Cuánto te he echado de menos

Esta noche dormimos en ese pueblo

Águilas, Murcia, de noche.

A la torre de pisos más alta del Paseo de Parra, los amigos la llamaban en broma “Manhattan”. Con múltiples plantas que parecían 20, el Manhattan de Águilas, Murcia, sobresalía en una hilera de edificios todavía chatos, siempre luminosos y muy alejados del otro paseo junto al mar: La Colonia. Casi rozando la rambla de La Colonia, la misma que en 2010 se convirtió en una pista de coches de choque arrastrados por un inesperado diluvio agosteño, quedan algunas casas con terraza voladiza sobre grandes soportales frente a la playa. Cerca, hay otras con balcones modernistas, fachada color arena y un constante piar de golondrinas. Casi de soslayo, todas ellas acarician un pasado de minas —plata, plomo, hierro— con ingleses al mando. Y de campos de esparto recio pero maleable.

Más allá del Paseo de Parra, un embarcadero de hierro bautizado como El Hornillo y construido nada más empezar el siglo XX fue lo primero que la viajera conoció allí de cerca. El Hornillo alentaba a los amigos a entusiasmarse narrando la influencia de Eiffel en aquel pueblo nacido del cartabón imaginario de Carlos III y el conde de Aranda. Levantado para exportar mineral, en realidad fue obra de un británico. Pero, no lo neguemos, a Eiffel todo el mundo lo conoce. De Gustave Gillman, ingeniero y fotógrafo, pocos en cambio han oído hablar.

Una vez en El Hornillo, los anfitriones pidieron a su invitada que mirase de frente. Porque asomada a una cala más tranquila que la bulliciosa Colonia, enfrente se sigue alzando la mansión del banquero Alfonso Escámez. “Escámez es de aquí”, anunció el anfitrión con un tono que en su caso sonó extraño por pletórico. “Es el hijo de un pescadero”, añadió redondeando el relato. El anfitrión usaba el presente porque todo esto pasó mucho antes de que el presidente del ya extinto Banco Central falleciera en 2020.

A su espalda, la invitada notó que se había activado la competición. Y escuchó esto: “¡Y Paco Rabal también es de aquí!”. Fue lo que añadió otra de las inquilinas del Manhattan aguileño. La forastera ya lo sabía pero abrió la boca y cabeceó para quedar bien.

Años más tarde, la misma visitante se subió de paquete a una moto campera y no se bajó hasta que las dos ruedas se detuvieron en la polvorienta, solitaria y empinada Cuesta de Gos. En esa pedanía había nacido Rabal, el que enamoró a medio batallón internacional de actrices. O a un batallón entero. Desde luego, por esa segunda opción se inclinaron quienes, en otro lugar, un invierno y gracias a un vídeo de Viridiana, comprobaron sorprendidos que Luis Buñuel había engañado a la censura franquista. Porque la sonrisa, la arrolladora guapura y la voz envolvente del actor cerraban la película con el anuncio de un inequívoco ménage à trois disfrazado de juego de cartas.

En la Cuesta de Gos, un primo del actor mantenía semiabierto un bar discrecional y un pequeño zoológico doméstico con cabras, gallinas de Guinea y otros animales comunes a los que se prestaba atención solo hasta que el primo decidía que los visitantes le caían bien y les hacía pasar a la fase B. Porque en ese momento quedaba abierto el bar discrecional para que los recién llegados pidiesen cerveza, cocacola o vino que iba sacando de un frigorífico que se cimbreaba por cojo. De inmediato, buscaba y enseñaba el álbum donde había ido recolectando fotos y recortes de prensa sobre el actor: Paco, el Rabal más célebre de una estirpe pobre en la posguerra de aquella Águilas que permaneció fiel a la República.

