¡La banca siempre gana! Helena Resano
Federico García Lorca amaba a Cristo hasta el punto de identificarse plenamente con él. Rechazaba, empero, al Dios del Viejo Testamento, vengador, sanguinario, cruel. Está de modo explícito en toda su obra, desde el primer momento hasta el último.
Durante su estancia en Nueva York (1929-1930), el genial poeta y dramaturgo granadino, hoy admirado universalmente, compuso su Grito hacia Roma, terrible diatriba contra el Vaticano lanzada desde el Chrysler Building, entonces el edificio más alto del mundo. En estos momentos tan atroces quiero llamar la atención sobre el poema, y le pido encarecidamente a la dirección de infoLibre que me haga el favor de reproducirlo a continuación. Mi esperanza es que, entre otras cosas, haga reflexionar a algún sedicente cristiano, católico u otro, a preguntarse si obedece el mandato de Jesús de amar al prójimo como a sí mismo.
Hay tanta hipocresía... Donald Trump sale a veces al escenario con una Biblia bajo el brazo (o entre las manos). Ello no le ha impedido afirmar, delante de la viuda de Charlie Kirk, que discrepa con su decisión de perdonar al asesino. Dijo aproximadamente: “Lo siento, no puedo estar de acuerdo. Yo odio a todos mis adversarios”. Qué barbaridad.
Hay tanta hipocresía... Donald Trump sale a veces al escenario con una Biblia bajo el brazo. Ello no le ha impedido afirmar, delante de la viuda de Charlie Kirk, que discrepa con su decisión de perdonar al asesino
Lorca escribe el poema meditando sobre el vil contubernio entre el Vaticano y Mussolini. A su vuelta a España sigue en la misma línea y, cuando llega el momento, acaban con él. No me puedo quitar de la cabeza su soledad y angustia en los momentos postreros. Ni el hecho de que todavía, ¡todavía!, casi cien años después, no hayan sido capaces de decirnos dónde yacen sus restos.
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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado. Su último título publicado es 'Un carmen en Granada', libro de memorias editado por Tusquets.
Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego,
peces de arsénico como tiburones,
tiburones como gotas de llanto para cegar una multitud,
rosas que hieren
y agujas instaladas en los caños de la sangre,
mundos enemigos y amores cubiertos de gusanos,
caerán sobre ti. Caerán sobre la gran cúpula
que unta de aceite las lenguas militares,
donde un hombre se orina en una deslumbrante paloma
y escupe carbón machacado
rodeado de miles de campanillas.
Porque ya no hay quien reparta el pan y el vino,
ni quien cultive hierbas en la boca del muerto,
ni quien abra los linos del reposo,
ni quien llore por las heridas de los elefantes.
No hay más que un millón de herreros
forjando cadenas para los niños que han de venir.
No hay más que un millón de carpinteros
que hacen ataúdes sin cruz.
No hay más que un gentío de lamentos
que se abren las ropas en espera de la bala.
El hombre que desprecia la paloma debía hablar,
debía gritar desnudo entre las columnas
y ponerse una inyección para adquirir la lepra
y llorar un llanto tan terrible
que disolviera sus anillos y sus teléfonos de diamante.
Pero el hombre vestido de blanco
ignora el misterio de la espiga,
ignora el gemido de la parturienta,
ignora que Cristo puede dar agua todavía,
ignora que la moneda quema el beso de prodigio
y da la sangre del cordero al pico idiota del faisán.
Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes cúpulas sahumadas,
pero debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las almohadas.
Pero el viejo de las manos traslúcidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos.
Dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de los cuchillos y melenas de dinamita.
Dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con el cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y de la música.
Porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor de aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la Tierra
que da sus frutos para todos.
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