Hacer arte con una fotocopiadora: Marisa González en el Reina Sofía

Aunque parezcan unos ensimismados, los artistas se pirran por las novedades. Lo explica, por ejemplo, el pintor David Hockney en El conocimiento secreto (Destino, 2001), un ensayo esclarecedor en el que rastrea –de un modo pedestre aunque eficaz– el empleo de instrumentos ópticos (lentes, espejos, etcétera) en la obra de los grandes maestros. «En 1500 Leonardo escribe sobre la cámara oscura. Algunos artistas como Giorgione y Rafael comienzan a experimentar con la óptica […]. Para la época de Caravaggio los espejos y las lentes ya llevan unos ciento setenta años en circulación y científicos como Giambattista Della Porta están enseñando a los artistas a usarlas. De pronto hay un sorprendente estallido del naturalismo».
Hoy aceptamos sin el menor sobresalto que Vermeer pintase buena parte de sus obras maestras asistido por ingenios ópticos, ya que su composición y su grado de detalle son imposibles de lograr mediante el ojo desnudo. Al pintor le tocó vivir en un periodo de fascinación por las lentes que, como cuenta Laura J. Snyder en El ojo del observador (Acantilado, 2017), terminaría por «reinventar la mirada» (Snyder construye su ensayo sobre una coincidencia notable: Johannes Vermeer tenía de vecino a Anton van Leeuwenhoek, el inventor del microscopio).
Quien haya sido víctima de esas historias del arte que imparten los perezosos («En la Edad Media todo era oscuridad y miedo al infierno, así que la gente no sabía pintar porque la Iglesia blablabá, pero chico, llegó el Renacimiento y, espontáneamente, volvió la proporción y la armonía tan pronto los artistas pudieron dar rienda suelta a su talento») puede que se sienta defraudado al descubrir que sus «genios» favoritos no encaraban el lienzo a calzón quitado. Para consolarlos, pensémoslo de otro modo: si a los artistas no hubiesen estado atentos a la vanguardia tecnológica de su época, seguirían pintando con los rudimentos de Altamira.
El Reina Sofía inauguró a finales de mayo Un modo de hacer generativo, una retrospectiva de Marisa González (Bilbao, 1943) realizada con motivo del Premio Velázquez de Artes Plásticas que le fue concedido en 2023. La muestra, admirablemente comisariada por Violeta Janeiro, evidencia el pronto interés de González en el empleo de fotocopiadoras, faxes, impresoras y otros artefactos tecnológicos como herramientas para la investigación artística.
Entre lo formal y lo combativo
Movida por esta curiosidad, la artista marchó a Estados Unidos en 1971 para realizar un posgrado en Sistemas generativos en el Art Institute of Chicago. A través del empleo de máquinas como 3M Color-in-Color (una fotocopiadora en color), González empieza a investigar las desviaciones que se generan en los procesos de reproducción y la cierta autonomía que, gracias a esos errores, pueden adquirir las imágenes. Los trabajos de esa década están marcados por la reduplicación de las formas, las imágenes secuenciales y la aparición, de manera decidida, de reivindicaciones feministas y sociales que acompañarán el trabajo de la artista hasta la actualidad.
De esta convivencia entre lo formal y lo combativo (a veces, exacerbándose lo uno y menguando lo otro) son buenos ejemplos la serie La descarga (1975 - 1977), fotografías tratadas de la performance de unas compañeras artistas en la que reaccionaban a las noticias que llegaban sobre los centros de detención del Chile de Pinochet, o Lizz Williams y sus máscaras, también protagonizada por una de sus compañeras de estudio, en la que aparece revistiéndose de una máscara de su propio rostro, de obvias facciones afrodescendientes.
Lógicamente, los adelantos tecnológicos irán afectando a la obra de González, ofreciéndole nuevos modos de tomar y procesar imágenes. La exposición incluye una reconstrucción de su participación en la exposición Procesos: cultura y nuevas tecnologías, realizada en 1986 por el entonces Centro Nacional de Arte Reina Sofía, en la que González, junto con Sonia Sheridan (de quien había sido alumna en Chicago) instalan el primer ordenador Lumena en España, un aparato que incluía un sistema de captación y edición (mediante una paleta gráfica) de imágenes en directo. También, la Estación Fax: un proyecto de arte colaborativo realizado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 1993 en el que participantes de todo el mundo podían enviar texto e imágenes a un fax que, suspendido en el techo, los iba reproduciendo a modo de una cascada.
Resistir el paso del tiempo
Claudia Andujar y la posesión del cuerpo ajeno
Ver más
Vistas en su conjunto, creo que las investigaciones formales de González han aguantado el paso del tiempo mejor que sus trabajos más combativos. Hay algo evidentemente problemático en la representación actuada (en una escuela de arte sita en Illinois) del dolor que sufren las mujeres secuestradas por la dictadura chilena, pero también reconocemos –en sus trabajos sobre las siluetas, por ejemplo– algunos de los recursos habituales acostumbrados, durante aquellas décadas, en las escuelas de arte norteamericanas.
La expresividad de trabajos más –por así decirlo– ensimismados, como la serie Presencias (protagonizada por un elemento tan azaroso como el resto de pelusa que queda en las secadoras –modelo sobrevenido– cuya imagen modifica alterando el proceso de fotocopiado) o, incluso, su acercamiento al lenguaje pictórico de moda en España durante la década de los ochenta pueden resultar, a nuestro ojos, más estimulantes que sus proyectos documentales sobre la inmigración filipina en Hong Kong o sobre el fallido proyecto de la central nuclear de Lemóniz.
Con todo, Un modo de hacer generativo es una exposición muy hábilmente comisariada, que nos permite acercarnos de un modo comprensible, hospitalario y riguroso, al trabajo de la artista bilbaína.