De Águilas, contaban los que lo habían vivido o solo oído, partieron barcos hacia Argelia cuando las sirenas del exilio ya habían dejado de ulular en el puerto de Alicante. ¿Zarparon realmente? La viajera se preguntó si la narración de ese episodio formaba también parte del imaginario a veces brumoso de un territorio que, transitado por fenicios, griegos y romanos, ya se codeaba con el cosmopolitismo mucho antes de que los invernaderos y sus aledaños lo convirtiesen en destino de emigrantes andaluces, magrebíes, latinoamericanos. Luego corroboró que, en efecto, de Águilas habían salido barcos que pusieron a salvo a cientos de republicanos. ¿También después de que el buque británico Stanbrook se hiciera a la mar desde Alicante hacia Orán el 28 de marzo de 1939 con 2.638 refugiados a bordo, los últimos que lograron aferrarse a la esperanza de huir desde aquel puerto? Si es así, la viajera lo ignora.

Entre aquellos que en agosto se tumban al sol o combaten la humedad casi caribeña a base de cerveza helada en algún bar de La Colonia o el Paseo de Parra hay quienes ponen sonrisa curil si oyen que Águilas tiene una parte cosmopolita. Pero lo cierto es que ya la tenía antes de que su población sobrepasara en invierno los 35.000 habitantes para dispararse en verano con un turismo que sembró de apartamentos, hoteles y todo tipo de setas de cemento lo que no mucho antes eran enormes campos a tiro de piedra del mar.

Y en buena parte era cosmopolita porque siguiendo la estela de la Costa del Sol y la levantina y antes de que el franquismo entrase en barrena, a Águilas se habían mudado ingleses, franceses, alemanes, holandeses, austriacos. En bares donde el chato de vino jalonaba las barras de cinc mientras un argot casi incomprensible para los de fuera se alternaba con momentos de silencio coral, aparecía de pronto un barbudo de pecho germánico. Y pedía otro chato para él.

El runrún de conversaciones callejeras en otros idiomas ascendió de tal modo que incluso está acreditado por múltiples fuentes que una coreana se domicilió en Águilas. Lo hizo cuando el nombre del dictador Kim Jong-un habría sonado, como mucho, a película de Bruce Lee y kung fu.

La isla del Fraile, en Águilas, Murcia. / CARLOS RAMÓN (CC-BY-SA)

Adolescentes que saltan como delfines

Volviendo al Manhattan del comienzo, la viajera sabe que aquella fue la Estación Termini de un viaje que ya nunca dejó de repetirse hasta que varios tropiezos y finalmente la pandemia los interrumpieron. Desde la planta décima del que entonces parecía un altísimo edificio del Paseo de Parra, la visitante miraba cada día el mar. A lo lejos se veía el Castillo de San Juan de las Águilas. Y una tarde supo, porque también lo vio pero esta vez a pie de acera, que algunos adolescentes escalaban el Peñón que a menor altura se pega al castillo de cara a poniente. Ya arriba, saltaban como delfines orgullosos hacia el agua sin que, desde la siguiente bahía, alcanzara a verles la perfecta águila de piedra que siglos de viento, agua salada y erosión en suma habían transformado en un icono escultórico casi con misión de esfinge local. Y las esfinges, ya se sabe, suelen lanzar preguntas incómodas. De ver a los adolescentes que trepaban peñasco arriba, la que habría formulado la esfinge del Pico de la Aguilica se podría resumir así: ¿te atreves a saltar o prefieres que te digan que eres de Lorca?

Porque como casi en todas partes sucede entre vecinos, la rivalidad con la extensísima y relevante Lorca (95.000 habitantes, 1.677 kilómetros cuadrados), de la que Águilas dependió administrativamente hasta 1834, no ha desaparecido. Ahora bien, si solo a un centenar de kilómetros alguien habla mal de un lorquino, seguramente el aguileño pondrá mala cara. O muy mala. Los asuntos de familia se tratan en familia.

La perfección escultórica del Pico de la Aguilica constituye en sí misma un misterio. Pero para la visitante no es el único que esconde Águilas. Y nimbado de excitantes incógnitas, el segundo misterio se llama Isla del Fraile. El año del Manhattan aguileño, hasta la montaña marina que sobresale a escasa distancia de la costa más allá de El Hornillo llegaban parte de los amigos a pie aprovechando la marea baja. Mientras y con la mano de visera, otros hacían de indiferentes observadores en la Playa Amarilla para ocultar su miedo a cruzar.

