Ángeles Caballero: “La mierda también puede ser bonita”
Empecemos por lo más importante.
¿Qué tiene usted ahora mismo en la nevera?
Ahora pocas cosas, tengo que irme al súper al acabar aquí. Tengo coca-cola zero, coca-cola zero sin cafeína. Coca-cola normal que ha traído mi cuñada y que jamás será abierta salvo que venga alguien a casa porque normal, no tomamos. Tengo gazpacho. Tengo un tupper con judías con calamares. ¡Tengo muchísimas cosas! Y la coloco igual que ella. Las cervezas en otro lado, el embutido siempre en papel, no en bandeja…
“Ella” es Julia, o ‘la Juli’, la mujer de Manolo. Ellos son los padres de la periodista Ángeles Caballero (Madrid, 1976), que un día cualquiera abrió la nevera en su casa familiar y se dio cuenta de repente de que habían comenzado a dejarse ir. Ya no estaba tan cuidada y ordenada como siempre. No reconoció el tipo de alimentos. Había empezado una cuesta abajo, una pendiente nunca antes imaginada, ni siquiera presentida, pero que se reveló como un pellizco de realidad. De los que dejan un buen morado.
A partir de ahí, la enfermedad, la muerte de su padre, el ingreso de su madre en una residencia en Madrid en plena primera ola de la pandemia y finalmente su fallecimiento. Dos muertes en poco más de cuatro años. Un striptease familiar e íntimo titulado Los parques de atracciones también cierran, el primer libro de la periodista que escribe en El País, habla en La Ser y se deja ver en La Sexta.
La contradicción, como una muestra sincera de la esencia humana, trufa buena parte de las páginas del libro. La exigencia brutal que a sí misma se aplica Caballero (“Sí, soy un poco agonías”, confiesa) se materializa en una entrega total y, sin embargo, late la culpa por si no ha estado a la altura. La maldición por su mala suerte y la sensación de privilegio por poder acompañar a sus padres en la primera fila de la decrepitud. El respeto y a la vez el reproche a su hermana mayor, que lleva toda la vida en EEUU y ante la que se siente como el hijo pródigo de la parábola. La mella que hacían comentarios de su entorno (en perfecta sintonía con su atmósfera materna) y las decisiones que tomó desde la razón y la responsabilidad.
Caballero cuenta cómo pasó de ser hija a madre de sus padres (“el relleno del sandwich”, entre sus padres y sus propios hijos) y lo hace sin ahorrar anécdotas. En la autora hay muchísimo humor, netamente castizo y lleno de referencias populares. Un recurso marca de la casa que sirve en ocasiones para desengrasar, en otras para esquivar cuestiones incómodas y siempre para conectar al instante con el otro. Cuenta que la última frase de su padre, en el hospital, fue: "Joder, ¿aquí no dan cocido o jamón?". A ella no le gustaría "recitar a Paul Auster" sino acabar cantando "Como una ola".
“El libro lo he escrito para mí misma. He expulsado muchos demonios y culpa que tenía dentro. Ha sido una catarsis no tanto para superar el duelo, porque a veces tengo la sensación de que, sobre todo en el caso de mi madre, no lo tengo ni siquiera abierto. Me lo he escrito a mí misma y también para que cuando haya gente que lo lea vea que hay piezas que casan. Decisiones que se toman que tienen sentido”, dice mientras disfruta un vino blanco cerca de su casa, en Madrid.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo: llevar a mi madre a una residencia, que es una decisión que gente muy cercana a mí no comprendió. Lo respeto profundamente, pero me lo manifestó quizás de una forma demasiado severa y asertiva. Esta cosa de juzgar cómo deben cuidar los otros, que pasa muchas veces con todo tipo de maternidades… Pasa cuando tienes un bebé y cuando cuidas de tus padres como si fueran tus hijos. Hay alguien a quien tú no has pedido opinión que está encantado de mostrártela y decirte no lo que no tienes que hacer sino lo que debes o tienes que hacer.
