CINE
¿Quién necesita saber cantar si parece espontáneo? El problema del nuevo musical español
A día de hoy sigue siendo complicado entender qué ocurrió con Emilia Pérez. Dejando de lado la ristra de polémicas, parece obvio que la película polarizó de lo lindo, siendo capaz de escalar posiciones en la carrera de premios aunando el aplauso del público con el rechazo brutal de otro sector del mismo. El odio furibundo se daba la mano con el amor apasionado, y quizá tuviera que ver con (vamos a concedérselo) lo poco convencional que era la película de Jacques Audiard. Un musical que desdeñaba el virtuosismo —sin grandes interpretaciones, apenas algún estribillo— a la vez que exploraba temas dramáticamente complejos, alrededor de la identidad trans. Es algo que nos llevaba a pensar en un posible antepasado español, titulado 20 centímetros.
20 centímetros se estrenó en 2005, hace justo 20 años. No es una película muy recordada pero sus ingredientes eran similares a los de Emilia Pérez, por permitir que la frivolidad de un musical amateur asaltara la historia de una desdichada mujer trans: en este caso interpretada por Mónica Cervera, una trabajadora sexual que buscaba dinero para una cirugía de afirmación de género y que sufría narcolepsia. Sus sueños eran asaltados por reimaginaciones de su vida en clave musical, donde cualquier preocupación técnica quedaba relegada en favor de la cercanía emocional que buscaba el director Ramón Salazar. Ya entonces era una estrategia prometedora. Si el espectador contemplaba a intérpretes cantar y bailar tan mal como podría hacerlo él, cundiría la simpatía.
El musical español incluso parecía haber encontrado un filón ese año, a costa de una intersección entre el musical desaliñado —que además recurría sin pudor a canciones no originales— y una floreciente inquietud LGTBIQ+. Pocos meses después de 20 centímetros llegaba a cines Los dos lados de la cama, secuela del éxito comercial de El otro lado de la cama que mantenía su falta de respeto a cualquier ortodoxia de Broadway —nadie ha sido capaz aún de olvidar los recitales de Willy Toledo— a la vez que exploraba la bisexualidad de los protagonistas. Dejando de lado la recurrencia de lo queer, una pregunta permanece. ¿Por qué esa falta de vergüenza? ¿Por qué en los últimos años parece que a nadie le importa hacer un musical decente?
Lo importante es pasárselo bien
Estas preguntas son especialmente acuciantes ahora que llega a cines Voy a pasármelo mejor. Se trata de la secuela de Voy a pasármelo bien, estrenada en 2022 con sorprendente beneplácito crítico y una taquilla lo bastante sólida como para inspirar una secuela, por muy complicado que esto pareciera. La razón es que el primer film narraba la historia en dos épocas de un grupo de amigos de Valladolid, a los que ponía a cantar los temas más conocidos de los Hombres G. Temas que de cara a la secuela o se han agotado o han presentado dificultades para obtener sus derechos, pues Voy a pasármelo mejor recurre a un híbrido de (muy mediocres) canciones originales y temas clásicos del pop español que ambientan diversas escenas, sin que los intérpretes los entonen como tal.
La secuela —que cambia a David Serrano por Ana de Alva al frente de la dirección— también decide prescindir de la narración entre dos líneas temporales, prefiriendo ceñirse a los niños. El razonamiento cae por su propio peso. Puestos a ver a alguien arruinar canciones conocidas, es mucho más agradable si lo hacen críos. Críos que compartimentan los chapurreos con coreografías flojísimas, entregándose a una condescendencia por parte del público que pueda enmascararse con cierta sensación de encanto genuino: una representación cualquiera en el salón de actos del cole, que juegue incluso con nociones de nostalgia para el público talludito. La jugada de Voy a pasármelo bien era tan hábil como para reforzar esto con el repertorio de los Hombres G.
Acudiendo a la tradición española, sin embargo, no deja de ser rupturista. La primera canción que destrozaba Mónica Cervera en 20 centímetros era Tómbola de Marisol, perteneciente a la película homónima de 1962. En esa época, si aparecían críos cantores en pantalla, era para presumir de un talento prematuro. Exigían que les consideraras adorables, pero también que admiraras las habilidades que les convertían en niños prodigio y más tarde, con la adultez, en juguetes rotos.
El díptico Voy a pasármelo bien/mejor supone entonces una drástica negación de lo que fue una contundente tendencia industrial en España durante los años 50 y los 60, con la mencionada Marisol, Joselito, Pili y Mili o Rocío Dúrcal. Todos cantantes profesionales, que además trabajaban su propio material. No tenía nada que ver con una función escolar.
Así que es tan fácil vincular a Voy a pasármelo mejor con estas producciones como para que, a poco que se examinen con cuidado, negar la mayor. Ocurre además que el díptico de Serrano y Alva ni siquiera confía en los números musicales como momentos auténticamente climáticos, en torno a los cuales se haya construido la historia. No son musicales sino “películas con canciones”, funcionando estas canciones como un alivio para los padres que acompañan a sus hijos—se supone que siempre hablamos de comedias familiares: es decir, de películas con el mismo target que los últimos engendros de Santiago Segura—, y alejándose aquí de otra posible corriente industrial.
