Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Es significativo que, justo cuando el universo conservador nos martillea todos los días con que la corrupción está empujando a España al abismo del fin del mundo, más de 90.000 personas hayan peregrinado en solo quince días hasta la Basílica de la Anunciación de Alba de Tormes para venerar el cuerpo incorrupto de Santa Teresa. La afluencia de fieles ha sido tan desproporcionada que incluso ha sembrado dudas en sectores eclesiásticos preocupados ante la posibilidad de que esta marea humana responda más a impulsos de curiosidad morbosa que a un sincero y cristiano fervor espiritual. Sin embargo, no por imprevisto, el fenómeno colectivo deja de ser comprensible. Y lo es tanto por la humana fascinación ante la muerte como por este neomilenarismo conservador que convierte cada nuevo whatsapp filtrado en una moderna trompeta de Jericó anunciando el Apocalipsis.
La muerte, sin duda, abre la puerta a la manifestación más absoluta de la corrupción: la podredumbre del propio cuerpo. Para impedir esa degradación final, el hombre ha intentado, desde el tiempo de los faraones, detener artificialmente este proceso natural de descomposición. De este modo, se pretendía dejar constancia de la inmortalidad de las obras o las ideas del difunto, como nos recuerdan los cadáveres embalsamados de Lenin, Mao, Ho Chi Min o Juan XXIII. Pero no solo la voluntad humana ha intervenido en detener la corrupción de los cuerpos. En ocasiones, es el azar y la propia naturaleza los que provocan la conservación del difunto. En 1865 se descubrió en la localidad mexicana de Guanajuato que la particular composición de sus tierras favorecía la momificación de los cuerpos. Para aprovechar aquel “regalo” de la naturaleza, las autoridades crearon un museo de momias al que iban destinados los restos de aquellos vecinos desenterrados por no pagar sus sepulturas: la explotación en vida del cuerpo de los pobres se prolongaba así en la muerta, sin el consuelo del reposo eterno.
Frente a estas dos realidades, la religiosidad popular enfrentó una tercera experiencia: el milagro. Según esta mirada, solo la voluntad divina era capaz de detener la corrupción de la carne, certificando además de este modo la santidad del difunto. La Iglesia tridentina, como las autoridades de Guanajuato, se apresuró a sacar buen partido de esta convicción popular con el mercadeo de las reliquias. La propia Teresa de Ávila sería troceada con la minuciosa precisión de un Jack el Destripador con sotana, para distribuir un ojo por aquí, un dedo por allá, un pie por acullá... y un brazo incorrupto que acabaría en la mesita de noche de Franco.
El milagro de los cuerpos incorruptos no revierte el proceso de putrefacción, sino que solo lo deja en suspenso
Precisamente, esta obsesión del dictador con la reliquia carmelita ayuda a comprender el frenesí que vive hoy el universo conservador español a propósito de la corrupción. Porque conviene no olvidar que lo incorrupto, no es sinónimo de incorruptible. Y el milagro de los cuerpos incorruptos no revierte el proceso de putrefacción, sino que solo lo deja en suspenso, congelado mientras perdure la voluntad divina. Por eso, Franco se sentía protegido y reconfortado durmiendo con el brazo de la santa. No porque el dictador persiguiese otro camino de perfección que no fuese su inmisericorde habilidad para firmar sentencias de muerte, sino porque le reafirmaba en su convencimiento de que él y la reliquia estaban tocados por la “gracia de dios”.
De hecho, el culto a los cuerpos incorruptos certificaría la incapacidad del ser humano para combatir la corrupción, cuya existencia, en última instancia, no dejaría de ser también una voluntad de dios. Ahí estriba la principal diferencia entre la izquierda y la derecha a la hora de afrontar un fenómeno cuya naturaleza es esencialmente prepolítica. Un ciudadano de izquierdas exige especial honradez a sus representantes, se indigna ante todo problema de corrupción –los propios y ajenos– y espera que su resolución se eleve al nivel político, esto es, el de la acción humana que transforma instituciones y realidades para hacerlas más transparentes y justas. Por eso, las organizaciones y gobiernos de izquierdas son especialmente vulnerables al impacto de las corruptelas ya que sus titubeos e indefiniciones, como harían bien en recordar, terminan hundiendo a sus partidarios en el desencanto.
Por el contrario, la derecha, y especialmente la ultraderecha, prefiere que la corrupción no salga de los límites prepolíticos, esos que eluden el debate democrático sobre la realidad socioeconómica que afecta a las personas. El marco ideal del universo conservador es el plano irracional de la emotividad religiosa. De este modo puede entregarse al cómodo ejercicio inquisitorial de señalar pecadores, buscando con ello desmoralizar a sus contrarios y enardecer a sus fieles. Porque los pecadores, reales o imaginarios, ya se sabe, siempre son los otros. De hecho, para los pecados propios, la penitencia siempre es mínima, aunque algunos carguen con sentencias por crimen organizado o exhiban fotos con narcos. Para ellos la corrupción queda muy pronto en suspenso por la gracia de dios. Por eso se naturalizó que el mero cuestionamiento del entorno de Isabel Díaz Ayuso hiciera a Pablo Casado merecedor de una maldición bíblica que le expulsó de la dirección del PP con la misma vergüenza a cuestas con que Adán y Eva abandonaron el Paraíso. Y por eso Ayuso es alabada hoy como la mayor santa incorrupta de la derecha española.
Esa misma voluntad divina alcanza también a todos aquellos colectivos que el espíritu conservador considera propios. Es así como cientos de empresarios pueden verse sumergidos en los más turbios lodazales, pero pocas veces –a no ser que afecten a sus rivales– parecen importar a una derecha para la que el capitalismo y el empresariado es el milagroso cuerpo incorrupto que dios nos ha dado. Como incorruptos son presentados los cuerpos de seguridad del Estado, pese a los cientos de ejemplos de guerra sucia, espionajes arbitrarios o vínculos con el narcotráfico. Por no hablar de la monarquía, lastrada desde Isabel II a Juan Carlos I por un largo historial de corruptelas borbónicas, pero convertida para el imaginario conservador en el cuerpo más incorrupto de todos los cuerpos, al que solo cabe rendir veneración y ante el que cualquier crítica se convierte de inmediato en blasfemia.
Puede que algunos vean en estas aptitudes el uso hipócrita que la derecha hace de las denuncias de corrupción. Claro que quienes así piensen son incrédulos sin fe, incapaces de entender el pensamiento irracional religioso. Solo hay que comprobar cómo los mismos que antaño le señalaban como máximo responsable de la mayor trama corrupta de la historia de España, se dedican hoy a pasear a Felipe González presentándolo como la figura inmaculada de santo varón momificado. Para que luego digan que dios no hace milagros.
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José Manuel Rambla es periodista.
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