¡La banca siempre gana! Helena Resano
Los aliados europeos de Kiev, al autoinvitarse a Washington en apoyo al presidente ucraniano con motivo de su encuentro con Trump el 18 de agosto, lograron aparecer en la foto de las grandes maniobras en curso para encontrar una solución a la guerra que Rusia libra contra Ucrania desde hace más de tres años.
Preocupados por hacer olvidar la humillación pública a Volodímir Zelensky en el Despacho Oval en febrero, estuvieron a punto de quedar fuera de juego en una recomposición geopolítica que, sin embargo, les afecta en primera línea, la del trazado de sus fronteras. Pero ¿por cuánto tiempo y a qué precio de dependencia?
La cumbre celebrada tres días antes en Anchorage, Alaska (Estados Unidos), fue para ellos un shock en medio de sus vacaciones estivales, pues oyeron silbar en sus oídos la bala de la capitulación de Ucrania y, de rebote, el peligro inmediato para su seguridad.
Pillándoles desprevenidos, como de costumbre, Donald Trump, que esperaba un acuerdo que pudiera atribuirse rápidamente, renunció a exigir el alto el fuego que había ido a conseguir para alinearse con la posición de Vladimir Putin, en busca de un hipotético acuerdo de paz que diera tiempo a su ejército para continuar sus conquistas y, llegado el momento, ratificar una ocupación de los territorios ucranianos lo más amplia posible.
Mientras Moscú pretende desmembrar a su vecino, al que considera un vasallo eterno, Trump ejerce su poder de forma tan versátil como peligrosa, en busca de un Premio Nobel de la Paz que, en un mundo orwelliano, coronaría el derecho del más fuerte. Y se le entregaría, junto a Vladimir Putin, en contra de las normas del derecho internacional construidas tras la Segunda Guerra Mundial.
En la Casa Blanca, la heterogénea “coalición de voluntarios”, formada por el presidente francés Emmanuel Macron, el primer ministro británico Keir Starmer, el canciller alemán Friedrich Merz, la presidenta del Consejo italiano Giorgia Meloni el presidente finlandés Alexander Stubb, acompañados por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, logró mostrar su apoyo al presidente ucraniano y centrar los debates en la cuestión de las “garantías de seguridad” que deben negociarse para impedir que Moscú lance nuevas ofensivas en caso de que cesen las hostilidades.
Esos avances eran necesarios, pero muy insatisfactorios por haberse obtenido no solo a costa de lamentables zalamerías hacia un anfitrión al que no convenía molestar, sino también a cambio de la promesa de una gigantesca inversión ucraniana en material militar americano financiada por... la Unión Europea (UE). De esta forma, la presencia europea en la mesa de negociaciones se ha pagado con una mayor dependencia de los intereses económico-militares bien entendidos por Estados Unidos.
Los dirigentes del Viejo Continente, tras haber capitulado ya comercialmente a finales de julio al comprometerse a financiar masivamente la economía americana para reducir los aranceles inicialmente exigidos, parecen incapaces de comprender que la nueva configuración geopolítica mundial no les deja otra opción que contar únicamente con sus propias fuerzas. A pesar de la multiplicación de las violaciones de derechos en territorio estadounidense, un país que durante mucho tiempo se ha considerado un modelo de democracia liberal y que hoy se encuentra en plena deriva autoritaria, siguen anclados en la idea de que no hay alternativa.
Es hora de admitir que las reglas del juego han cambiado. Para no quedarse como espectadores de la resolución de un conflicto en su propio territorio, deben dejar de considerar a Washington como su aliado de siempre, o incluso su protector, y dotarse de los medios para alcanzar la independencia, única forma de hacer oír su voz e influir en las posiciones de los dos jefes de Estado que mueven los hilos de la brutal reorganización del mundo, Donald Trump y Vladimir Putin.
Eso supone dejar de mostrarse ingenuos, recuperar el tiempo perdido con Ucrania y contribuir a refundar el multilateralismo sobre bases más justas que las que prevalecieron en su nacimiento.
