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Miguel Ríos: "La sociedad ahora está desorientada pero no es pasiva"

María Granizo Yagüe

Todo a pulmón. Tanta verdad como rock. Invocó a Santa Lucía y le escuchó. Lleva más de medio siglo en la brecha dándonos una bienvenida continua como hijos del rock and roll. Setenta y seis años de vida, de honestidad musical y social confraternizando con Beethoven y su himno a la alegría. Ahora nos recuerda que volver es una forma de llegar. Lo celebramos. Entre violines, piano, guitarra y mandolina, su último Blues de la Tercera Edadentra de nuevo en nuestra vida sin anunciarse.

Miguel Ríos Campaña es un andaluz que entona alto pero nunca ha publicitado nada que no fueran discos o conciertos. Tampoco ha apostado por el mal de jugar al monopoly con ladrillo real ni ha perdido su acento granadino. Invirtió en música pero también en la atención integral de pacientes con daños cerebrales y neurológicos. Ha hecho muchas veces las américas pero tiene imán con Madrid y con su tierra de la Alhambra. No necesita leer sucesos para saber qué es pasarlas canutas. Pisó la cárcel franquista y le marcó para siempre. Siendo crío se enamoró del fútbol con los colores del Real Madrid. Pero su compromiso social le impide ir al Bernabéu mientras en Concha Espina siga Florentino Pérez porque “ha desnaturalizado al equipo y prostituido la palabra señorío”.

Con su Rock de una noche de verano se agarró a la voz del PSOE para celebrar cantando su triunfo multitudinario en las urnas del año 82. El sueño flotó pero no se instaló. Su desilusión acabó haciendo huelga general a Rodríguez Zapatero recordándole que el partido “había cambiado de acera”, que “es gente que se ha despreciado ante mis ojos” y que “la praxis del politiqueo me jode mucho”. Sencillo, directo y claro como sus composiciones. Todo a pulmón.

Su infancia, recuerdos de un barrio de Granada

Su historia es real pero tan inverosímil como la del cuento que evoca el título del concurso de Radio Granada que ganó cantando por primera vez: Cenicienta 60. En el estreno de esa década apenas tenía 16 años, pero el chaval nacido en un humilde barrio de La Cartuja granadina sabía de antes lo que era tener que taparse los oídos y cerrar los ojos para no caer en el desaliento de un sueño. Miguel era el menor de una familia humilde de siete hermanos en la que el salario de serrador del padre no daba para aspiraciones ni caprichos. El cabeza de familia, que murió pronto y sin llegar a intuir el éxito de su hijo, renegaba de su vocación musical. Creía que era el antojo de un crío que aún no había entendido que cuando ruge el estómago no hay mucho hueco para la fantasía.

Tal vez por eso, el primer rockero español en recibir la Medalla de las Bellas Artes comenzó a cantar “por interés: a mi madre le gustaba mucho cómo lo hacía y me daba una pela cada vez que le cantaba Granada de Agustín Lara. Pero creo que el principal motivo por el que empecé fue porque siendo niño, en el colegio, cantaba en el coro y me producía mucho placer. Casi como ahora. Me sigue produciendo el mismo placer. Es una especie de sensación física cuando la voz se aleja y tiene armónicos. Es algo muy bonito y la verdad es que luego, como oficio, ha sido muy rentable. La verdad, no me puedo quejar”.

Apasionado por la narrativa de Vargas Llosa y por el soul de Ray Charles

Las mieles del éxito nunca han podido con la inteligencia emocional de Miguel. No ha coleccionado inmuebles, coches ni relojes, pero sí libros. Tantos como un día quiso entender pero, ni la necesidad en su casa ni la desmotivación de un sistema educativo que no tendía la mano al que se quedaba atrás, se lo permitieron: “Del colegio tengo una sensación agridulce porque me daba cuenta de que no aprendía. Sabía que las cosas sucedían a mi alrededor sin que yo las pudiera aprehender, coger. De hecho, un cura me dijo una frase lapidaria que no sé si tiene culpa él de haberla generado en mí o era yo que venía así de fábrica: ¡Ríos ha oído campanas y no sabe dónde! Es verdad que estaba como ensimismado pero luego me he vengado, he intentado aprender todo lo posible”.

Ese afán incansable de devorar páginas y entender lo que antes no pudo atrapar, le lleva hoy a releer Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa. Alaba “su estructura barroca que cuenta la historia de Perú y de un rico perdedor”. Una extensa novela que considera tan “fascinante” como la califica su propio autor, quien siempre ha ensalzado su obra asegurando que “si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta”.

