¡La banca siempre gana! Helena Resano
Escribí lo que viene a continuación antes de lo acaecido en Torre Pacheco y luego, claro, me tocó añadir más texto de lo que me hubiera gustado.
“Qué fuerte que por culpa de una rata, una persona que solo había salido de fiesta ahora pueda ir a la cárcel.”
La frase anterior está relacionada con la muerte de Abderrahim, que falleció asfixiado, presuntamente a manos de un policía en el municipio de Torrejón de Ardoz, Madrid, porque, según el testimonio del agente, le había intentado robar el móvil. Quince minutos le estuvo agarrando del cuello. Presuntamente. Quince. Por un teléfono. Y no aflojó, presuntamente, pese a que la gente que pasaba por ahí le gritara que parara, porque ojo por ojo, móvil por vida.
Lo peor es que esa frase la pronunció una de mis grandes amigas y me partió el alma. “¿Tú eres consciente de lo que estás diciendo?”, le pregunté varias veces, incrédula, por si eso servía para que se desdijera. Pero no lo hizo, apeló a la libertad de expresión, a disentir, a tener una opinión diferente a la mía. ¿Desde cuándo cargarse a alguien es objeto de debate? No me podía creer que la muerte le pareciera una cuestión de perspectiva, que no entendiera que los delitos, en este Estado, se pagan con cárcel y no con la misma vida. Estuve días sin hablarla, sin poder decir ni mu en el chat común ya que lo que tenía en la punta de la lengua no eran palabras sino una tonelada de frustración y otra de rabia. Si ni en mi entorno más cercano, tras años de conversaciones, pedagogía y anécdotas racistas de las que han sido testigos no se ha entendido nada, ¿cómo puedo pensar que algo de lo que hacemos como comunidad sirve para transformar? Como cuando mi madre, una señora blanca de Castilla, dijo que ella ya pasaba del racismo. Quizá, mi hermano y yo, ahorramos demasiados detalles de nuestro día a día. O puede que pensara que bastaba con querernos para pulverizar el racismo. Ojalá, pero no.
Con todo lo que está pasando en Torre Pacheco, ni tengo miedo ni estoy triste o no solo, al menos, más bien estoy enfadada. Audre Lorde explicaba que nosotras, las mujeres negras, pese a las acusaciones de victimismo y de dividir el movimiento feminista por afear la falta de interseccionalidad, por explicar y vivir que el género no es la única opresión y que cuando se suman unas cuantas tienen consecuencias en nuestras existencias, no partimos del sufrimiento sino de la ira y la rabia. Ojalá sentir pena, seguro que dolería menos el nudo del estómago, el párpado izquierdo dejaría de hacer cosas raras y el corazón me latiría a una velocidad normal. Nosotras no enunciamos citas con el objetivo de generar conmiseración, enumeramos vivencias cotidianas acumuladas que vomitamos, de tanto en tanto, debido a que ya no nos caben más y necesitamos hacer hueco para las que están pendientes de entrar.
Lo que antes se murmuraba o se gritaba pero en ‘petit comité’ ahora se grita gracias a la legitimidad y empoderamiento que confiere que existan siglas, partidos o perfiles que legitiman pensar, decir y hacer odio
No soy el producto de la polarización de las redes, lo soy, lo somos de nuestro día a día, ahora bien, algunas de las cosas que leo en ellas hace que me cabree y que afiance mi postura. Está claro que no son el espacio más adecuado para un debate taimado, en todo caso, lo contrario. El problema es que estas ideas siempre han ido más allá del umbral del móvil, que los prejuicios, las amenazas, la agresividad, las fakenews, la bilis y las medias verdades quizá no se puedan tocar pero habitan entre nosotras y tienen consecuencias en términos de distancia, de amenazas, de trato y, sobre todo, de maltrato. O de muerte. Lo que pasa es que ahora, como sociedad, hay más consciencia de todo esto porque hay gente que lo deja por escrito en su perfil de Instagram o que rebuzna burradas a través de TikTok. Lo que antes se murmuraba o se gritaba pero en petit comité ahora se grita gracias a la legitimidad y empoderamiento que confiere que existan siglas, partidos o perfiles que legitiman pensar, decir y hacer odio.