Porque claro, a finales de los 80 ya tuvimos un par de películas dedicadas a la música de los Hombres G. Que además estaban protagonizadas por la propia banda, y narraban sucesos supuestamente cercanos a su biografía real. Su forma de apelar al espectador, sin embargo, era distinta a Voy a pasármelo bien. Pues la gran baza de estos films con respecto a la música es, dé nuevo, la nostalgia. La nostalgia imponiéndose a la pericia o al respeto por el género, que finalmente no es muy distinta de lo que propuso El otro lado de la cama hace más de dos décadas.
Tanto El otro lado de la cama como su secuela —como, en menor medida, 20 centímetros— fueron consideradas en los 2000 un intento de que el musical español volviera a crear industria, como en los tiempos de la dictadura franquista. No lo lograron entonces, pero quizá lo hayan logrado ahora.
Entre los Javis y Rafaella Carrá
Lo que caracteriza a El otro lado de la cama y propuestas similares es que son jukebox musicals: esto es, musicales compuestos por canciones no originales. Una variante especialmente interesante de este —y que, como ya se ha tanteado, tuvo un éxito asombroso en el Estado español— es la de musicales que están protagonizados por estrellas pop interpretando sus propias canciones. Se suele erigir a Elvis Presley —o a los Beatles, que tanto influyeron en las citadas películas de los Hombres G— como líder de este movimiento, pero antes de que despuntara en nuestro país ya íbamos sobrados con Lola Flores, Antonio Molina o Sara Montiel. El cine de folclóricas hubo de confluir orgánicamente con la extrema productividad de Manolo Escobar entre los 60 y los 70.
¿Qué ha quedado de esta expresión personalista del jukebox musical? Pues que con la Transición y la apertura de España a una cultura pop masificada dejó de cotizar tan alto, optándose en lo sucesivo por depurar cualquier particularidad con olor a régimen. El pop de los 80 y los 90, de obvias querencias anglosajonas, pasó a ser el patrimonio ideal y así se nutrieron de él El otro lado de la cama y 20 centímetros —donde incluso se versionaba a Queen—, dando lugar a una cultura uniforme y plenamente asimilada por la globalización. No quiere decir esto, por otra parte, que se hayan extinguido por completo los musicales protagonizados por estrellas patrias, pero tienen poco o nada que ver con aquellos vehículos de lucimiento que tuvieron los artistas a mediados de siglo.
En 2016 Cerca de tu casa, por ejemplo, se consagraba a las canciones y la personalidad de Silvia Pérez Cruz debutando como actriz… solo que en un musical que abordaba la crisis económica y los desahucios. La película de Eduard Cortés, que prácticamente estaba resucitando el género en nuestro país tras cerca de una década en barbecho, tenía unas preocupaciones ajenas al musical canónico, como bien pudieran ser las de la recentísima Polvo serán de Carlos Marqués-Marcet, tratando la eutanasia a través de números y canciones ideadas por Maria Arnal.
Volviendo a Cerca de tu casa, resulta que ese mismo año vio la luz una popular producción estadounidense, La La Land. Asumiendo que El otro lado de la cama sentó las bases, puede que el éxito de La La Land supusiera el revulsivo que la industria patria necesitaba para volver sobre ellas. Y es que la película de Damien Chazelle, por mucho Oscar que la apadrinara, no dejaba de ser un elogio a lo amateur. Sus intérpretes dependían del carisma y la realización para disimular sus carencias técnicas, al mismo tiempo que las preocupaciones discursivas del guion dependían enteramente de los diálogos y asumían los números como simples fugas. Al estilo 20 centímetros.
‘Emilia Pérez’, el desastroso musical 'narcotrans' de Audiard en el que destaca (para mal) Selena Gómez
Ver más
Una vez el propio Hollywood respaldaba esta forma de hacer las cosas, ¿cómo no iba a volver a España, con lo fácil que era? Y, puestos a asumir que con la espontaneidad bastaba, ¿por qué no limitarse a encadenar jukebox musicals? Así nos topamos con la secuela inminente de El otro lado de la cama (Todos los lados de la cama, estreno este mismo año) y, mucho antes, con un fenómeno como La llamada, que surge precisamente de esta concatenación de hitos. Un musical originalmente low cost que se limitó a saltar al cine cuando el camino estaba allanado, y este creación de los Javis con canciones de Whitney Houston y Presuntos Implicados pudiera ser el más influyente de todos.
El nuevo musical español se lo debe todo a La llamada, en resumen. Se lo debe todo a una especie de democratización engañosa del género, al aplauso fácil en pos de la espontaneidad como patente de corso, sin que eso haya tenido que condenar irremisiblemente a la totalidad de producciones de este corte —Explota explota, el musical con canciones de Rafaella Carrá, estaba bastante apañado— pero sí permitiendo que cunda la pereza y la tranquilidad a la hora de exhibir carencias. En este sentido no hay película más idiosincrática de todo lo expuesto que El cover de 2021, dirigida justamente por uno de los actores secundarios de El otro lado de la cama: Secun de la Rosa.
El cover se centraba directamente en una tropa de cantantes aficionados que imitaban a sus ídolos en espectáculos de Benidorm. Como no podía ser de otra forma sus secuencias musicales eran pésimas (¿acaso intencionadamente?), y como no podía ser de otra forma la crítica alabó del film su “honestidad” y su “corazón”. Porque tal es el callejón sin salida en el que se ha metido el musical español. Tal es, hoy por hoy, la falta de necesidad de proponer algo o de exigir unos mínimos de calidad. En lugar de los aplausos admirativos de cualquier espectáculo de Broadway, se ha conformado con unos aplausos propios de la nocturnidad casposa de un karaoke. Y así nos va.