Maleta de libros

'Insurrección'

'Insurrección', de José Ovejero.

José Ovejero

A sus 17 años, Ana no vive con sus padres, y tampoco con un familiar, ni en una residencia, ni en un piso de estudiantes. Vive en una casa okupa, a la que se ha trasladado en cuanto se liberó una plaza. En Insurrección, su próxima novela, José Ovejero se sitúa en Lavapiés, la zona de Madrid que funciona como epicentro de los movimientos sociales de la ciudad —con perdón de los barrios periféricos—, y sigue a su protagonista, que se esfuerza por vivir en una comunidad enfrentada al sistema con todas sus implicaciones. infoLibre publica un extracto del título, que estará disponible en librerías el 25 de septiembre gracias a la editorial Galaxia Gutenberg. 

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A media mañana y los ojos aún achinados por el sueño. Bostezar despacio, estirando los brazos todo lo que dan de sí, como para tocar al mismo tiempo dos objetos alejados de ella. Su mano izquierda choca con un bulto. El bulto se mueve y chasquea la lengua.

¿Qué hora es?

Ana no responde. Se sienta en el colchón, aún sin volverse hacia la izquierda. Han dormido con los colchones muy juntos, conversando, como siempre con la luz apagada, hasta que Alfon, siempre era él el primero, se quedó callado y comenzó a roncar de forma casi inaudible, como si el aire tuviera que atravesar una delgada capa de líquido al entrar en su garganta.

Echa hacia atrás el edredón. No recuerda haberse quitado las bragas. En general, era la única prenda con la que dormía.

Le ha bajado la regla. Una manchita oscura que apenas se distingue en la sábana no muy limpia. Vino, café, sangre, otros líquidos. Alfon se remueve dejando escapar un olor de animal encerrado, pero no tan punzante. Dúchate, le había dicho el día anterior, dúchate alguna vez. La higiene es un invento de la burguesía, una manera de distinguirse de los obreros, que olían a sudor, respondió él; no oler a sudor significaría renegar del trabajo manual.

No le recordó lo lejos que estaba él del trabajo manual ni le discutió su teoría. Nunca lo hacía porque eso significaba horas de tira y afloja. Él no soltaba la presa, argumentaba hasta que el otro se rendía y le daba la razón. Alfon solía decir que era un hombre sin necesidades, estaba satisfecho con lo que tenía: un jergón, un cuarto, un escritorio y su silla, una máquina de escribir Olivetti Studio 46 con funda, que nunca se olvidaba de cerrar. Pero necesitaba tener razón, a todas horas, desde que abría los ojos por la mañana.

Busca en derredor las bragas pero renuncia enseguida y se va al baño. La puerta chirría y Ana se detiene un momento esperando la protesta, que no llega.

Por suerte no les habían cortado el agua. Cada día esperaba encontrarse con que les habían cerrado el suministro, aunque no habría estado mal tener además agua caliente. El gas sí se lo quitaron el mes anterior, pero esa preocupación puede dejarla para el invierno y quién sabe si entonces aún estarán ahí. Antes de entrar en la ducha se agacha debajo del lavabo. Mete la uña en la ranura entre dos azulejos, donde se junta el borde inferior del lavabo con la pared. Retira un azulejo y palpa en el hueco. Probablemente es un escondite idiota, pero no había encontrado uno mejor. Cuenta los billetes sin sacarlos: cuatro de cien. Está bien. O no, no está bien, pero es todo lo que tiene. No le va a quedar más remedio que trabajar otra vez los fines de semana en el mercado del barrio, que se vuelve zona de tapeo los sábados y los domingos; ya lo había hecho de forma esporádica antes de mudarse a El Agujero. Devuelve el azulejo suelto a su lugar.

El agua fría cayendo sobre su coronilla. Un chorro único porque algún imbécil o algún colgado ha robado la alcachofa. Deja correr un rato el agua, que resbala por su cabeza y enseguida le cubre la cara, casi entrándole en la nariz. Es como sumergirse.

