David Jiménez: "La mentira debe dejar de ser más rentable que la verdad, por ley"
Es imposible responder a la pregunta de cómo salvar el periodismo de su crisis, cómo revertir el imparable triunfo de la mentira, sin que exista un consenso previo sobre qué es periodismo. O a la inversa: qué no lo es.
No es periodismo adaptar la información a los intereses de un partido político concreto, convirtiéndola además en una herramienta de derribo del adversario.
No es periodismo asaltar a personas en la calle, seguirlas y acosarlas sin más intención que buscar su humillación pública.
No es periodismo sentarse en un plató de televisión y, de forma sistémica, defender siempre al mismo bando político, haga lo que haga, y a menudo con gritos en vez de argumentos.
No es periodismo desvelar conversaciones privadas que no tienen relevancia informativa ni sirven para revelar abusos de poder, corrupción o irregularidades.
No es periodismo invadir el espacio privado de las personas, políticos o no, sin respetar las mínimas normas de civismo y derecho a la intimidad.
Uno de los problemas del periodismo español es que no está en disposición de dar lecciones a nadie
Y, sin embargo, un creciente número de ciudadanos están convencidos de que estos ejemplos de propagandismo, militancia a sueldo y acoso callejero constituyen periodismo. El mejor y más valiente. El que “otros no se atreven a hacer”. Esta distorsión de la realidad, alimentada por radicales y populistas, se ha consolidado entre el público general gracias a una estrategia encaminada a destruir cualquier noción de una verdad compartida.
La polarización es una de las causas al llevar a un creciente número de ciudadanos a los extremos, donde la razón deja paso a los sentimientos y no hay tolerancia a informaciones que contradigan los prejuicios propios. Políticos y periodistas sin escrúpulos han sabido aprovechar esa crispación, a veces originada por ellos mismos, para avanzar una agenda con un claro propósito: propagar un clima de desconfianza que haga mucho más manipulable el voto con el fin último de colmar ambiciones de poder y dinero. El objetivo final es ese obstáculo que les resulta tan incómodo: la democracia.
Toca proponer soluciones
Hasta aquí el diagnóstico de la situación, que es la parte fácil. Repetir lo que va mal deja de tener impacto una vez cruzada la frontera del hastío. Toca proponer soluciones y hacerse las preguntas que pueden llevarnos a la acción: ¿Estamos a tiempo de revertir el triunfo de la mentira? ¿Qué medidas concretas podemos tomar para lograrlo? ¿Quiénes deben tomarlas?
Un primer paso parece obvio: mejorar el trabajo que hacen los autodenominados “medios serios” con el objetivo de recuperar la credibilidad perdida. Uno de los problemas del periodismo español es que no está en disposición de dar lecciones a nadie. El sesgo, la corrupción y la falta de rigor son endémicos en periódicos, radios y televisiones generalistas. A pesar de la negación en la que viven muchas redacciones, la desafección hacia los medios está justificada y es una de las razones de que las audiencias busquen alternativas, a menudo en los lodazales de Internet.
Solo un periodismo independiente de partidos y militancias, que no comprometa su información a cambio de favores de empresas y gobiernos, puede hacer de contrapeso a la desinformación rampante
Solo un periodismo independiente de partidos, militancias y agendas interesadas, que no comprometa su información a cambio de favores de grandes empresas y gobiernos, puede hacer de contrapeso a la desinformación rampante. Las reformas para lograrlo no pueden venir de ningún gobierno, sino de los mismos periodistas. Es necesario avanzar en legitimar a los colegios profesionales, que deberían tener comisiones sancionadoras formadas por periodistas de prestigio, y sustituir a asociaciones de prensa inoperantes. De la misma manera que un arquitecto o un médico pierden su licencia cuando actúan negligentemente, esos colegios profesionales podrían retirar la licencia, al menos de manera simbólica, a quienes desprestigian la profesión con su falta de ética. Nadie podrá impedirles seguir escribiendo, pero tendrán el repudio de la profesión.
Las medidas de regeneración interna deberían estar reforzadas con una legislación que permita a los jueces imponer sanciones más severas a quienes difunden el odio, difaman o destruyen vidas utilizando en vano el nombre del periodismo. El refuerzo de las leyes debería ir acompañado de la formación de jueces en libertad de expresión, derecho al honor y desinformación, visto las muchas carencias que muestran. La mentira debe dejar de ser más rentable que la verdad, por ley.
Pero un mejor periodismo, limpio de sus manzanas podridas, no basta si no es capaz de llegar a los espacios donde se informan cada vez más ciudadanos, especialmente los jóvenes. Meses atrás escuché a Àngels Barceló, de la Cadena Ser, asegurar que la batalla contra los bulos y la manipulación debía darse en los medios generalistas. Pero ¿y si una parte importante de la población ha abandonado esos medios y no tiene intención de volver? ¿Qué hacemos por ejemplo con los jóvenes, cada vez más radicalizados, que jamás verán un telediario, escucharán a Barceló o leerán un diario?
A la percepción de falta de independencia, los medios tradicionales suman un seguidismo de la agenda de los partidos políticos y un contenido disociado del interés de las nuevas generaciones. Ese vacío lo han ocupado streamers y youtubers sin formación periodística pero con grandes habilidades comunicativas y un afinado instinto para adentrarse en temas relevantes para sus audiencias. Un solo creador puede ser hoy más relevante y reunir a una comunidad mucho más fiel que medios con decenas e incluso cientos de periodistas.
En la última campaña electoral estadounidense, Donald Trump acertó al acudir a los podcast más populares, una estrategia que aumentó su apoyo sobre todo entre los varones jóvenes. Mientras el líder republicano acudía al podcast de Joe Rogan, seguido por millones de personas, Kamala Harris daba entrevistas de escaso impacto en cadenas tradicionales como CNN. Los demócratas se preguntan ahora cómo pudieron ser tan estúpidos para dejar de lado un ecosistema donde se jugaban las elecciones.
Complacencia y falsa autoridad moral
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La misma pregunta se puede trasladar a los medios españoles. Una mezcla de complacencia y falsa autoridad moral les impide abrazar sin titubeos unas plataformas que son miradas por debajo del hombro en las redacciones tradicionales. Los periodistas supuestamente tomamos el pulso a los cambios sociales, pero somos terribles en adaptarnos a ellos. Ocurrió con Internet, donde el temor a la innovación agravó nuestra crisis, y vuelve a ocurrir con la tardanza en reconocer la importancia de las plataformas de streaming o la emergencia de la Inteligencia Artificial. En lugar de utilizar las nuevas herramientas como aliados en la búsqueda de mayores audiencias, a menudo cedemos esa ventaja a los desinformadores. ¿Por qué ceder esa ventaja?
El mejor periodismo debe dar la batalla allí donde está la audiencia o resignarse a caer en la irrelevancia. Quizá llegamos tarde para revertir el daño que la manipulación, la propaganda y la desinformación han hecho ya, pero si hay alguna posibilidad de recuperar el terreno perdido será empujando el rigor y la credibilidad en esos espacios donde se está formando la opinión pública.
Y, a pesar de todo, ninguna tecnología, por avanzada que sea, podrá revertir la decadencia del periodismo mientras este no tenga claros los valores que lo definen y lo hicieron relevante en el pasado. Independencia. Búsqueda de la verdad. Servicio al ciudadano. Confrontación del poder. Y denuncia de sus abusos, sin importar de dónde vengan. Quizá esa sea la única buena noticia: la solución está inventada. Solo queda aplicarla.