Antes, en la España de pasodoble, en la que la Madrecita María del Carmen de Manolo Escobar era disco de oro y en cuyas carreteras empezaba a reinar el pelotilla Seat 600, Miguel Ríos había leído poco. El colegio de Salesianos ya había quedado atrás. Tocaba arrimar el hombro en casa trabajando en un bar. Después, en los almacenes textiles Olmedo donde logró, tras mucho empeño, que le destinaran a la nueva sección de discos como dependiente. Durante año y medio, no pudo comprar pero sí acariciar vinilos que, aun siendo de paso, ampliaban su cultura musical y sus ansias de retener melodías. Georgia on my mind del ciego más visionario del soul, Ray Charles, “el que más me gusta de todos los músicos, El Genio de todos los genios”, se convirtió en su joya favoritaGeorgia on my mind El Genio que hoy, sesenta años después, escucha una y otra vez. Sin embargo, al granadino Hijo Predilecto de Andalucía, le pueden las tachuelas y las chupas de cuero. Reconoce que su banda sonora “está llena de rock and rolles porque es la información cultural y musical con la que crecí, la más querida y profunda”. Como “un bajo continuo en mi vida, en mí está sonando continuamente desde Elvis a Enrique Guzmán, que fue el tipo que me enseñó a cantar en español; de Robert Johnson y Enrique Morente, que también era muy rockero, a Beethoven”.

Alimentando alma a base de música, incluso recomendando una serie de televisión, Miguel no duda en traer más y más acordes a nuestra vida: “me gusta mucho Country Music”, el documental de Ken Burns en el que, a través de ochenta artistas de una música cien por cien estadounidense, “te das cuenta de que el mestizaje musical ha sido la base de todo, también la del desarrollo del ser humano”.

Mil quinientas pesetas y el incierto camino de la ilusión

Antes de ser erudito en estilos musicales, Miguel vagó por el incierto camino de la ilusión. Contra viento y marea, sin dejar de buscar su sitio, envió una casete a una discográfica. En aquella cinta había grabado algunas canciones que interpretaba con el grupo junto al que amenizaba la parrilla de las tardes domingueras en un hotel granadino. Entonces, un cazatalentos le ofreció venir a Madrid. La mujer que le dio la vida y la confianza para vivirla, “la más guapa del mundo, mi madre”, Antonia, le metió en el bolsillo mil quinientas pesetas, nueve euros de ahora, algún maternal consejo y “un abrazo imposible de olvidar”. En la capital, Miguel consiguió su primer contrato con la multinacional Philips, a la que después seguiría Hispavox, tres mil pesetas para aliviar el hambre y mantener la pensión, y un debut discográfico discontinuo.

Era el año 1962, lo que triunfaba en radios y guateques ya era el twist y se decía que el rock and roll había muerto. Por eso, aunque nunca le gustó, no le quedó más remedio que aceptar ser rebautizado con un nombre más yeyé: Mike Ríos, el rey del Twist. Dos años después, su música ya sonaba en las emisoras y alejado de los Relámpagos, su grupo de acompañamiento, volvió a recuperar su identidad. Su primera incursión en el cine con Dos chicas locas, escribió su nombre en mayúsculas y su rostro se hizo popular en las revistas juvenilesDos chicas locas, . Ya entonces, Orfeo le regalaba sueños con escenarios pero también con mundos oníricos, futuristas, que le engancharían al cine de ciencia ficción: “Siempre me ha apasionado ese género. La Odisea espacial de Kubrick es una de mis películas favoritas”.

Beethoven le trajo la Alegría y la cárcel el desalientoAlegría

Fuera de la pantalla, Miguel no tuvo que esperar mucho para comenzar a vivir desde otra dimensión. En 1970, en plena década del rock sinfónico, astros y acordes se alinearon a ritmo de la magia que a veces marca la batuta casual de la vida. La magistral adaptación del cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, que le haría el arreglista argentino Waldo de los Ríos poco antes de suicidarse, convirtió al de Granada en una estrella mundialNovena Sinfonía de Beethoven, : vendió 10 millones de copias y se situó en el número uno de las listas estadounidenses, alemanas, francesas, italianas, holandesas, japonesas, incluso en las del Reino Unido. Ya era leyenda del rock: “Supuso el que tomara conciencia de que podía cantar, escribir textos y construir algo sólido como un disco”. Con aquel himno también descubrió cómo se ve el mundo desde arriba, desde un escenario: “Sólo se alcanza a ver las primeras filas, todo lo demás es orgasmo o miedo escénico. Hay una química increíble que hace que estés en un alto y bajo continuo, con un miedo increíble a que pase algo incontrolable y, al mismo tiempo, gozando de una forma indescriptible. El mundo se ve lejos”.

