Torrejón, un modelo mortal Pilar Velasco
Parte de la ciudadanía se pregunta, con dolor, qué ha pasado en esta sociedad que parece estar viviendo una lucha fratricida entre posturas enfrentadas. ¡Como si fueran equiparables! Que a estas alturas pongamos en el mismo lugar al fascismo y al antifascismo, a mi modo de ver, no habla de ignorancia sino de intención y de un trabajo fino-fino de desinformación, de sobreinformación y de desinversión en educación. Con todo, dado que yo soy periodista, me toca lanzar cuestiones y centrarme en mi oficio que, de alguna manera, ha allanado el terreno para que, como sociedad, ideas que antes nos parecían terribles y de otra era, a día de hoy, estén de moda y quepan. Porque no le podemos echar la culpa de todo a las redes sociales. Algo habremos hecho mal para que todo lo que se vierte ahí, se crea.
Y aquí van mis preguntas:
¿En qué momento a los medios supuestamente serios les valió cualquier discurso?
¿En qué momento nos conformamos quienes trabajamos en ellos?
¿En qué momento preferimos el espectáculo a la verdad, el brilli brilli o la hipérbole a la realidad, por muy cruda que esta fuera?
¿En qué momento dejamos de dedicar un buen rato a buscar fuentes válidas, como se ha hecho toda la vida, llamando a personas expertas, a asociaciones gremiales, culturales o vecinales y solo nos fijamos en la cantidad de followers?
¿En qué momento creímos que alguien que cuenta con tiempo para producir vídeos en redes donde explican lo que otras personas que carecen de ese tiempo, debido a lo mucho que hacen e investigan, debe ser la única opción de consulta o de interlocución? Da igual el tema, ¿eh? Y con esto no estoy diciendo que no haya influencers que sepan mucho, compartan de manera generosa sus conocimientos, citen sus fuentes y se lo curren, que claro que los hay, sino que dedicarse a la creación de contenidos no convierte a nadie per se en especialista en absolutamente ninguna materia.
Sin embargo, los que me dan miedo son los que suben un peldaño más, los del párrafo siguiente.
Los de la violencia explícita.
En qué momento pensamos que es preferible contar con contertulios que se ponen a dar gritos, con el fin de conferirle dramatismo a sus palabras vacías, que con perfiles que quizá la lían menos pero saben más y hablan a un volumen normal.
En qué momento pensamos que es preferible contar con contertulios que se ponen a dar gritos, con el fin de conferirle dramatismo a sus palabras vacías, que con perfiles que quizá la lían menos pero saben más
En qué momento convertimos a matones con necesidad de foco en expertos en nada que no fuera dar hostias sobre la mesa, como si eso sirviera para apuntalar y dotar de veracidad a sus palabras huecas.
En qué momento contribuimos a que, poniéndoles donde están, devinieran líderes o ejemplos a seguir en términos de opinión, ¿pensamiento? o acción.
En qué momento nos valió más el resumen, el corta y pega del “rincón del vago” o del chatGPT, las narrativas chatarra o el fast talk que caben en no sé cuántos (pocos) caracteres que la vida, la edad, la militancia, los títulos o la experiencia profesional.
En qué momento decidimos seguir las lógicas de TikTok o Instagram en lugar de alejarnos, combatirlas o entender que medios y redes son cosas distintas, aunque se puedan complementar. Que en los primeros no vale con el yo digo, yo pienso o el yo opino, que los datos cuentan y que el rigor jamás debería ser algo opcional.
En qué momento han comenzado a marcar la agenda mediática los exabruptos que se convierten en titular y que convierten a los periodistas en altavoces de los elementos más controvertidos de la élite política, incluso si les rebatimos. Y, al final, bailándoles el agua, agrandamos sus palabras malsonantes, coadyuvamos a que sus malabares léxicos alimenten polémicas estériles e infantiles y le quitamos espacio y tiempo a la exigencia de medidas para resolver las verdaderas urgencias de un Estado que, a muchos niveles, se tambalea.
¿En qué momento, eh?
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