Sumergirse. En el pantano, meses atrás. No, semanas sólo, aunque parezcan meses, porque ocurrían tantas cosas en cada hora que el tiempo se había ido hinchando, expandiéndose, y los acontecimientos se alejaban unos de otros de forma desproporcionada a cada minuto que pasaba. Nerea, una chica que había dejado El Agujero dos semanas antes (Ana visitaba la casa desde hacía mucho, pero sólo pudo quedarse a vivir ocupando el puesto de Nerea), iba por la noche al garaje de sus padres, sacaba el coche, hacía una excursión con él y lo volvía a dejar por la mañana en su sitio, antes de que se levantase el padre para ir a trabajar.

Se aproximaron a la casa como ladrones, Nerea y sus amigos, casi de puntillas. Sacaron el coche del garaje conteniendo la risa. Llegaron al pantano de madrugada; una mancha negra y plana entre el gris ondulado de las orillas. No había viento, recuerda perfectamente que no había nada de viento por lo que se tenía una impresión extraña, de adentrarse en un holograma o en un espacio de realidad virtual. Se desnudó nada más llegar a la orilla y tomó dos piedras; no lo había hecho nunca, fue una ocurrencia del momento, tomar dos piedras y entrar con ellas en el pantano, muy despacio, casi sin producir ondas en la superficie. Luego nadó sólo con los pies hasta que supuso que ya había suficiente profundidad. Inspiró hondo, se quedó inmóvil y comenzó a hundirse despacio. Fue como morir, como imaginaba ella que sería morir. La frialdad del agua contra su cara y su cráneo; ingresar en una dimensión sin recuerdos ni deseos. Dejarse llevar así hasta el fondo. Aguantar, abrir los ojos a lo negro. Y entonces soltar las piedras y bracear despacio hacia arriba, asomar la cabeza tomando una bocanada de aire también frío, reír, reír tan contenta a carcajadas y sentir cómo la risa rebota sobre la superficie, risas guijarros, y palmear provocando ondas y minúsculos maremotos. Qué buena está, dijo al salir, ¿hacemos una hoguera?

Cierra el grifo y sólo entonces se da cuenta de que se le ha olvidado coger una toalla. Hay una colgada pero no sabe de quién es. Sacude el agua del pelo y se vuelve al colchón.

¿Sabes lo que me sucedió ayer?, pregunta.

Él se ha sentado y se rasca la barba, pensativo, quizá aún medio dormido. Se vuelve hacia ella pero no hace ningún comentario sobre su cuerpo empapado y desnudo ni sobre la mancha de humedad que va apareciendo en la almohada.

¿Ayer?

Fui a sacar dinero del cajero.

¿Todavía tienes dinero? Perra capitalista. ¿Cuánto?

Aunque habla en broma, hay un no sé qué de codicia en su expresión, una curiosidad disimulada. O a lo mejor Ana es demasiado dura con él, demasiado desconfiada.

Nada. Ayer vacié la cuenta. Calderilla. Pero bueno, que estaba en el cajero. Había un señor delante de mí. Y yo me quedé esperando. Por cierto, el yonqui que vive en la entrada del banco no estaba. Su perro sí. Sentado, como si esperase, quiero decir, con las orejas enhiestas.

Enhiestas, qué bien hablas, coño. Pero seguro que ni sabes dónde lleva la hache.

Y bueno, que yo esperaba y miraba esas cosas, y el hombre, un tío mayor, un abuelo o así, no conseguía sacar dinero. No funciona, me dice cuando ya se iba, y entonces me doy cuenta de que lo que tiene en la mano no es la tarjeta del banco, sino el DNI. Es que está metiendo el DNI, le digo, y sonrío como para quitarle importancia, pero él se pone muy colorado y masculla, qué despiste, vaya despiste que llevo, y está tan nervioso, o avergonzado, no sé, que en lugar de meter la tarjeta buena se va sin su dinero. Luego pensé que no debería haberle dicho nada, que si quería ayudarle no tendría que haberle advertido de que estaba intentando sacar pasta con el puto DNI.

¿Eso es una parábola? ¿Algo sobre lo que tengo que meditar?

Lo que tienes que hacer es ducharte, o al menos cepillarte los dientes, de verdad. Aunque sea pequeñoburgués.

Bueno, ¿vas haciendo el café mientras me cepillo los dientes?

No. El café te lo haces tú.

La emancipación femenina es un error histórico. Alfon se vuelve a tumbar. Un error de consecuencias trágicas. A mí me habría gustado tener un harén.

Pero si no se te levanta. Quiero decir...