Disfrutó, gozó, pero también lloró. La envidia y la denuncia en una España franquista y represiva le hicieron pasar el peor trago de su vida. No lo olvida pese a los 49 años transcurridos. La Brigada Especial de Estupefacientes le detuvo por un chivatazo que le acusaba de haber fumado marihuana. Era la primavera de 1972: “Después de varios días en aquel lugar infecto, muerto de miedo, me di por derrotado. Caí en la delación, en reconocer que otras tres personas fumaban conmigo. Fue terrible, me quedé destrozado. Por fortuna, no hubo dolo para esas tres personas porque avisé a tiempo y era gente de posibles. Pero me dejó derrotado. El dilema que se me presentó fue cómo hubiera sido yo si hubiera aguantado el tipo y no hubiera revelado esos nombres. Hubiese salido muy fortalecido como persona. Durante mucho tiempo eso me torturó, fue una especie de estigma. No podía representar el verdadero papel de rockero porque sabía que, durante unos minutos, había sido una mierda. Eso fue terrible”.

La brújula de sus orígenes en una sociedad desorientada

Antes de que su hermano Paco le recogiera en la puerta de Carabanchel y ambos se fundieran en un sentido abrazo, Miguel coqueteó con los tres sustantivos que definen el imperio del rock: “El sexo, la droga y el rock and roll están dentro de los motores de los rockeros”. Sin embargo, al segundo se asomó de refilón pero se retiró. El chaval de Granada, al que le hubiera gustado ser también guitarrista, perdió a compadres, a Antonio Vega, a Enrique Urquijo, a Antonio Flores, a genios, compañeros con los que comulgó en escenarios y fuera de ellos. Por eso, se negó a sentir más síndrome de abstinencia que el del dulce veneno del aplauso y, desde el estómago y el corazón, cantó otro himno, Un caballo llamado muerte, contra el consumo de heroínaUn caballo llamado muerte, .

Consenso musical con una niña de 8 años

Consenso musical con una niña de 8 años

Con la misma rotundidad, el hombre que se recrimina no haber ido a la Universidad, pone nombre de tres letras, Lúa, a su afluente, su hija, “uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida”. Junto a él, el de inseparables compañeros de canciones, de carretera, de sentir que El gusto es nuestro: Ana Belén, Víctor Manuel y SerratEl gusto es nuestro. Ellos, su familia y otros muchos grandes amigos, como Wyoming y su fiel Curro Moral, hacen que no se despiste de la brújula de sus orígenes. Ni siquiera alcanzar y mantenerse en la cima le lleva a contemplar nuestro mundo desde ninguna atalaya: “La solidaridad tiene más que ver con la justicia social que con la caridad. Formo parte de una generación que inventó otra forma de vida, un estilo diferente de entender la relación con la sociedad, con el padre, con las libertades y, de pronto, esa generación se hace vieja, se hace mayor, y ha seguido luchando y peleando por sus derechos, por sus pensiones. Una generación que ha ayudado y sigue ayudando a sus hijos. La sociedad ahora no es más pasiva, lo que sucede es que está más desorientada, una sociedad que no sabe a qué atenerse”.

Con la sonrisa sincera que sólo irradian las verdaderas estrellas, Miguel Ríos reconoce que, pese a los sueños cumplidos, sigue teniendo “muchos otros sociales y planetarios” para hacer frente a Tiempos Perros: “No vivir por encima de nuestras posibilidades pero no consentir vivir por debajo de nuestras necesidades”Tiempos Perros. Pese a derrochar incombustible energía, desmonta aquello de que los viejos rockeros nunca mueren: “La edad tardía tiene muchas cosas estupendas. Primero, que no te has muerto y eso es bastante importante. Además, se tiene una perspectiva diferente de la existencia. Pero también tiene contras: tienes dolor de articulaciones. Te levantas todos los días y, sino te duele algo es que has palmado, así es que tiene pros y contras pero, lo mejor de todo, es que sigues vivo”.

El hombre que se resiste a decir adiós al rock para seguir cantando que otro mundo es posible, despide su Playlist tarareando su última rúbrica de oro, su nuevo Blues de la Tercera Edad. En estos tiempos de tanta agitación de banderas, recuerda cómo “he recorrido las carreteras de mi vida para llegar a la patria común de un escenario. Para llegar al tajo y, al mismo tiempo, al lugar de mi recreo”. Y todo, todo, a pulmón.

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