"Hay que leer a las que escriben y escuchar a las que hablan": Luciana Peker y el dique a los ultras de las mujeres
Un hombre omvre, con un vaso de whisky en la mano, un escritorio atestado de papeles, una causa que justificaba su descuido y el de los suyos. Talento dudoso, pero con una seducción imbatible, y causas por las que decía dar la vida sin hacer más nada por su vida más que escribir creía, y quería cambiar el mundo.
Las mujeres que escribimos después que los demás se dormían, a las que nos cortaron el teléfono cuando pedimos que nos ayuden con la leche de nuestros hijos, a las que los descendientes —de bebés o de adolescentes— nos hablan como si escribir fuera un acto de magia que se hace por transmisión dactilar mientras se apoyan las manos en el teclado y se contentan los reclamos y necesidades ajenas, a las que desconocemos la concentración y a las que el cuarto propio nos resulta un título ajeno al que no aspiramos igual que no soñamos con un príncipe azul y ya tampoco con un señor que nos lea. A esas, a nosotras, a las periodistas del sur, a las señoras latinoamericanas, no se nos quita de encima fácil, aunque sea tan, pero tan difícil hoy escribir.
Con menos glamour y bohemia que los muchachos periodistas entronizados en la mística de la trasnoche y la efervescencia, pero con una convicción a prueba de todo, somos las que defendemos el periodismo, lo retamos, lo maldecimos, lo diagnosticamos imposible, pero lo escribimos como si de nuestros dedos dependiera la resurrección y como si nuestro propio oxigeno no pudiera circular sin dar las noticias.
En la política pasa lo mismo que en el periodismo: hay que hablarle a los varones jóvenes para que no quieran pilotear a 200 kilómetros por hora a contramano y terminen de estrellar el planeta
En la política pasa lo mismo que en el periodismo: hay que hablarle a los varones jóvenes para que no quieran pilotear a 200 kilómetros por hora a contramano y terminen de estrellar el planeta por infringir las reglas, retroceder en todo lo que se ha avanzado, romper todo lo que se ha construido y no desafiar a todo lo que falta y les falta y nos falta.
No es fácil saber cómo, porque si nos ponemos didácticas adoctrinamos, que si explicamos aburrimos, que si nos divertimos somos frívolas, que si damos por sentado no les hablamos a ellos, que si contamos cuando no nos invitan nos ponemos pesadas, y si buscamos a hombres que le hablen a otros hombres caemos en el viejo truco de dar el paso al costado que siempre nos piden porque la situación lo amerita.
La democratización de la palabra es real si hay democracia. Es mentira si hay autoritarismo. Se necesitan jugadoras, hinchadas y mística
No sabemos cómo, además, por una razón fundamental: porque lo hicimos bien. Y el problema no es que no supimos, sino que nos copiaron, y lo que era nuestro paso a ser de los que nos tomaron de enemigas. No se desintegró el valor de lo que hicimos. Pero sí el recuerdo -si las mujeres no son respetadas cuando hacen, mucho menos, cuando ya no las dejan hacer-.
Ahora no sabemos, por qué negarlo, porque supimos cómo y nuestras letras se convirtieron en charla, en pancarta, en remera, en flyer en Instagram, en story, en Tik Tok, en fila para firmar un libro, en festival para bailar los temas que inspiraron las notas, pasaron de las crónicas a la legislación y de las normas a salir de las normas, de las marchas a las bibliotecas y de las convenciones internacionales a los pasillos de las villas miserias en los que las letras hacían eco en orgasmos lésbicos o en botines para las niñas que nosotras llamamos pibas.
La potencia de las periodistas latinoamericanas que inventamos formas de hacer fácil lo difícil, de lograr lo imposible, de transformar la cultura, de hablar de lo que no se podía es la gran enemiga de la extrema derecha
La potencia de las periodistas latinoamericanas que inventamos formas de hacer fácil lo difícil, de lograr lo imposible, de transformar la cultura, de hablar de lo que no se podía, de hacer popular lo que parecía encapsulado, es la gran enemiga de la extrema derecha. Ser periodista en el sur no es igual que en el norte. No es solo cuánto se gana. Es dónde se vive. La deuda externa es interna: es deber siempre y, mucho más, si se rompe el deber ser.
El miedo es realidad y el desempleo se vuelve censura. La desigualdad se transforma en silencio y el silencio se extiende en la complicidad de la Europa ilustrada que imita, copia o extrae las palabras que le sirven y no escucha cuando los gritos ya quedan lejos o piden una reciprocidad para la que el colonialismo nunca está dispuesto. Así y todo, la fuerza de las que lo dimos todo para que todo cambie tiene un secreto imbatible: dar la vida para escribir que otras vidas son posibles, dar la vida por las que perdieron la vida, dar la vida por las que pudieron seguir viviendo después de estar muertas en vida, no es una temporada de escritura creativa. La fuerza es la propia vida.
Nadie se salva solo y nadie escribe sola. ¿Qué hace falta? Que nos volvamos a seguir, en redes sociales (aunque sea una red tramposa hasta que podamos reinventarnos otros modos de conectar tenemos que leernos, vernos, comprarnos, likearnos) y, muy especialmente, leer nuestras notas. Salir de los debates que no son fructíferos sino otra dopamina de una época que ve en la confrontación la única calentura que enciende la pasión que la frustración de la derechización apaga.
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La polémica es una trampa, no importa qué polémica. La forma de polemizar es aceptar la mordida como modo de interactuar entre nosotras. Estemos de acuerdo o en desacuerdo, hay que ponerse en la frente una vincha que diga “respeto” y apoyar a las que escriben. La cooperación internacional, aunque en declive, tiene que apoyar al periodismo y, muy especialmente, a las periodistas feministas.
No pueden esperar que soportemos la insoportable violencia digital y que vivamos del aire y que seamos las que frenemos a las ultraderechas como las heroínas que nunca quisimos ser o como las mártires que quisimos dejar de ser. La narrativa dominante es racista, misógina y odiante. La contranarrativa puede perder, ganar, defender, pero tiene que seguir transpirando la camiseta en todas las canchas. La democratización de la palabra es real si hay democracia. Es mentira si hay autoritarismo. Se necesitan jugadoras, hinchadas y mística.
Y, por supuesto, que todo el territorio español se haga cargo de la colonización y de la lengua que se habla porque hicimos nuestras las que cambiamos de forma masiva, mundial, maldecida la palabra y a quienes la sacamos del elitismo o los jugadores de póker que se sientan siempre en una mesa chica. Es la hora de leer a las que escriben y de escuchar a las que hablan. En un mundo complejo por un retroceso voraz la fórmula para avanzar es simple. Saquen papel y lápiz y anoten la receta: las señoras somos inclaudicables. Ya no queremos cuarto. Ni lo propio, sino lo de todos. Queremos seguir escribiendo. Si nos leemos podemos dar la vuelta al resultado.