Y de esto no se libra ni la amistad ni la familia, espacios sagrados de mentirijilla, en donde, como te quieren, te leerán como la excepción a una regla de ciencia ficción. El “tú no eres como el resto” de toda la vida, de ese resto que ven robando en el tipo de vídeos que les llegan, gracias al algoritmo que han construido ladrillo a ladrillo, y que evidencia que hay quien cree que hay un patrón de comportamiento único en cada colectivo. Como si el género, la identidad sexual, el credo, el color o el origen fueran moldes de los que salen patrones idénticos y para mal, además. Menos yo, claro, el vellocino de oro. Como si me pareciera bien escuchar majaderías y fuera a celebrar que me saquen del saco de mierda en donde habitan todas las personas como yo. Menos yo, insisto. Yo, fetén, claro.
Y… de repente, o más bien como consecuencia de la negación pertinaz del racismo y la islamofobia, de la ausencia de una ley que los combata y de otros mil factores pero sin olvidar estos dos que he citado, estalla Torre Pacheco y seguimos sin hablar de racismo o se lo aducimos solo a unos pocos a quienes se describe como enajenados y no como la expresión extremista, si quieren, de un sistema racista al que no se suele nombrar.
A la gente mora y musulmana, sobre todo, aunque migrante y racializada también, cada vez que hay un acto violento, les piden que salgan a la calle a condenarlo, como si fueran responsables de lo que hacen cuatro. ¿Y ahora que hay turbas de señoros nazis españoles blancos o que se creen blancos liándola, qué? Ni un mensaje de las mismas personas racistas que me quieren tanto comentando que les resulta gravísimo que haya hooligans tomándose la justicia por su mano y agrediendo y/o amedrentando a inocentes.
Y esto no lo cura el paso del tiempo. Nací en 1981 y, en el Alcorcón de mi infancia, no recuerdo más que a cuatro o cinco familias negras. Cuando nos quejábamos de racismo, ya en los 80 y ni que decir tiene en los 90 –época en la que los grupos neonazis campaban a sus anchas en ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia o Zaragoza–, nos decían que es que era desconocimiento, que la sociedad tenía que acostumbrarse, que éramos pocas personas no blancas aún pero que en cuanto hubiera más gente de ascendencia migrante y racializada la cosa cambiaría. Según su vaticinio, con el cambio de siglo dejarían de preguntarnos de dónde eres antes que cómo nos llamamos, nuestros acentos nacionales, autonómicos o locales dejarían de sorprender y ya no nos mandarían a nuestros países debido a que se comprendería a la perfección que esta es (también) nuestra casa, hayamos nacido aquí o no, puesto que aquí residimos y desde aquí hacemos barrio.
No debí créermelo, primero porque es obvio que no solo no se ha acabado el racismo ni reconocido, a menos que haya agresiones frontales físicas y verbales. Y segundo, debido a que en España, aunque solo sea por la cercanía a África, porque la llegada del pueblo gitano se remonta a hace seis siglos y aquí siguen, pese a los sucesivos intentos de exterminio, por la presencia musulmana durante, mínimo, ocho siglos o por la trata esclavista y la colonización antigua y reciente en tres continentes, no ha habido solo gente “blanca” jamás y el “asuntillo” del racismo nunca se ha resuelto ya que se niega de manera pertinaz.
Si no había racismo ni islamofobia en España, ¿de dónde han salido esas turbas que agreden a inocentes por su origen, credo y/o color de piel? O, peor, ¿de dónde han salido todos los discursos que las alientan? Los exabruptos y estallidos de violencia me horrorizan, pero me preocupa más lo que subyace, aquello que los alimenta. Y esas narrativas se construyen por aquello que se cuenta pero, sobre todo, por omisión, por lo que no se cuenta y se queda en el tintero. Falta una narrativa que hable de las personas que migran y/o que no son blancas como vecinas que forman parte de esta sociedad y no únicamente como excepciones heroicas que salvan a bebés que están a punto de caerse de un balcón o como villanas que cometen crímenes. Pero también falta un repaso fuertecito a la historia y eso pasa por darle control Z al borrado histórico que ha habido.
