Librepensadores

Desguaces humanos

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Gonzalo de Miguel Renedo

Un desguace es un lugar en que se desguazan vehículos y frecuentemente se ponen a la venta sus piezas útiles. Las residencias de la tercera edad, en muchos aspectos, son desguaces. Desguaces humanos. Lugares en los que se abandona a los ancianos y cuya mayor utilidad radica en el negocio que su depósito genera a las empresas que rigen esos centros. Pero vayamos por piezas.

España es un país excepcional. Buen tiempo, bonito paisaje, buena comida, buena gente. Lo tenemos todo. Sí. Y también más de cien mil compatriotas enterrados en las cunetas, con hasta no hace mucho un mausoleo grandioso para su verdugo sostenido con dinero público. Y también tenemos decenas de miles de bebés robados sin localizar. Y hasta una Iglesia todopoderosa libre de impuestos, que inmatricula a su nombre todo lo humana y divinamente posible. Y una terrible derecha político-mediático-social que no termina de creerse la democracia. Y periódicos antediluvianos que hacen de la falsedad su abc de estilo. Y ahora, aún en pañales, parece que tenemos en cartera un exterminio por razón de edad que veremos en dónde acaba. Dicen también que somos un país de camareros. Y no me extraña. Debe ser porque gran parte de la población de este país necesita acodarse en la barra de un bar para olvidar tanta demencia.

Las residencias de ancianos son un mal necesario. No tendría que ser así pero lo son. A nadie recomendaría una residencia; ni la más limpia y aseada merece una recomendación. Los viejos van allí como los ríos van a dar a la mar, que decía el de las coplas a su padre. Van allí a acabar, a mal acabar. Hoy las residencias se han convertido en meros aparcamientos de ancianos y ancianas. Abandonamos a nuestros padres y abuelos en estos centros, del mismo modo que llevamos los coches inservibles al desguace. Nuestros mayores ingresan, o mejor, los ingresamos en geriátricos porque nos vemos incapaces de asistirles en condiciones. O con eso nos consolamos. Pensamos que personal cualificado, con instalaciones, medios y personal apropiados contribuirán a mejorar su bienestar. Pero ni las residencias resultan tales paraísos ni los cuidados ajenos podrán sustituir nunca la cercanía íntima de los seres queridos. Seamos sinceros, metemos a nuestros mayores en residencias, no por su necesidad, sino por nuestra comodidad y egoísmo. Así es, por duro que resulte reconocerlo. Las residencias, por desgracia, deben existir, pero con férreos controles que garanticen la profesionalidad y vocación de los cuidadores, así como la calidad y la atención de los servicios prestados. No ocurre tal cosa.

La pandemia del covid-19 ha terminado de consumar este ostracismo letal, que ha evolucionado hacia una eliminación programada a manos de la cruel administración. Ha ocurrido, que sepamos, en Madrid. Las investigaciones realizadas por infoLibre han probado que en la comunidad que gobierna Isabel Díaz Ayuso, en coalición con Ciudadanos y con el visto bueno de la extrema derecha, se dio la orden de que los ancianos y ancianas de las residencias madrileñas, aquejadas por el covid-19, de que no fueran derivados a los hospitales públicos. Vamos, que el Gobierno regional de Díaz Ayuso decretó su muerte forzada sin asistencia alguna, dado que, además, se decidió no medicalizar las residencias. Si el perro del hortelano ni comía ni dejaba comer, el consejero de Sanidad de Ayuso, su fiel escudero, ni curaba ni dejaba curar. Vamos, que no había escapatoria para los pobres ancianos y ancianas, no al menos en su residencia. ¿Quién es capaz de hacer algo así y además negar la veracidad de unos documentos publicados que prueban este, llamémosle genocidio del siglo XXI? ¿Quién? Yo se lo digo. Los mismos cuyo partido político rechazaba hace unos meses la aprobación de una ley que facilitaba el buen morir, una ley que no hace daño a nadie y que solo busca liberar de dolores insoportables a quien los padece. Enemigos de la eutanasia necesaria, amigos de la omisión sanitaria. Parece como si a estos dirigentes no les preocupara la muerte ajena cuando entran en juego razones de rentabilidad económica, pero se ponen muy dignos cuando alguien implora una solución a su dolor irresistible por razones piadosas. No les preocupa anticipar la muerte de personas mayores con buena salud, pero se desviven por impedírsela a quienes voluntariamente deciden acelerar su final.

Hay una escena en El Pianista -qué pena no ilustrarla aquí como hace Ramón Lobo en sus artículos-, en la que unos nazis instan entre culatazos y gritos a una familia judía a seguirles. Y eso hacen. Todos menos uno, que no puede andar por su propio pie. Un anciano en silla de ruedas permanece quieto sin cumplir la orden. Cuando todos han salido, los verdugos agarran al anciano y lo arrojan al abismo por el balcón. A su manera, los nazis hacían una primera preselección en su labor de exterminio. Lamento decirlo, pero lo ordenado por el Gobierno Ayuso recuerda bastante, mutatis mutandis, a la barbarie de la noche de los cristales rotos. Más aséptico, menos sangriento, sin tantos gritos, pero para quienes van en silla de ruedas acaba igual. Me parece tan grave lo ocurrido que ni siquiera con su dimisión Isabel Díaz Ayuso logrará acotar toda su responsabilidad

Gonzalo de Miguel Renedo es socio de infoLibre

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