiere que lo devuelva. No tiene por qué resignarse si no es lo que quería. Le dice que el casero no es un buen tipo, que ella haría mejor guardando las distancias. A él no le gusta hablar mal de nadie, insiste, pero el casero es otra cuestión. Siempre pensando en cómo engañar a la gente.

–Yo te consigo un perro si quieres.

A Nat la conversación la deja intranquila. Sentada en la puerta de su casa, con un botellín de cerveza más bien templado –el frigorífico tampoco funciona como debiera–, mira dormir a Sieso junto a la valla, tendido bajo el sol. Las moscas se paran en su vientre levemente hinchado, en el que se distinguen mataduras de antiguas heridas. La idea de devolverlo le produce un profundo malestar.

La casa es una construcción chata, de una planta, con las ventanas casi a ras de suelo y una habitación con dos camas de noventa. Nat querría que el casero se llevase una de las camas, que no le va a hacer falta, para poner a cambio un escritorio –le bastaría un simple tablón con unas patas–. Piensa en llamarlo por teléfono, pero lo va dejando día tras día. Cuando lo vea –tarde o temprano tendrá que verlo– se lo pedirá, o se lo insinuará, y hasta entonces seguirá sin escritorio. De momento, tiene que apañarse con la única mesa que hay, arrimándola a una ventana porque, incluso a plena luz del día, el interior de la casa es sombrío y húmedo. La cocina –poco más que un fogón y una encimera– está tan esquinada que, hasta para hacerse un simple café, es preciso encender la luz. En el exterior es distinto. El sol pega de frente desde temprano y trabajar fuera, aunque sea a primera hora de la mañana, la deja exhausta. Trata de trazar surcos en la tierra para plantar pimientos, tomates, zanahorias, lo que sea que crezca bien y rápido. Ha leído cómo hacerlo, incluso ha visto algunos vídeos donde se explica el proceso paso a paso, pero luego, sobre el terreno, es incapaz de llevar nada a la práctica. Tendrá que vencer su vergüenza y preguntar. Tal vez a Píter.

Por las tardes se sienta a traducir una o dos horas. Nunca logra la concentración suficiente. Quizá necesita un periodo de adaptación, se dice, no debería obsesionarse de momento. Para despejarse, camina por los alrededores. Por más que lo llame, Sieso se resiste a acompañarla, así que va sola, escuchando música con sus auriculares. Cuando ve que se está acercando alguien se obliga a aligerar el paso, incluso a trotar un poco. Prefiere pasar desapercibida, no verse en la obligación de presentarse ni de charlar, aunque para ello deba fingir que hace deporte.

En el paisaje castigado por la sequía se diseminan olivos, alcornoques y encinas. Las jaras, pegajosas y humildes, son las únicas flores que salpican la tierra. La monotonía de los campos se rompe únicamente por el contorno de El Glauco, un monte bajo de arbusto y matorral que parece dibujado a carboncillo sobre el cielo desnudo. En El Glauco, dicen, todavía quedan jabalíes y zorros, aunque los cazadores que suben hasta allí solo vuelven con ristras de perdices y conejos atadas a la cintura. Es un monte siniestro, piensa Nat, pero enseguida procura apartar el pensamiento. ¿Por qué siniestro? Glauco es un nombre feo, sin duda; ella deduce que se debe a su color pálido y macilento. La palabra glauco le recuerda un ojo enfermo, con conjuntivitis, o esos ojos propios de los ancianos, vidriosos y enrojecidos, como empañados. Ella misma comprende que se está dejando contaminar por el significado de glaucoma. Casualmente la palabra glauco había aparecido en el libro que intenta traducir, atribuida al personaje principal, el padre temible que en un momento dado suelta una imprecación muy dolorosa para uno de sus hijos, algo que, según el texto, hace clavándole su mirada glauca. Al principio, Nat pensó en una afección de los ojos, pero luego comprendió que una mirada glauca es, simplemente, una mirada vacía, inexpresiva, el tipo de mirada en la que la pupila permanece muerta, casi opaca. ¿Cuál es entonces el sentido correcto? ¿Verde claro, verdeazulado, enfermizo, difuso, errante? En función del que escoja, deberá orientar el resto del párrafo. Optar por una traducción literal, sin entender el auténtico espíritu de la frase, sería como hacer trampas.

A pesar de las caminatas y del trabajo físico, duerme mal por las noches. No se atreve a abrir las ventanas. No es solo por los mosquitos, que la acribillan a pesar de todos los productos que ha comprado. Los primeros días, además, entraron arañas, salamanquesas y hasta una escolopendra que descubrió horrorizada dentro de un zapato. Otra mañana se encontró la cocina plagada de hormigas porque olvidó comida fuera del frigorífico. Durante el día, la asedian las moscas, tanto dentro como fuera de la casa. ¿Hay solución para esto?, se pregunta. ¿O, como diría su casero, así es el campo? Todo se ensucia por más que limpie. Barre y barre, pero el polvo entra por cualquier resquicio y se acumula en los rincones. Si al menos tuviese un ventilador para dormir, piensa, podría cerrar las ventanas y todo sería más cómodo, porque se levantaría descansada y con más energía para limpiar, traducir y trabajar en el huerto –o, más bien, en el proyecto de huerto–. Pero ni se plantea pedírselo al casero.

Decide ir a Petacas a comprarlo. De paso, piensa, podría aprovechar para conseguir algunas herramientas. Un azadón, cubos, una pala, tijeras de podar, una criba y alguna otra cosa, siempre que pueda averiguar los nombres exactos de lo que busca.

Tampoco sabe nada de herramientas.

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Un amor

Sara Mesa

Anagrama

Barcelona

'Kara y Yara en la tormenta de la historia', de Alek Popov

'Kara y Yara en la tormenta de la historia', de Alek Popov

2 de septiembre

17,90 euros

192 páginas

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