En el acervo del islote hay verdades, leyendas y mentiras, así que concentrados en las verdades cabría dividiarlas en tres. La primera señala que en 1912, dos años antes de que el atentado de Sarajevo desencadenara la Primera Guerra Mundial, en la isla del Fraile se instaló con sus sirvientes un escocés: Hugh Pakenham Borthwick. Los investigadores han descubierto que el tal Borthwick era en realidad un espía que avisaba a los británicos cuando un barco alemán cargaba mineral de hierro. Segunda verdad: los investigadores han descubierto igualmente que 20 siglos atrás los romanos también fabricaban allí la mítica salsa de pescado conocida como garum. Y tercera verdad: que luego hubo una necrópolis islámica. Conclusión: es tan abigarrada su historia que algo les decía el olfato a quienes preferían quedarse en la orilla en vez de nadar o cruzar a pie con la marea baja.

El instinto funciona incluso en agosto. Detectar que hay viento de Levante en el canal que une la playa con la isla, también. Y que, por tanto, no es momento de darse un guati. O sea, un baño de mar más bien corto y pacífico. Guati, de water, es una de esas palabras-rescoldo nacidas de una influencia británica que no todos recuerdan. Con finísimas escamas, la peculiar herencia anglosajona se solapa con una forma de ser autóctona que te abraza y dulcifica con un ico o ica al final de tu nombre pero que, llegado el caso, te lanza también su aviso. Por ejemplo, con su propia variante del “arrieritos somos”: “Ya pagará el inglés el vino que se bebió”.

Cuando por primera vez la viajera oyó lo del inglés y el vino, acababan de poner sobre el mantel de hule la ronda de cervezas y algo difícilmente olvidable: huevas de maruca en lonchas de un naranja aterciopelado como una puesta de sol y en compañía de almendras fritas.

Muchos años más tarde, los amigos habían dejado atrás el piso de Manhattan a cuyo interior la brisa traía, de tarde en tarde por la distancia, el aroma de las frituras de La Cigarrilla, que también servía unas espléndidas huevas de maruca. Favorito de la pandilla, aquel era uno de esos bares de playa que enfrentan el corazón con el cerebro. Porque como un coloso de Rodas en miniatura que convence a los enemigos a base de raciones, esos bares clavan un pie en la arena y otro en el asfalto. Y así siguen hasta que los derrumba el terremoto de una orden municipal.

¡¡Me quiero ir a Madrid!!

¡¡Me quiero ir a Madrid!!

Ya no existe La Cigarrilla. Y hay menos balcones modernistas repartidos por las calles del que durante décadas o siglos fue un modesto pero deslumbrante puerto de gamba, sardina, pulpo, boquerón y una ristra de pescados cuya enumeración requiere casi un traductor simultáneo: magre, doblada, lecha. Y la delicia de los letones: testículos de atún.

En el puerto, muy cerca del bar donde la viajera probó los letones sin indagar esta vez de qué hablaba el camarero, Paco el de la Bomba amarró durante lustros con su padre y sus hermanos una pequeña flota pesquera. Se quedó para siempre como Paco el de la Bomba cuando, triangulando mar adentro para fijar las coordenadas, localizó la que el 17 de enero de 1966 cayó al mar en Palomares desde un bombardero americano. De la bomba nuclear, a la que el agua salvó del estallido, no queda rastro. Y como periódicamente se quejan ecologistas y otros movimientos sociales, si alguno queda está clasificado.

Tampoco queda ya nada visible de la flota familiar de Paco el de la Bomba, que en realidad se llamaba Francisco Simó. Ni de muchas otras cosas. Pero en la carretera que parte de Lorca en dirección a la costa y, antes de bajar por la Cuesta del Tío Juan Rabal, hay una curva. Y, allí, cualquiera se sigue topando con el perfil del castillo de San Juan de Águilas, que de pronto emerge troquelado en el horizonte con las calles y las casas tendidas en su falda. Con la pandemia que se aleja guadaña al hombro —toca madera—, la forastera se pregunta si este será por fin un buen año para volver. Y de pronto se le viene a la memoria lo que, llegados a la curva de la Cuesta del Tío Rabal tras recoger a su invitada en la estación de Lorca, dijo con un guiño uno de los amigos de la torre de Manhattan: “Esta noche dormimos en ese pueblo”. En Águilas.

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