Los Estados europeos oyen, pero no escuchan lo que se ha dicho y repetido en todos los tonos en Washington
Desde la elección de Donald Trump, el “frente transatlántico” ha quedado en agua de borrajas. Es cierto que sigue existiendo, como las estrellas extinguidas hace tiempo, en la retina de quienes se niegan a comprenderlo, en particular Emmanuel Macron, que al término de la cumbre de Washington vislumbró una “convergencia” con Estados Unidos.
Sin embargo, la foto de familia tomada en Washington no lo era. Aunque los cambios de postura de Trump pueden generar confusión, es sorprendente constatar hasta qué punto los Estados europeos oyen, pero no escuchan lo que se ha dicho y repetido en todos los tonos, incluso de la manera más agresiva posible.
Pocas semanas después de su investidura, el presidente de la primera potencia militar mundial pidió, de forma casi simultánea, la limpieza étnica de la Franja de Gaza y anunció negociaciones para un acuerdo ruso-estadounidense que pusiera fin a la guerra en Ucrania, en ausencia de Kiev y de los dirigentes europeos. De ese modo, reveló las bases de su programa de pensamiento y acción a escala internacional y confirmó que le son ajenos, al igual que a Putin, principios tan fundamentales como el derecho de los pueblos a la autodeterminación y la integridad territorial.
Como su homólogo ruso, Trump menosprecia a Europa y los valores humanistas y democráticos sobre los que se construyó el derecho internacional tras la Segunda Guerra Mundial. El vicepresidente de los Estados Unidos, J. D. Vance, lo demostró en una conferencia en Múnich (Alemania) el 14 de febrero, en la que pretendió defender la “libertad de expresión” para combatir mejor no solo los principios de igualdad y solidaridad, sino también los contrapoderes constitutivos de las sociedades democráticas: “No hay lugar para cortafuegos”, insistió.
Dos días antes, en Bruselas, durante una reunión del grupo de contacto sobre la defensa de Ucrania, el secretario de Defensa estadounidense, Pete Hegseth, declaró abruptamente que la alianza entre Estados Unidos y Europa, cuya expresión estratégica es la OTAN, ya no era una preocupación para Washington y que Estados Unidos tenía otras prioridades, en primer lugar “la seguridad de [sus] propias fronteras”. “La Unión Europea se creó para estafar a Estados Unidos, ese es su objetivo”, resumió Trump al final de ese mismo mes de exposición de su doctrina.
Pero eso no fue suficiente para los dirigentes europeos. El secretario general de la OTAN, Mark Rutte, estuvo presente, simbólicamente, en la Casa Blanca el 18 de agosto, junto a la “coalición de voluntarios”, pero eso no impidió que la organización que dirige quedara relegada a un papel de simple figurante. Al condicionar su protección al grado de sumisión consentida, Washington transforma la Alianza Atlántica en un espacio de relaciones asimétricas, haciendo más palpable la soledad estratégica de sus supuestos aliados.
La falta de previsión es flagrante. El desinterés por Europa no ha caído del cielo de repente. Aunque los lazos fueron inquebrantables durante las dos guerras mundiales, debido a una convergencia de valores que coincidían con los intereses económicos, estos no resumen la historia de una relación compleja y tormentosa.
En Le Grand Continent, Ludovic Tournès, profesor de historia internacional en la Universidad de Ginebra (Suiza), detalla la evolución de la posición de Estados Unidos. “Tras su independencia en 1783 y a lo largo del siglo XIX, su prioridad fue ampliar su territorio y consolidar su nación. Washington daba decididamente la espalda a Europa, percibida como un conjunto de regímenes monárquicos —”tiranías” en el vocabulario americano—, persecuciones políticas o religiosas y conflictos incesantes en los que se negaban a verse envueltos”.
“Estados Unidos solo empieza a preocuparse por Europa cuando ve que sus reacciones representan una amenaza directa para su seguridad y su comercio exterior”, añade.
Y concluye: “El orden internacional de 1945, configurado en gran medida por Estados Unidos, se basa en esta lógica de indexación: al garantizar la seguridad de Europa occidental a través de la OTAN, Washington aseguraba la suya propia al contener la expansión de la URSS, adversaria tanto geopolítica como ideológica. Al apoyar la reconstrucción europea a través del Plan Marshall, abrió mercados para su poderosa industria y se ganó la fidelidad de un cliente en cautiverio, ya que las capacidades industriales de Europa estaban entonces muy mermadas [...]. A partir de Ronald Reagan, los dirigentes americanos dejaron progresivamente de considerar que existía un vínculo orgánico entre la seguridad de su país y la de Europa. El multilateralismo y las organizaciones internacionales que lo encarnaban fueron objeto de críticas cada vez más duras, por considerarse demasiado costosos y restrictivos para la libertad de acción de Estados Unidos.”
