Hace unas semanas me emocioné oyendo a un pastor recitar el poema Andando de Juan Ramón Jiménez. Jesús Garzón, presidente de la Asociación Transhumancia y Naturaleza, es uno de los responsables de que cada año, ya entrado octubre, las ovejas crucen por la Puerta de Alcalá en busca de veredas y vías pecuarias para atravesar España. Por desgracia, en estos tiempos pueden encontrarse muchos rebaños de corderos en nuestras ciudades. Pero estos a los que me refiero ahora balan de verdad, aunque no dejen de ser una buena metáfora del alma bovina del sujeto contemporáneo. Las ovejas de don Jesús balan no por analfabetismo, sino por derecho natural. Para explicar el contacto de los pastores con la tierra y las aldeas olvidadas, es oportuno recordar a Juan Ramón, su modo de atender cada grano de la arena pisada, su remanso de luz, su llegar tardando.

El calor tiene también sus ventajas, aunque a veces se pase de latazo igual que un amigo borracho. Julio ha sido para mí el tiempo urbano de los brazos desnudos, la ropa ligera, las faldas cortas y los cuerpos insinuados bajo un hermoso vestir transparente. No se trata sólo de una debilidad de viejo verde. Es algo que he agradecido desde la adolescencia, cuando vivía el calor en un planeta que tenía más que ver con las ventanas abiertas y los ventiladores que con los aires acondicionados.

Antes de ser consumidores exigentes de deseos insaciables, convivíamos con las cosas de la naturaleza con otro ánimo, sin ponerlo todo al servicio de nuestro propio ombligo. Como tampoco fui nunca partidario de los sacrificios y la penitencia, intento alejarme de las impaciencias de la realidad consumista sin caer en las melancolías del subdesarrollo. Quizás un término medio de 27 grados. Por eso disfruto sin rabia de los presentes que se llenan de brazos desnudos y ropas airosas. Celebro los cuerpos y la vitalidad.

No está mal, pero deseo que agosto vuelva a regalarme, como cada año, el contacto con la arena de la playa y con la tierra del huerto en mi casa de Arroyo Hondo, en Rota, en la Bahía de Cádiz. Aspiro a reconciliarme con la lentitud y la sabiduría de llegar tardando. Rozar la tierra, decía Juan Ramón, saber que tardo, porque yo soy el que me está esperando.

Antes de ser consumidores exigentes de deseos insaciables, convivíamos con las cosas de la naturaleza con otro ánimo, sin ponerlo todo al servicio de nuestro propio ombligo

Quien anda de cabeza, suele pensar con los pies, decía Eugenio d´Ors. Y así no se hace nunca un buen camino al andar. Así que llego al mes de agosto y siento la necesidad de identificarme con la buganvilla que sube poco a poco por la pared del jardín, el lagarto que toma el sol en un rincón del patio, la salamanquesa que vive en soledad los silencios de la noche, la tierra que se humedece y se seca hasta llegar a las raíces, los mirlos entre los pinos, las conversaciones y las amistades interminables, los paseos a la orilla del mar mientras en sol cae sobre el horizonte, los pastores que cruzan los senderos y oyen cada grano de la arena que van pisando. Si en los insomnios se apropian de nosotros los asuntos obsesivos y unidimensionales, la naturaleza nos invita a ser dueños de nuestras propias opiniones.

El dogmatismo es la prisa de las ideas, un modo de no pensar y provocar reacciones características del mundo que ha convertido el tiempo en una mercancía de usar y tirar. Devolverle al tiempo su valor, no como simple descanso laboral, sino como compromiso con la dignidad humana, resulta imprescindible para que no crezca la maleza por las aldeas y los caminos no transitados del pensamiento. La falta de cultivo y la abundancia de maleza provocan después los incendios feroces que acaban con todo. Así que, andando, andando, y tardando, agosto inmenso que vas bajando. 

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