Lo ocurrido en las residencias, especialmente en las de Madrid, en las que en la primera ola murieron 7.291 personas sin ser derivadas a los hospitales como consecuencia del conocido como Protocolo de la Vergüenza, desvelado por infoLibre, conmocionó a la propia Caballero, que llegó a escribir en 2022 una carta abierta al entonces consejero Enrique Ossorio cuando desdeñó el dolor de las familias. “Les dio igual en marzo de 2020 y les da igual en octubre de 2022. Y no pasa nada. Porque en las urnas hemos decidido cambiar viejos por cervezas. Y no seré yo quien discuta el resultado de una votación democrática” escribió entonces.
Pero este libro no va de eso. Su madre ingresó en una residencia privada y cara, reconoce Caballero, “un chalé en el Viso”, y se ha cuidado de no convertir la historia de sus padres en una columna de actualidad al calor del titular del momento.
Pensaba que me había tocado una bandada de palomos. Que me habían 'alicatao'
“Empecé a escribir este libro antes de la pandemia, como en 2018. Me salía un libro lleno de amargura, un ajuste de cuentas salvaje con todo y con todos. Pensaba, recordando una frase muy de mi padre: “Nos ha cagado el palomo”. Pues yo pensaba que me había tocado una bandada de palomos. Que me habían alicatao. Ese libro era un: “¿Por qué me ha pasado esto a mí?”. Cuando lo retomé, me di cuenta de que era una historia de amor y no tenía ganas de meter elementos que me lo iban a ensombrecer. Algunas reflexiones que tengo las he hecho a través de otros altavoces que sabes que tengo. No quería otros protagonismos. Pero también estoy muy en paz con lo que hice, con lo que pasó”, explica.
El libro comienza describiendo a sus padres, nacidos en los años 30, sin más que estudios básicos, asentados en Getafe, referencia del cinturón rojo madrileño construida gracias a la llegada de trabajadores del buena parte de España. A ellos siempre les fue bien, nunca faltó el dinero, y fueron como una piña.
¿Es la muerte de sus padres la gran ‘hostia’ que le da la vida?
Sí [y alarga ese sí, casi como si en vez de una i lo dijese con e], lo cual es otra manera de ser privilegiada. Nací en un entorno en el que a mi padre le iba muy bien, y por tanto al resto de la familia. El mismo momento de mi nacimiento ha sido un parque de atracciones. Nos hemos querido. Nos hemos exprimido mutuamente. Hemos sido muy pesaos. Muy tocones. Las peleas fueron, si acaso, cuando me pillaron fumando o he llegado un poco achispada a mi casa. Las dos hermanas hemos sido insufriblemente empollonas, hemos hecho carreras universitarias, que era el sueño de mi padre, nos hemos casado con personas maravillosas. Tenemos la casa pagada. Así que su muerte ha sido un gran golpe.
¿Es su familia la de todo un país?
Hay muchos patrones comunes. Mi padre eran seis hermanos y ahí ha habido de todo: ruinas, amores, desamores e infidelidades, enormes alegrías, ideologías muy distintas… una piña que se parece mucho a España.
¿Lo que es o era? ¿Se acabará cuando mueran las personas de la edad de sus padres?
Se irá algo, diría que afortunadamente. Se irá esa España en la que sólo los privilegiados tenían acceso a la educación. Ahora ocurre mucho menos. Mucha más gente puede ir a un instituto, a una universidad pública. Pero mi familia también son mis suegros, y él tiene dos oposiciones aprobadas y ella es licenciada en Historia. Eso también es España, y es una España de la misma edad que mi madre, que me pedía que le revisase las faltas de ortografía de la lista de compra. O mi padre, que me pedía que le revisara las facturas y los albaranes porque le daba vergüenza que en Renfe descubrieran alguna falta.
Al poner el punto y final a mi libro me sentí muy constitucionalista
¿Cómo se sintió tras poner punto y final al libro?
Muy bien. Fenomenal. Muy constitucionalista [ríe]. Muy “he cumplido con mi deber como ciudadana”.
¿Este libro puede ayudar a otras personas a prepararse para algo similar?