Cuarenta años después del fin de la Guerra Fría, la cultura diplomática europea sigue alimentándose de una cierta ilusión respecto a un orden internacional nacido en 1945 que ya no existe. Es urgente sacar las consecuencias, sin por ello tirar por la borda sus valores fundamentales, refundando un multilateralismo más justo e inclusivo, opuesto a los imperialismos ideológicos y territoriales defendidos por Trump y Putin.
Europa debe asumir toda su responsabilidad, reafirmando alto y claro la igualdad de los Estados soberanos, la prohibición de las guerras de agresión y la incondicionalidad de los derechos humanos, integrando al mismo tiempo a los países, en particular los del Sur, que fueron excluidos de los centros de poder cuando se constituyeron las instancias supranacionales. Teniendo en cuenta el contexto autoritario y reaccionario en el que se ejerce, la defensa de esos principios universales debe ir acompañada de una lucha antifascista ofensiva que no puede limitarse a las fórmulas vacías enunciadas por el presidente francés.
Para defenderse a sí misma, es igualmente necesario que Europa se dote de los medios para defender a Ucrania sin depender del poderío militar americano. Tras más de tres años de guerra y un primer mandato de Trump que dejó claras sus intenciones, ¿cómo puede caer en la humillante situación de tener que financiar armas estadounidenses para proteger a su vecino?
Debido a la insuficiencia de las inversiones militares prometidas en 2022, el ejército ucraniano se enfrenta hoy a una escasez de misiles de interceptación que debilita su defensa antiaérea, expone gravemente a la población civil y frena su capacidad de resistencia. Además, mientras la industria americana es la principal beneficiaria de las exportaciones mundiales de armas, algunos Estados europeos siguen empeñados en debilitar los modestos dispositivos de preferencia europea en materia de defensa.
La construcción de una autonomía europea en materia de defensa requiere una política económica que no olvide los intereses de los ciudadanos
Teniendo en cuenta los plazos de producción, y sabiendo que la defensa es una cuestión de rapidez, el plan “rearmar Europa” lanzado por la Unión Europea en marzo de 2025 para reforzar las capacidades del continente de aquí a 2030 llega muy tarde y se proyecta muy lejos. Esto ocurre cuando, según estimaciones del Center for Strategic and International Studies, un centro americano de estudios geopolíticos con sede en Washington, desde el inicio de la invasión en febrero de 2022 han muerto o resultado heridos en combate cerca de 400.000 soldados ucranianos y un millón de rusos. Pero sobre todo, esta operación corre el riesgo de volverse en contra de las poblaciones europeas si sigue prevaleciendo al mismo tiempo la lógica de la austeridad .
Para que no se convierta en una trampa social ni en una economía que llame a la guerra, como es el caso de Rusia, la construcción de una autonomía europea en materia de defensa supone que se integre en una política económica global en la que no se olviden los intereses de los ciudadanos europeos. Esto pasa por el apoyo a la demanda interna, la lucha contra las desigualdades y el desarrollo de los servicios públicos y de una industria civil soberana.
La falta de preparación de la Unión Europea y su escaso coraje político le están resultando fatales. Esto se traduce de forma igualmente dramática en su incapacidad para impedir la guerra genocida que Israel está llevando a cabo en Gaza. Si bien empiezan a florecer las promesas de reconocimiento de un Estado palestino, sigue siendo insuficiente para detener la masacre en curso mientras no haya sanciones.
Mientras el mundo entra en un periodo en el que las dos antiguas potencias rivales de la Guerra Fría se ponen de acuerdo para acabar con el derecho internacional de forma radical, Europa, en su afán por no molestar al falso amigo americano, se paraliza y contribuye a su propia desaparición, en beneficio de las fuerzas imperialistas, colonialistas, autoritarias y reaccionarias que, sin embargo, se ha comprometido a combatir.
Traducción de Miguel López
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