He visto el naufragio de El Hierro en todas las ediciones de todos los informativos de absolutamente todas las cadenas de la tele y cuando decidí apagarla y me metí en redes, también estaba ahí. Me ha resultado imposible zafarme de contemplar tamaña desgracia. Y no es que crea que no deba narrarse cómo tanto el Mediterráneo como partes del Atlántico se han convertido en una tumba. Al contrario. Ahora bien, considero que jamás deberíamos normalizar ni los fallecimientos ni los naufragios ni la sobreexposición de imágenes de personas padeciendo una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez. Y siempre las mismas. 

Por muchas razones, además. Para empezar, por respeto a quienes sobreviven y aún tiemblan recordando lo sucedido y también hacia los seres queridos de la gente que perdió la vida o que pudo haberla perdido. 

Por otro lado, los medios generalistas llevan contando este asunto de idéntica manera desde hace décadas. Bueno, si me apuran, diría que antes se hacía con algo más de pudor. La primera muerte documentada de un joven africano tratando de llegar a las costas españolas en patera data de 1988. En esa foto, al menos, no se le veía la cara y no hacía falta puesto que, solo con echarle un vistazo, ya nos quedaba claro que pese a que su cuerpo yaciera en la arena, él ya no estaba. 

No creo que, como sociedad, debamos acostumbrarnos, a través de un relato visual reiterativo, a ver a gente muriéndose como si nada. Es que ya ni nos avisan de que las imágenes que vamos a ver a continuación son duras. Puede que se deba a que cuando están protagonizadas por según qué colectivos siempre lo son, de ahí que se les aduzca una fortaleza sobrenatural que, en realidad, no es tal pero que resulta muy útil para normalizar lo anormal y que su dolor nos duela menos. Lo que no es tan habitual es ver con todo lujo de detalles sucesos parejos protagonizados por personas blancas o en Occidente. Con todo lujo de detalles, insisto, con los gritos de terror incluidos, los bebés y las mujeres hundiéndose ante nuestra atenta mirada y con los supervivientes gritando o en un silencio aterrador mientras sus rostros se deforman por el pánico. Aprendimos con los atentados aviados de Madrid y Nueva York que ver miembros amputados, vísceras o últimos alientos era demasiado. 

Antes, sí, claro. Antes nos tragábamos todo, en plan película de Tarantino en la que no escatiman en sangre, no obstante  llegó un momento en el que caímos en la cuenta de que es mejor sugerir que mostrar para entender o hasta empatizar con el dolor ajeno. Por eso, en el atropello de Liverpool vimos más planos generales, coches de policía o ambulancias que a personas sangrando o llorando o gritando presas del pánico. En las noticias no se entretuvieron en las vísceras porque no consideraron que hiciera falta y quisieron proteger a quienes tuvieron la mala suerte de estar en el lugar no adecuado en el momento no adecuado de una exposición que pudiera abrir heridas.  

La narrativa del dolor tan obvia, tan descarnada y tan poco cuidadosa que solo vemos en ciertos cuerpos y/o contextos y que no cesa lo único que hace es anestesiarnos

Lo cierto es que hay quien cree que exhibir tan terrible espectáculo puede servir para concienciar a la audiencia acerca de la realidad en frontera o para conmover a la población de aquí. No obstante, basta con fijarse en los comentarios xenófobos proferidos en las redes, en las aulas, en los bares, en el curro, en las calles o en todos lados, vaya. O con echarle un ojo a los resultados de los últimos comicios en varios países de la UE y a los sondeos de intención de voto en este. No cabe duda de que se ha producido un ascenso más que obvio de las posturas xenófobas, racistas y ultraderechistas en buena parte del continente. La narrativa del dolor tan obvia, tan descarnada y tan poco cuidadosa que solo vemos en ciertos cuerpos y/o contextos y que no cesa lo único que hace es anestesiarnos. Nos puede resultar algo espectacular pero natural en esos rincones del planeta de los que solo nos muestran lo chungo. Que si guerras, que si ébola, que si desastres naturales.... Precisamente por lo anterior, ni nos preguntamos los porqués de la inmigración. Es como si  la gente lo hiciera porque ha tenido la mala suerte de habitar en un agujero infame y necesita salir de ahí como sea para chupar del bote en esta Europa próspera que tanto ha costado levantar, porque está en sus genes, en su naturaleza suicida o incrustado en alguna parte de su cerebro a la que le gustan las emociones fuertes. Como a los norteños hacer puenting o tirarse en paracaídas. Desde el momento en el que determinados (muchos) medios no explican las causas, más allá de la pobreza de siempre entendida, a estas alturas, como algo inherente al Sur global, se “desresponsabiliza” a occidente. A sus políticas migratorias que levantan vallas cada vez más altas y con concertinas más afiladas, a la asimetría en la emisión de visados que permite que quienes tenemos ciertos pasaportes podamos viajar sin problema a casi cualquier lugar y que, sin embargo haya gente que, si quiere salir de su tierra, tenga que hacerlo a través de vías no seguras, que no reconoce el impacto que nuestro consumo tiene en el resto del planeta. Y eso incluye el cambio climático que generamos en el norte a base de emisiones de CO2 con solera y que también padecen quienes no tienen ni la mitad de fábricas o de vehículos que hay aquí. Olvidamos muy cómodamente las lógicas coloniales y neocoloniales, que imponen monedas acuñadas en Europa, que chupan del bote, esquilman los mares y que asfixian o que hay lugares en donde se viven guerras tan guerras como la de Ucrania pero de las que aquí ni se hablan. 

O quizá lo saben y eso me da más rabia. 

Ninguno de los vídeos o fotos de rescates dramáticos han servido para que el número de fallecidos disminuya o para que las personas que se suben a una embarcación precaria arriesgando su vida no lo hagan. El año pasado fallecieron 10.457 personas en el mar tratando de llegar a Europa, según la ONG Walking Borders. Las muertes son en directo y se repiten hasta la saciedad, hasta que pierden significado. Como cuando pronuncias muchas veces seguidas la misma palabra y te suena rara. La asunción de responsabilidades, en cambio, llega en diferido, cuando ya es tarde. O nunca. 

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