No soy tan pretenciosa como para pensar que es un manual de autoayuda. Sí me gustaría que la gente que lo leyese se sintiese identificada. Que no se sintiera culpable al pasar por estas situaciones. Las decisiones se toman en tiempo real. Es como con la maternidad. Sale como sale. Uno no está preparado. Mi madre salió de una dosis de quimioterapia y en vez de ir a casa fue a una residencia. Y la decisión se tomó en 24 horas. En el hospital. Mientras mi padre se estaba muriendo en la cuarta planta. Las cosas pasan. Así. Sin excel y agendas donde planificarlo todo al detalle. Se puede hacer mejor y se puede hacer infinitamente peor.
Las decisiones se toman en tiempo real. Es como con la maternidad. Sale como sale. Uno no está preparado
Ha hecho el testamento vital. ¿En qué momento se da cuenta de que no quiere que sus hijos pasen por lo mismo que ha pasado usted?
El deterioro cognitivo de mi madre lo llevé muy mal. Cuando estaba en su mundo, ni tan mal. Pero cuando la fui a recoger para una prueba y me dijo: “Qué pasa, ¿que tu padre no viene?” [habiendo fallecido ya], me arrodillé para no desmayarme. Ahí pensé: “No quiero que nadie me vea a mí así, diciendo ese tipo de cosas”.
Y sin embargo, usted no cambiaría por nada lo que ha vivido.
No… yo tenía ciertas obsesiones. Que estuvieran bien peinados, que olieran bien. Afeitaba a mi padre, le hidrataba… Les decía: “Tenéis que estar guapos”. Hasta estrenaba cosas para ir a verles. La mierda también puede, tiene que ser bonita.
Pasa de puntillas por la fe. Dice que la recobró durante la enfermedad de sus padres.
Ha sido un bálsamo. Mi fe estaba dormida. En mi casa había un “catolicismo social” que se expresaba de una forma muy fluctuante. Cuando en los 90 Getafe se hace diócesis y se desgaja de Madrid, llegan unos curas muy marchosos en busca de vocaciones en el cinturón rojo. Y yo me encuentro que mis padres, sobreprotectores, sólo me dejan hacer cosas si es con los curas. Por ejemplo: irse a Roma en autobús, durmiendo en iglesias y polideportivos. A ese viaje fuimos jóvenes asalvajados, por domesticar. Volvieron dos que, por cierto, se hicieron curas. Yo estaba entregada. Sin cantar el “Cara el sol” (ríe). El cura nos dijo: esto está muy bien, pero lo duro será a la vuelta, al volver a los trabajos y las clases. Y así es.
Y luego me encontré curas, y los cito en el libro, que “son de los que hacen afición”, como diría José María García. Son gente que no produce rechazo sino que apetece. Con ellos he podido purgar mis penas y mis demonios. Y me he confesado, pero no de manera dramática, sino en un sofá o tomando una cerveza. Me apetece muchísimo que esta gente me abrace.
¿Cree que se reencontrará con sus padres?
Espero. Sí. A veces se lo digo a mi marido. “No puedes ser ateo, porque después de muerta, te tengo que seguir soltando todas las chapas” [ríe].
¿Cómo se imagina el cielo?
No lo sé. A veces me tortura. ¿Y si me estoy comiendo una milonga…? Pero al mismo tiempo digo: “Que nos quiten lo bailao”.
No lo tiene claro.
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Me digo… ¿y si resulta que luego no? Entonces pienso que mi padre murió a los 85 y hay gente que se va con 30.
Pero eso vale para quien tiene fe y para quien no la tiene.
Es que yo soy muy de ponerme parches. Yo confío en algo. No sé muy bien cómo se llama. Mientras tanto, vivo este tipo de momentos. Y luego, como la única católica en mi casa, disfruto mucho haber pasado a mis hijos algunos ritos. “Vamos a ver a la virgen de los Ángeles, que es lo que querría la abuela y sé que te hace ilusión”. O el “Tengo un examen. ¡Ponme una vela!”.