50 años sin Franco

Manifestantes piden la libertad de los presos políticos el 23 de noviembre de 1975 en la cárcel de Carabanchel, Madrid.

Si hubiera llevado un diario a lo largo de mi tiempo ahora podría consultar las páginas correspondientes a 1975 sin miedo a equivocarme. No lo hice y no pongo la mano en el fuego más que por estas cosas.

Una, sin lugar a dudas y no solo en el 75. Ser europea. No sentirme inferior como ciudadana, ni bajo mi propio tirano ni bajo la mirada de los franceses, una mirada que oscilaba entre la solidaridad, la condescendencia, la compasión y la autocomplacencia. No sentirme herida, señalada, marcada.

Hubo más. Mucho más. Deseaba que Franco se muriera pronto y que al hombre de quien me había enamorado erróneamente y por mi cuenta lo aplastara un camión y que así yo, también unilateralmente, me quedara viuda de las de mucho llorar, pero con el asunto resuelto para siempre.

Es difícil referirse a ese año sin que lo político se meta de por medio. En realidad, mi período de deseos (lo cual incluía la parte buena) empezó en octubre de 1974, y ya entonces tuvo un sabor amargo, pese a las alegrías. Mi júbilo partía del hecho de entrar a formar parte del equipo de colaboradores de la revista de humor político Por Favor, codeándome nada más y nada menos que con Manuel Vázquez Montalbán, Jaume Perich, Juan Marsé y el Forges, más una pléyade de colaboradores de lo más sagaz y divertido que daba el terruño.

Una chica de barrio y sin estudios, pensé cuando empezó la fiesta de presentación de la revista, no podía aspirar a tanto sin tragarse una farola o dos. Lo amargo vino cuando, en ese mismo acto, Manolo le arrebató el micro a Luis del Olmo, que oficiaba de presentador, y anunció con voz grave que esa misma madrugada el régimen franquista iba a ejecutar al antifascista Salvador Puig Antich, y que Por Favor nacía para luchar decididamente en clave de humor político contra la dictadura.

Miro atrás y allí empieza mi 1975, en el que otro de mis más firmes deseos (aparte de menudencias carnales ajenas a la redacción) era rozarme con aquel consejo de sabios: irónicos, desenfadados, escépticos, mordaces e imbatibles en cuanto a inteligencia. Mi colaboración semanal, que mantuve hasta el cierre en 1978, se titulaba La ventana indiscreta y ocupaba dos páginas de crónica social formada por notas breves escritas a lo bestia. Me pagaban mucho para entonces. Treinta mil pesetas al mes. Las deseaba, claro.

Recibía mucho más en frote de cerebros. Y en copas.

Creo que me hice un 1975 con el optimismo del día a día (vivir al día, en todos los sentidos, no es un invento actual) y el pesimismo de la realidad aplastante. Por un lado, el estímulo de mis conversaciones con MVM sobre lo que sucedería si la Junta Democrática (coalición de partidos creada para lograr la caída del régimen) empujaba fuerte y se formaba un Gobierno en el que podrían entrar uno o dos ministros comunistas. Utopía fallida, entonces.

Me gustaba –deseaba– pasar las tardes en aquella redacción, siempre cercana a un bar que nos servía las copas o al que acudíamos para conspirar después del trabajo. A Manolo le encantaba verme caminar con un vaso de whisky (entonces, de tubo) en la cabeza.

Vivía sola en un piso séptimo, en un edificio situado enfrente del Círculo de Lectores del carrer València, en Barcelona, y no deseaba una cama, porque me bastaba con el mobiliario pre-Ikea de los que ingresan lo justo. Colchones y cojines en el suelo, cajas de verduras convertidas en estanterías y mesillas de noche, un potus, alguna que otra colcha exótica en las paredes, la reproducción del Gernika y el póster del Che.

Cuando me sentía muy, muy, muy sola, buscaba la compañía de los gatos del patio interior y, asomada a la ventana de mi séptimo piso, les arrojaba pescado congelado. Tuve un coro de felinos esperándome todos los días a la misma hora. Hasta que los vecinos empezaron a mirarme mal y deseé que no lo hicieran.

También deseaba, por encima de todo, no asistir a más funerales por antifascistas asesinados, no volver una y otra vez a la iglesia de la Concepció para celebrar aniversarios clandestinos de asesinatos, ni cantar por enésima tanda y llorando “... però el record de la vall on vas viure no l’esborra la pols del camí”, versión catalana de aquella Red River Valley que nos había llegado a España a través de las Brigadas Internacionales.

No pudo ser porque el 27 de septiembre fueron ejecutadas las últimas sentencias de muerte firmadas por el dictador. Cinco vidas segadas y el hundimiento. Aquello no se iba a acabar nunca. Ni los funerales de los que salíamos furtivamente antes de que llegaran los grises.

Por consiguiente, mi más intenso deseo fue entonces largarme de España, salir de aquella opresión gris acero que se metía por los poros. ¡Irme a París, cáspita, aunque me miraran mal! Deseé tomar un tren nocturno, y lo hice, en una litera barata. En el andén, los amigos me contaron que parecía que Franco estaba palmando, si no lo había hecho ya. Pero yo seguí en mis trece.

A la mañana siguiente, en la Gare de Lyon, mi amigo (D.E.P.) Pere Ignasi Fages, cuyo piso iba a ocupar en los próximos meses, me abrazó y me confirmó la peor noticia: Franco no había muerto. Pero...

Nos pasamos, me pasé, semanas deseando que el general muriera. Fages (que había huido a París de forma rocambolesca cuando la pasma social fue a detenerle en su piso: los dejó encerrados en una habitación) actuaba como hombre de prensa de Santiago Carrillo en las conversaciones que por entonces tenían lugar en París para establecer lo que luego se llamó la Platajunta (ver Google).

Cuando regresé a Barcelona, ya con el fiambre nada exquisito bajo lápida en Cuelgamuros, deseé lo que mucha otra gente. “Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomía”. Muchas veces y a gritos.

También deseé volver a enamorarme. Cosa que, por suerte o por desgracia, también sucedería.

*Maruja Torres es periodista y escritora. Su último libro es ‘Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo’ (Temas de Hoy, 2024).

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