Dices bien. No se me levanta. El otro día, leyendo el periódico, descubrí que no soy impotente, sino asexual, no sé si entiendes la diferencia. No es que quiera y no pueda, es que no quiero. Reconóceme que es mucho más digno.

Pues tú me dirás para qué quieres un harén.

No es por el sexo. Está la ternura, el afecto, los cuidados.

Que te cuiden a ti, no tú a ellas.

Siempre me entiendes a la primera. Por cierto, eres la primera pelirroja con la que me acuesto. Aunque pelirroja del todo no eres. Color cobre o algo así.

Cállate y cepíllate los dientes, por favor. En serio, es que es una pasada.

Vale. Ya voy. ¿Nos haces un café?

Alfon se incorpora, sale despacio del dormitorio sujetando por la cintura el pantalón del pijama, al que se le ha roto la goma. Ana también se levanta, saca unas bragas del cajón, un tampón, y se lo pone, asegurándose con vistazos rápidos de que Alfon aún no regresa del baño. No es que tenga nada que temer de él; al contrario, si pueden compartir cuarto y juntar los colchones, y a veces estar tumbados muy cerca uno del otro aunque ella no lleve ropa, es precisamente porque no hay nada que temer. Y sin embargo no se sentiría cómoda si él la viera poniéndose un tampón.

La cafetera todavía tiene café del día anterior. Ana lo sirve en dos tazas, una desportillada; la otra dice buenos días cuando la levantas. Es la taza de Alfon, que sonríe al ver que Ana sí está poniendo el café.

¿Hay azúcar?

Ana niega con la cabeza.

¿Leche?

Ana ni contesta.

Seguro que se la han bebido esos dos que durmieron aquí anoche. Unos yonquis muy simpáticos. Muy educados. Pero se han acabado la leche.

Hace siglos que no tenemos leche, Alfon.

Ah, ¿no? Pues habrá que comprar.

Habrá.

Yo aporto mi conocimiento. Contribuyo a tu formación como ser humano. Con eso debería bastar. Por cierto, se me ha olvidado qué estudiabas. ¿Me lo has dicho?

Cómo que qué estudiaba.

En la universidad.

Tengo diecisiete años, tío.

Es verdad, como eres tan seria siempre se me olvida tu edad. Podrías ser mi hermana mayor.

Cualquier mujer podría ser tu hermana mayor.

Él sonríe, lo repite en voz alta, cualquier mujer podría ser mi hermana mayor, e inicia una carcajada que trunca enseguida. Sacude la cabeza. Mientras remueve el café innecesariamente no se le va esa sonrisa tonta de los labios.

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InsurrecciónJosé OvejeroGalaxia Gutenberg25 de septiembre de 201919,90 eurosInsurrección

La editorial

'Entre sombras y sueños'

'Entre sombras y sueños'

La historia de Galaxia Gutenberg, vista la evolución habitual del mercado editorial español, es un mundo al revés. El sello es hoy independiente, libre de lazos con ningún gran grupo, pero no siempre fue así. Nacido en 1994 dentro de Bertelsmann, propietario en un inicio de Círculo de Lectores, abandonó el barco en 2010, cuando Planeta se hizo con el 50% de la compañía matriz. Entonces, su responsable literario y hoy director editorial, Joan Tarrida, adquirió el sello junto a un grupo de accionistas para preservarlo fuera de Círculo de Lectores. Parece haber sido una buena decisión: hoy Galaxia Gutenberg publica unas 60 novedades al año, entre narrativa, ensayo y poesía, y funciona de manera autónoma. Tarrida lo vio venir: en 2014, Planeta compró la otra mitad de Círculo de Lectores. 

Algunos de los títulos publicados por la editorial en el último año permiten hacerse una idea de su catálogo: clásicos como Walt Whitman o un nuevo tomo de las obras completas de María Zambranoobra faraónica a la que da cobijo Galaxia—; autores contemporáneos como Antonio Soler, Chantal Maillard, Edurne Portela o Iban Zaldua; clásicos europeos como Vasili Grossman; descubrimientos internacionales como Pat Barker; ensayos de pensadores como Santos Juliá o Carlos Sebastián; investigaciones históricas... Galaxia Gutenberg echa cuentas, orgullosa, en su web: más de 350 autores, 7 Premios Nobel, 12 Cervantes, 16 Premios Príncipe/Princesa de Asturias. Para elegir. 

 

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