'Náufragos del imperio'

Pilar Bonet

"En nuestro continente dos países eslavos vecinos luchan entre sí; uno por establecer una identidad idealizada y el otro por forjar su identidad del futuro". Así define Pilar Bonet, una de las mayores expertas de las últimas décadas en los territorios soviéticos y postsoviéticos, por su larga experiencia como corresponsal y analista, la guerra provocada por la invasión rusa de Ucrania.

Sin constituir un manual de historia ni un ensayo sobre geopolítica, estas páginas arrojan luz sobre las raíces del conflicto. A partir de sus apuntes sobre el terreno, sus diarios y sus reflexiones, conversaciones y entrevistas, la autora construye un relato caleidoscópico cuyos protagonistas no son siempre personalidades de primera fila, sino también gentes anónimas que mucho tienen que ver sobre lo que está ocurriendo.

Corresponsal en Moscú durante 34 años, Pilar Bonet ha sido recientemente galardonada con el premio Francisco Cerecedo de periodismo por "el rigor de sus informaciones, su capacidad de cubrir un territorio inmenso lleno de complejidades y su voluntad de comprender lo que les sucedía a sus habitantes cuando padecían distintos cataclismos". "Su trabajo ha sido una gran ayuda para entender la guerra desencadenada por Vladimir Putin en Ucrania", remarcó el jurado.

infoLibre adelanta un extracto de Náufragos del imperio, que llegará a las librerías el próximo 6 de septiembre de la mano de la editorial Galaxia Gutenberg.

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La invasión rusa de Ucrania en 2022 es la culminación de un proceso que comenzó en las elecciones presidenciales ucranianas del otoño de 2004, en las que se presentaba una clara disyuntiva entre dos orientaciones geoestratégicas. Los favoritos eran Víktor Yanukóvich, primer ministro desde 2002, y Víktor Yúshenko, su antecesor en este cargo. El primero había sido gobernador de la provincia de Donetsk y el segundo, presidente del Banco Nacional de Ucrania.

Las regiones occidentales del país y también las élites europeas y de Estados Unidos preferían a Yúshenko, que era el defensor de un proyecto de integración euroatlántica. Yanukóvich, en cambio, era más receptivo a los proyectos integradores euroasiáticos liderados por Rusia, el principal cliente de la industria metalúrgica y de construcción de maquinaria del Donbás, su región natal.

Aquel otoño, Occidente seguía mostrándose distanciado del presidente ucraniano, Leonid Kuchma (en el cargo desde 1994), debido a los escándalos que habían salpicado su gestión desde 2000, especialmente la misteriosa desaparición del periodista Gueorgui Gongadze.

Ucrania participó inicialmente en el proceso destinado a formar el Espacio Económico Único (EEU), la idea promovida por Vladímir Putin para integrar a los Estados postsoviéticos en un modelo que se inspiraba en la Unión Europea (UE). Pero Kiev mantuvo reservas sobre aquel proyecto que vinculaba a Rusia, Bielorrusia y Kazajistán, pues su aspiración era una zona de libre comercio y no la unión aduanera que perseguían los otros tres países.

En Yalta, en septiembre de 2003, el presidente de Ucrania y sus otros tres colegas aprobaron el concepto para la formación del EEU y el 20 de abril de 2004 la Rada Suprema (Parlamento unicameral ucraniano) ratificó aquel documento (con el voto en contra de la oposición), pero le añadió una cláusula según la cual Kiev solo participaba en el desarrollo del EEU en el marco que le permitía su Constitución. Rusia no aceptaba formar una zona de libre comercio, alegando que esta tendría efectos muy negativos sobre su propia economía debido a las previsibles reexportaciones vía Ucrania (procedentes de terceros países hacia Rusia y desde Rusia a terceros países). Kuchma no quería poner en peligro sus perspectivas de acercamiento e integración en la UE, sino obtener ventajas de ambas partes.

Ucrania ya no fue más lejos en el proyecto integrador ruso, aunque tuvo el estatus de observador en la Comunidad Económica Euroasiática, la entidad que desarrollaba los planes agrupadores de Moscú. Ucrania se incorporó mucho más deprisa que Rusia a la Organización Mundial del Comercio (OMC), pues gracias a sus concesiones y desarme arancelario pudo ingresar en aquella organización en 2008, mientras Rusia, que peleó por unas condiciones más proteccionistas, lo hizo en 2012.

