La Humanidad contra la humanidad: Gaza y el espejo siniestro del Derecho Internacional

Al revés y al derecho

El 23 de agosto de 1982, en el periódico El País, Rafael Sánchez Ferlosio escribió un lúcido y descarnado alegato: La Humanidad y la humanidad. Denunció la falacia moral de aquellos que, ante la muerte de un individuo, desvían su mirada hacia la estabilidad del sistema, como si la desaparición de una vida no fuera en sí misma una catástrofe absoluta. Esta crítica a la cosificación de lo humano resuena con trágica actualidad cuando miramos hacia Gaza, donde la letal reiteración del conflicto se conjuga con la (a veces lóbrega) inercia jurídica y política de la comunidad internacional. La abstracción de la Paz Mundial —hermana gemela del Bien Común— se impone como criterio último, mientras el dolor particular se relega al pie de página de los análisis geoestratégicos.

El Derecho Internacional Público, en tanto que herramienta de una comunidad internacional organizada, debería servir como contrapeso a esta tendencia deshumanizadora. Sin embargo, los avances de la humanización de tal derecho no han impedido que la política, a menudo, subsuma su vigencia en función de intereses coyunturales. Gaza no es sólo un campo de batalla, sino también un campo de prueba del derecho: de su coherencia normativa, de su valor vinculante, y sobre todo de su capacidad para resistir el envilecimiento de la tragedia mediante su neutralización en cifras y comunicados.

La crisis, en el ámbito del Derecho Internacional, no es un fenómeno episódico, sino su condición estructural. No puede ser de otro modo cuando el derecho y el poder no sólo coexisten, sino que se articulan mutuamente. En efecto, el Derecho Internacional no emana de un demos soberano común, sino de un orden interestatal cuyo fundamento principal sigue siendo la voluntad de los Estados, esos actores cuyas decisiones están mediadas, en parte, por la psicología —más o menos racional, más o menos ética— de los gobernantes de turno. Así, el cumplimiento del Derecho Internacional depende tanto de su formulación jurídica como de la disposición subjetiva de quienes lo invocan, lo interpretan o lo ignoran. De ahí que la "crisis" no sea una excepción, sino el régimen ordinario de su funcionamiento: un derecho constantemente puesto a prueba, constantemente sometido a la tensión entre su promesa universalista y su ejecución selectiva.

Las operaciones militares israelíes en la Franja de Gaza (y Cisjordania), y las respuestas armadas de Hamás y otros actores, deberían analizarse bajo el prisma de las normas imperativas del Derecho Internacional Humanitario, tal como se sistematizan en los Convenios de Ginebra y sus Protocolos adicionales. Pero más allá de la discusión técnica sobre proporcionalidad, distinción o necesidad militar, lo que se impone es el test de humanidad que Ferlosio exigía: si el derecho sirve únicamente para contabilizar violaciones sin impedir su repetición, ¿no acaba por convertirse en coartada del sistema que pretende limitar?

Hay que recordar, siempre, que la prohibición del uso de la fuerza (artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas) es piedra angular del orden jurídico internacional. No obstante, la interpretación del derecho a la legítima defensa, en clave expansiva, ha desdibujado esa prohibición, transformando a menudo la excepción en regla. En el caso de Gaza, la invocación recurrente de la legítima defensa colectiva por parte de Israel ha sido aceptada en foros diplomáticos sin el escrutinio estricto que el Derecho Internacional exige. Mientras tanto, el principio de proporcionalidad se licua en el lenguaje político y mediático, con la complicidad de quienes elevan el "fantasma del terrorismo" a coartada última, como lo era el "fantasma del holocausto nuclear" en la denuncia ferlosiana.

Un derecho que no comunica justicia, que no declara valores universales, y que no justifica su primacía sobre el interés político inmediato, es un derecho que abdica de su función social

Pienso, al menos en estos momentos de mi razón intelectual, que el Derecho Internacional no sólo debe analizarse en términos de obligatoriedad, sino también como instrumento de comunicación, legitimación y declaración de valores. Si aceptamos que Gaza representa una herida abierta en la conciencia jurídica internacional, debemos también reconocer que la pasividad, la doble vara y la selectividad en su aplicación deslegitiman al derecho ante los pueblos. Un derecho que no comunica justicia, que no declara valores universales, y que no justifica su primacía sobre el interés político inmediato, es un derecho que abdica de su función social.

Ferlosio nos advierte de los peligros de una humanidad convertida en abstracción zoológica, capaz de tolerar —e incluso justificar— atrocidades en nombre de su perpetuación. Gaza nos obliga a elegir entre la Humanidad (esa entelequia ciega y sorda) y la humanidad concreta de cada niño, cada madre, cada combatiente, cada civil. En ese terreno, el cumplimiento del Derecho Internacional tiene una última oportunidad: o se cumple sus principios estructurales y, por ende, su vocación humanizadora, o se resigna a ser, como decía Juan de Mairena, una voz que ya no se dirige al hombre, sino a las masas a las que "que las parta un rayo".

El jurista internacionalista, entonces, se enfrenta al desafío de no caer en la autocomplacencia normativa. Gaza no exige nuevas normas, sino voluntad política de aplicar las existentes con igual celo, sin excepciones ni excusas. El precio de no hacerlo no es sólo la repetición del horror, sino la pérdida definitiva de aquello que hace del derecho internacional algo más que un mecanismo subordinado al poder: su capacidad para erigirse en límite frente a él, recordándonos que cada muerte singular constituye, en sí misma, un auténtico fin del mundo.

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7 de junio de 2025 - 06:00 h
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