Falta una narrativa que hable de las personas que migran y/o que no son blancas como vecinas que forman parte de esta sociedad y no únicamente como excepciones heroicas o como villanas
Es todo tan fuerte que algunas personas me consuelan por lo que está sucediendo diciéndome que dado que yo no soy inmigrante ni mora, no debo preocuparme. Pero… ¿cómo no me va a preocupar lo que está pasando pese a que no me suceda directamente a mí? Me avergüenza, me duele y me da rabia, repito.
¿Qué pasó con la ley contra el racismo que nunca se aprobó ni en la pasada ni en esta legislatura? El problema no son solo los partidos de extrema derecha, es que el antirracismo no se ha considerado prioritario porque se niega que exista el racismo, así como la islamofobia o la xenofobia, y eso, repito, a pesar de la historia, de algunos topónimos, fiestas nacionales y apellidos que evidencian horrores pretéritos y que anticipan horrores presentes y… si nada cambia, también futuros. Y por eso, porque no se reconoce, cada vez que pasa algo se minimiza su dimensión aduciéndolo al clasismo o a cuatro desubicados, jamás a algo histórico y estructural con consecuencias severas que, desde luego, van más allá de las anécdotas individuales.
Eso por no hablar de que la defensa de la gente migrante sea “¿y qué vamos a hacer con nuestros esclavos si los echan?” Bueno, no lo expresan así pero eso es lo que están diciendo, pese a que no sea su intención, cada vez que comentan que el país no sería el mismo si se expulsa a las personas que trabajan en el campo o cuidan ancianos o limpian escaleras y culos que, en su mayoría, son migrantes. Reducir a un ser humano a su dimensión productiva acotada, además, a aquellos sectores en donde se gana menos y se vive peor es repugnante. Estoy segura de que no hay mala fe detrás, pero… estoy cansadísima de entender la no mala intención de todo el mundo y que a nosotras, las personas no blancas no nos entienda nadie y nos llamen victimistas. ¿Qué pasa, que esas personas solo tienen derecho a estar aquí y se les perdona su migración si hacen lo que nadie quiere por cuatro duros? Tremenda instrumentalización de seres humanos de los que se habla acaloradamente en medios, en redes o hasta en el Congreso pero a los que rara vez se pone el micrófono para que puedan hablar y decir cómo están.
Y para concluir, voy a poner algunos datos que evidencian que el racismo es mucho más que los insultos en redes o que te llamen Conguito en el colegio:
Un estudio basado en dos encuestas a más de 1.300 personas afrodescendientes y africanas, documenta el racismo estructural existente en España. A pesar de que el 71% de los entrevistados tienen la nacionalidad española, el 60% no se siente de aquí debido a que 'no se las reconoce como tal', por su color de piel.
Se trata de un país en el que hay discotecas y locales de ocio en los que niegan el acceso a gente no blanca amparándose en el derecho de admisión pese a que detrás haya motivaciones racistas o en el que las identificaciones por perfil racial por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, lamentablemente, continúan teniendo mucho peso.
En España, uno de cada dos migrantes trabaja por debajo de su cualificación debido, entre otras cosas, al laberinto administrativo que implica la convalidación de títulos.
Pero no solo eso, un 69% de los hijos de inmigrantes y un 60% de las hijas no llegan a bachillerato; el 12% de hijos de migrantes tiene dificultades para entrar en el mercado de trabajo, según una investigación elaborada por el Instituto de Investigación Ortega y Gasset. Mientras, los hijos de españoles cuentan con un 36% más de posibilidades de acceder al proceso de selección de las ofertas laborales.
Y, por si eso no fuera suficiente, el racismo y la xenofobia inmobiliaria están normalizados: El 99% de las inmobiliarias contactadas aceptan formas explícitas de discriminación.
¿Vamos a seguir negándolo y sorprendiéndonos por algún repunte violento de tanto en tanto o, desde las instituciones, se va a hacer algo?
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