La primera vuelta electoral se celebraba el 31 de octubre. Poco antes, Putin viajó a Kiev, oficialmente para conmemorar el 60 aniversario de la liberación del nazismo, y allí desplegó su capacidad de seducción. Ucrania era un «país europeo con un sistema legal desarrollado» al que no había nada que enseñar puesto que «ella puede enseñar a otros», dijo en una entrevista para tres canales de la televisión ucraniana.

En directo ante las cámaras, Putin insistió en que Ucrania saldría muy beneficiada de la integración euroasiática. «Rusia y Ucrania son sobre todo países europeos, aunque el territorio de Rusia llegue hasta el océano Pacífico», afirmó. Y son europeos «por su cultura, por la mentalidad de la población y por su modo de vida». «La cultura eslava es una parte sustancial de la cultura europea, y debemos ser también parte de la economía y la defensa», sentenció el mandatario. En una deferencia hacia sus interlocutores, Putin recitó en ucraniano unos versos de Tarás Shevchenko, el poeta decimonónico considerado el fundador de la literatura ucraniana moderna, y contó que había esquiado en los Cárpatos durante su luna de miel. 

Putin apelaba a los sentimientos de sus vecinos un año después del conflicto en torno a Tuzla, una isla ucraniana situada en el estrecho de Kerch. En septiembre de 2003, desde su litoral en la península de Tamán, Rusia comenzó a construir un dique en dirección a la isla, una superficie arenosa de aproximadamente 3,5 kilómetros cuadrados donde se alzaban varias viviendas de pescadores, un par de residencias de veraneo y algunos almacenes portuarios. Tuzla era importante por su emplazamiento, desde donde se controlaba la entrada en el mar de Azov.

Cuando Rusia acometió las obras del dique, las autoridades ucranianas se alarmaron. ¿Acaso quería Moscú ocupar Tuzla? El Kremlin escurría el bulto y responsabilizaba de la construcción a las autoridades del krái de Krasnodar. Estas, a su vez, se la transferían a las asociaciones de cosacos locales, y mientras tanto las obras avanzaban.

Ucrania envió un destacamento de guardas fronterizos a la isla y, durante más de un mes, las relaciones entre Moscú y Kiev fueron tan tensas que el jefe de la Administración Presidencial rusa, Aleksandr Voloshin, llegó a amenazar con lanzar una bomba. «Rusia nunca dejará el estrecho de Kerch a Ucrania. Ya basta con que Crimea sea hoy ucraniana y que apenas hemos podido tranquilizar a la gente sobre ello. Ya basta de burlarse de nosotros. Si es necesario, haremos todo lo posible y lo imposible para defender nuestra posición. Si es necesario, lanzaremos una bomba allí», habría dicho el funcionario a un grupo de periodistas ucranianos en una reunión a puerta cerrada en Moscú. 

En comparación con las amenazas de usar armas atómicas que Putin y otros dirigentes rusos profirieron posteriormente, la bravata de Voloshin parece infantil. Pero en 2003 sus palabras resonaron en Kiev como un aviso de las nuevas realidades rusas.

Durante el mandato del presidente Borís Yeltsin, el Ejecutivo ruso rechazó de modo sistemático la idea de arrebatarle territorio al país vecino, aunque una parte del Legislativo nunca aceptó las fronteras establecidas en 1991, coincidentes con las lindes administrativas entre las extintas repúblicas socialistas soviéticas de Rusia y de Ucrania. Además, de acuerdo con el memorándum de Budapest, Moscú, Estados Unidos y Reino Unido se constituyeron en garantes de la soberanía e integridad territorial de Ucrania.

El presidente Kuchma tenía buenas relaciones personales con Putin. Juntos habían visitado Crimea; juntos habían rendido homenaje a los combatientes soviéticos contra el nazismo y juntos querían construir un puente sobre el estrecho de Kerch en el futuro. La reacción del jefe del Estado ucraniano a la febril actividad constructora rusa en el estrecho fue tibia. Kuchma la calificó de «hostil» y dijo: «Los buenos vecinos no hacen eso».

Los políticos occidentales se limitaron a exhortar a los dos vecinos eslavos a que resolvieran el contencioso de forma amistosa y negociada, lo que finalmente ocurrió. Los ucranianos constataron que solo obtendrían un apoyo limitado por parte de los países que en 1994 se declararon garantes de sus fronteras y su independencia a cambio de que renunciara al arsenal nuclear heredado de la Unión Soviética.

