Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Las viejas cabeceras de papel celebraron al unísono el ridículo sainete trumpista de Egipto como si fuera un Potsdam redivivo, un gesto que habla más del hambre de importancia y certeza de la prensa que del alcance de lo real.
"Trump reconfigura Oriente Próximo y proyecta su liderazgo global", "Trump proclama la derrota de las «fuerzas del terror» con la vuelta de los rehenes", "El canje [de rehenes] afianza la paz", "Histórico acuerdo de paz en Gaza: «Es un nuevo amanecer»"… Las letras góticas de las cabeceras españolas, aun las habitualmente sosegadas y resistentes a la propaganda barata, asaltaron los kioscos el martes 14 de octubre queriendo sancionar la pintoresca comedia bufa acaecida en Egipto el día anterior como un acontecimiento histórico, como si alguien aún se tomara en serio al ocupante del Despacho Oval y obviando hechos relevantes de lo ocurrido, como que la paz es algo muy distinto del cese de hostilidades o que el hombre naranja se autoinculpó como patrocinador y forofo del genocidio por el que Benjamín Netanyahu será juzgado en la Corte Penal Internacional. O que ninguno de los contendientes estuvo presente, detalle tremebundo. Fue un escenario sin protagonistas, pero con un payaso palabrero para entretener al respetable y disimular con cháchara tal vacante. Un teatro vacío, bajo los focos del mundo.
Pese a ser este impostor un paisano en edad provecta y con vasta experiencia en una decena de cabeceras del sector, no dejó de sorprenderse de esta precipitación entusiasta en la medianoche del lunes, porque ya entonces esos titulares, hinchados de solemnidad, resonaban estrambóticos, como si quisieran convencer a la Historia de que los tomara en serio. La realidad suele ser inconmovible y cuanta más hambre de posteridad tiene un titular, más efímero se vuelve. Los encabezamientos ampulosos del lunes, casi litúrgicos, como si quisieran hacer creer al tiempo que ese día —ese martes cualquiera— merecía ser recordado, eran desmentidos por el día después, cuando lo que se había llamado “paz” no era más que un alto el fuego vacilante, una pausa de polvo y humo que no resolvía en nada la tremenda vulnerabilidad del pueblo palestino. El error es consagrar en lugar de nombrar, canonizar el tiempo en lugar de dejarlo desplegarse para evitar el vicio de inflar de trascendencia sin respaldo el discurso y estallar en el aire como una pompa de jabón. Lo solemne se degrada en farsa con la velocidad con la que el presente se olvida de sí mismo.
Pero esa grandilocuencia no nace solo del oficio, es un síntoma de la época y de sus ansiedades. Habitamos un tiempo que ha perdido la fe en su propio rumbo, un interregno entre certezas agotadas y futuros aún sin forma que no ve más allá de la siguiente curva y, precisamente por eso, sueña con unas luces largas que iluminen el horizonte entero y nos provean de unas semanas de certeza. De esa angustia nacen los adjetivos desmesurados; llamamos “histórico” a lo que apenas es noticiable, “cumbre” a cualquier reunión con micrófonos, “paz” a un silencio fugaz de los cañones. No es solo exceso retórico, es el temblor de una civilización que necesita convencerse de que todavía avanza hacia alguna parte, como si los periódicos, al pronunciar palabras solemnes, pudieran conjurar la sensación de extravío, pudieran solidificar un teatro improvisado en inmarcesible rima del Siglo de Oro. Pero el fingido mármol de esos titulares de barro se agrieta al secarse.
La incertidumbre y la amenaza sobre los palestinos no se han resuelto ni disuelto, solo se han tomado unas horas
El periodismo, que nació para contar lo que ocurre, parece ansiarse notario de lo que aún no ha pasado, queriendo fijar el presente antes de comprenderlo. Queremos escribir la Historia en tiempo real obviando que esta solo se revela cuando el polvo baja y el eco se apaga. Cada día anunciamos el fin de una era, cada semana prometemos un renacimiento, un orden nuevo, reglas diferentes que pretendemos inteligibles. Y cada viernes llegamos exangües al descanso convenciéndonos de que todo es nuevo y distinto cuando en realidad la noticia es que seguimos aquí para afrontar otra semana —he ahí la insufrible paradoja— tan cargada de incertidumbre y rutina como todas las anteriores. Seguimos atrapados en este presente sin salida, donde la posteridad se mide en horas y la eternidad dura lo que un mal titular. Habitamos una grieta de la Historia y solo vemos sus paredes inasequibles. La incertidumbre y la amenaza sobre los palestinos no se han resuelto ni disuelto, solo se han tomado unas horas.
El gesto más valiente y realista puede ser renunciar a la ilusión de las luces largas, aceptar que atravesamos una zona de penumbra, una curva cerrada del tiempo donde solo vemos unos metros de carretera por delante y hemos de adecuar la velocidad a lo poco que sabemos, so pena de acelerar, fingiendo atisbar la recta venidera, y rodar colina abajo lejos del asfalto hasta lo profundo del barranco. La tarea del periodismo —de todo lenguaje que intente nombrar el mundo— no es fingir claridad, sino sostener la mirada en medio de la niebla real. No compete al periodista erigir monumentos, pobre de él, sino apenas custodiar el temblor del instante sin desorientarse. Por más embriagador que resulte vivir con esa urgencia, no todas las noches es nochevieja ni todos los soles traen un año. El cartógrafo no dibuja mapas durante el terremoto o mientras el volcán hincha la isla.
La ética del oficio también consiste en eso, en no prometer Historia cuando solo tenemos presente, no confundir el rumor del momento con la voz del destino. La posteridad no nace del adjetivo grandilocuente sino del detalle preciso, del testimonio sobrio y del silencio respetado. Los periódicos de aquel martes de octubre quisieron decir al mundo que habían asistido al nacimiento de la paz, a la génesis de un nuevo mundo, feo pero estructurado y por tanto comprensible, pero en realidad lo que escenificaron con sus letras góticas fue algo más modesto, más veraz y a su modo hermoso, en su intento de posteridad: el patético intento humano, una vez más, de encontrar sentido en medio del derrumbe. Y acaso esa necesidad pugnaz —esa obstinación por creer que cada pausa es un comienzo, que cada reunión es un giro de la historia— sea lo único en verdad histórico que nos queda, porque lo que hay detrás de la retórica de lo grandioso no es solo vanidad, también es miedo. A que el tiempo se haya desfondado, a que nada quede fijado, a que vivamos en una época sin relato. Nuestro oficio desastrado, si quiere seguir siendo útil, debería aprender a mirar sin pretensión de eternidad, con la prudencia de quien sabe que su luz apenas alcanza unos metros. Avanzar así, con los faros justos, no es resignación ni renuncia, es una forma de honestidad.
Cuando la ceniza se asiente, la sangre se seque y el tiempo vuelva a tener espesor, tal vez alguien encuentre entre los viejos titulares una frase sin mármol ni trompeta, una frase exacta, modesta, una oración pequeña que diga simplemente lo que fue, y en ella reconozca el pulso real de una época que solo pedía, aunque fuera un instante, ver un poco más allá de la oscuridad, más allá del polvo y más allá del fuego.
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