Lamentar aquella renuncia a posteriori no tenía sentido. Ucrania no hubiera podido gestionar su parte del legado nuclear soviético, de haberlo conservado. «El control de las armas atómicas estaba en Rusia. En 1997 caducaban todas las cabezas nucleares de misiles estratégicos con combustible líquido y sólido y había que sustituirlas, porque se volvían peligrosas y nadie hubiera acometido su desguace. No es que no quisiéramos [mantener las armas nucleares], es que no podíamos, porque no teníamos con qué sustituirlas, y porque eran dirigidas desde fuera de Ucrania», razonaba el primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, en 2016.

En octubre de 2004, Putin aún confiaba en ganarse a los ucranianos. «En una primera etapa tras la desintegración de la Unión Soviética, la misma Rusia debía tomar conciencia de que los Estados surgidos en el espacio postsoviético no eran formaciones cuasi soviéticas, sino países independientes y plenos, y como tales deben ser tratados», dijo el mandatario ruso en Kiev. Según el político, Ucrania y Rusia «habían resuelto todos los problemas sobre las fronteras tanto terrestres como marítimas», y eso significaba el «reconocimiento total y absoluto y el respeto a la independencia de Ucrania, no solo en la frontera terrestre, sino también en la frontera marítima». Quedaban aún cuestiones a resolver por los expertos, pero «en principio», todos aquellos temas estaban «cerrados».

La segunda vuelta en las elecciones presidenciales, el 21 de noviembre de 2004, dio la victoria a Yanukóvich, pero Yúshenko afirmó que los comicios habían sido amañados a favor de su contrincante y acusó a la Comisión Electoral Central de complicidad en el fraude.

Fue así como comenzó la llamada Revolución Naranja. Para apoyar a Yúshenko, llegaron a Kiev oleadas de gentes de provincias, especialmente del oeste y centro del país. La avenida Jreschátik, la arteria central de la capital, se convirtió en un gigantesco campamento y fue anegada por un mar de lazos, bufandas y prendas color naranja. También los seguidores de Yanukóvich, gentes curtidas en las minas y en los altos hornos del este y el sur, llegaban en grupos menos entusiastas y más compactos que los «naranjas». Cuando se cruzaban en la calle, las dos masas entablaban civilizadas discusiones en las cuales los «naranjas» se mostraban paternalistas y los «azules» (tal como se les vino a llamar), resignados.

Conducidos en autobuses desde Donetsk o Krivi Rig, metalúrgicos, mineros y obreros de la industria pesada viajaban toda la noche y arribaban de madrugada a Kiev. Fatigados y ateridos, marchaban coreando consignas con desgana. Si los periodistas occidentales expresaban interés humano y dejaban de preguntarles cuánto les habían pagado por acudir a manifestarse a la capital, aquellos rudos proletarios abandonaban su actitud defensiva y hablaban de sus precarias condiciones de trabajo, de sus escasos sueldos y de la dureza de su vida.

En Kiev los altavoces de los «naranjas» repetían los ritmos del grupo de rock Okean Elzy: «Разом нас багато, разом нас багато, нас не подолати» («Juntos somos muchos, juntos somos muchos, no nos vencerán») y los ciudadanos coreaban el nombre de Yúshenko. Yanukóvich, alegaban, representaba la continuación de las prácticas arraigadas en una región corrupta poblada por gentes bárbaras y refractarias al modelo europeo que Yúshenko aseguraba representar. Pese a momentos de tensión y rumores sobre movimientos de tropas desde Moscú, no hubo incidentes graves ni se derramó sangre, lo que se valoró entonces como una señal de madurez ciudadana.

Desde la disolución de la URSS, los dos primeros presidentes de Ucrania, Leonid Kravchuk, un exfuncionario comunista responsable de Ideología, y Leonid Kuchma, exdirector de una fábrica de misiles, se las habían ingeniado para mantener el equilibrio entre las «dos Ucranias», pero en 2004 aquella época tocaba a su fin. 

Paralelamente al conflicto que se dirimía en Kiev, las tendencias centrífugas, dirigidas aún hacia la autonomía o el federalismo, se fortalecían aquel otoño en el este del país. En la ciudad de Sievierodonetsk, en la provincia de Lugansk, los diputados de las regiones orientales celebraron un congreso en el que amenazaron con crear una «Autonomía del sudoeste» y con pedir el respaldo del líder ruso. Las propuestas autonomistas sonaban también en Járkov, a cuarenta kilómetros de la frontera rusa.

El Tribunal Supremo de Ucrania invalidó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales tras escuchar una exposición exhaustiva de los variados fraudes registrados. La descripción de aquella pillería política constituía de por sí un ilustrativo compendio de prácticas comunes en el espacio postsoviético. La mayoría de los dirigentes en los Estados surgidos en 1991 no querían elecciones honestas.

A instancias del presidente Kuchma y de varios mediadores internacionales, entre ellos el responsable de la política exterior de la Unión Europea (UE), Javier Solana, y el jefe de la Duma Estatal rusa, Borís Gryzlov, las autoridades ucranianas decidieron celebrar una tercera vuelta electoral. El 26 de diciembre de 2004, en el «desempate» entre Yanukóvich y Yúshenko, la victoria fue adjudicada al segundo.

Al zanjarse el conflicto electoral, las iniciativas autonomistas y federalistas quedaron en hibernación hasta que resurgieron con fuerza en 2014 y, estimuladas por Rusia, derivaron hacia el independentismo.

En lo fundamental, la Revolución Naranja no cambió la política de la UE en relación a Ucrania. Bruselas no quería abrir las puertas a un futuro ingreso de un país dominado por oligarcas corruptos, pero tampoco quería dejarlo a merced de Rusia y menos aún formar un club trilateral con Moscú y Kiev. Así que Ucrania tuvo que conformarse con ser socio de la Política de Vecindad Europea (PVE), una iniciativa lanzada por la UE en 2004.

El Kremlin desconfiaba de la serie de protestas callejeras contra irregularidades electorales que se había iniciado en 2000 en Serbia para continuar después en Bielorrusia en 2001 y en Azerbaiyán y Georgia en 2003. Desde la Administración Presidencial en Moscú, las llamadas «revoluciones de colores» (por los nombres asociados a la mayoría de aquellas protestas) se veían como una amenaza a la propia Rusia inspirada por Estados Unidos y Occidente. El temor obsesivo de Putin y sus allegados es clave para entender el desarrollo de los mecanismos represivos en Rusia.

Ucrania bajo el fuego

Ucrania bajo el fuego

Con Yúshenko como líder, Ucrania impulsó con energía una política de afirmación nacional. El presidente electo juró su cargo junto al estandarte de Bogdán Jmelnitski (1595-1657), un getman (líder cosaco) que combatió contra turcos polacos y rusos antes de firmar el Tratado de Pereyáslav con Rusia en 1654. Aquel documento que garantizaba a los cosacos la protección del zar Alejo I se interpreta de modo diverso en Moscú, que lo considera una sumisión de los ucranianos, y en Kiev, que lo ve como un trato entre iguales. Al elegir el estandarte de Jmelnitski, Yúshenko afirmaba que Ucrania existió desde mucho antes de que se formara la Unión Soviética.

Las grandes expectativas generadas por la Revolución Naranja no se materializaron. El equipo de Yúshenko continuó con las prácticas opacas que caracterizaron la gestión de sus predecesores. En las elecciones parlamentarias de marzo de 2006 venció el Partido de las Regiones, la fuerza encabezada por Yanukóvich, que de ese modo recuperó el puesto de primer ministro (esta vez bajo la presidencia de Yúshenko, su antiguo rival). En 2007, Yanukóvich pasó a la oposición, donde atravesó un periodo difícil, pues incluso su partido (financiado por el oligarca Rinat Ajmétov) le dio la espalda. Pese a todo, el político de Donetsk salió adelante con ayuda de especialistas en imagen norteamericanos.

En las elecciones presidenciales de febrero de 2010, Yanukóvich logró la victoria que le fue negada en 2004. Después, con paisanos de su confianza, formó una estructura piramidal de 'smotriaschi' (en la jerga carcelaria 'vigilante', 'controlador', responsable de sector en grupo delictivo). En todos los niveles de la Administración, estos vigilantes ejercían como 'cajeros al servicio del presidente y su entorno. A los clanes regionales enfrentados por el dominio político y económico, se sumó así uno nuevo, el de la 'familia' de Yanukóvich. Aleksandr, uno de los hijos del presidente, controlaba la red de agentes y clientes y, por su profesión de dentista, fue apodado 'el estomatólogo'. Los clanes ya establecidos en Donetsk acogieron mal la ambición de los Yanukóvich.

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