'El fin del mundo común: Hannah Arendt y la posverdad'

Máriam Martínez-Bascuñán

En un tiempo en que la política parece haber perdido el suelo bajo los pies y la vida pública se deshace en islas de incomunicación, El fin del mundo común se propone como una intervención intelectual de urgencia: releer con rigor y frescura a Hannah Arendt para pensar la posverdad, el populismo, la erosión de las instituciones y la soledad, principales causantes de nuestra patente crisis democrática.

Máriam Martínez-Bascuñán —ensayista que domina el léxico arendtiano y lo hace dialogar con fenómenos contemporáneos (de las campañas de Trump a la mutación del ecosistema mediático y la hegemonía de los magnates tecnológicos)— escribe para desentrañar qué nos pasa en la sociedad actual y, sobre todo, cómo podemos volver a sostener un mundo compartido donde verdad, opinión y pluralidad no sean antagonistas sino condiciones de la democracia.

infoLibre comparte a continuación un fragmento de este ensayo, ya en librerías a través de la editorial Taurus.

_____________________________________________

El populismo contra el debate: la lucha por una democracia plural

John Gray define el populismo como una repolitización de todo aquello que el consenso progresista había declarado demasiado importante como para dejarlo en manos de la elección democrática. Asuntos como la inmigración o el cambio climático, dice, se retiraron del debate público y se colocaron en manos de expertos, como si eso los volviera incuestionables. Pero la ciencia, por mucho que fundamente el diagnóstico, no puede dictar por sí sola el rumbo político. Detrás de cualquier decisión hay valores enfrentados, prioridades sociales, dilemas morales que ningún dato puede resolver por completo. Gray advierte que, cuando una «casta de burócratas» se arroga la potestad de tomar decisiones trágicas por el resto de nosotros, amparada en la autoridad de la ciencia, lo que suele activarse es la respuesta populista: una revuelta contra la exclusión del ciudadano común, una reclamación de poder en nombre de quienes fueron dejados al margen del tablero. Y no le falta razón. De nuevo: la tecnocracia de los Draghi deja el terreno abonado para los Meloni.

El rearme de los países europeos, tras la retirada de apoyo militar estadounidense a Ucrania, se ha hecho —como tantas otras veces— sin consulta, desde despachos cerrados y en nombre de una razón de Estado que el ciudadano común parece no estar invitado a comprender. Esa lógica no es nueva. Se repitió con la inmigración, la política monetaria, la energía, incluso con la crisis del euro, temas, todos ellos, presentados como demasiado técnicos, demasiado delicados, demasiado importantes como para discutirlos públicamente. Varios banqueros centrales han acabado como primeros ministros sin mediar elecciones bajo esa premisa.

«Sólo se puede entender esta peculiar demanda desde el punto de vista de quien produce y vende material bélico», decía un lector en su carta al director de El País. La carta respondía al compromiso de los países europeos con la OTAN de destinar el 5 por ciento del PIB al gasto en defensa y encapsula perfectamente lo que describe Gray: cuando las decisiones se retiran del debate democrático y se presentan como verdades técnicas, los ciudadanos empiezan a sospechar que hay otros motivos ocultos. Es el germen de esa revuelta contra la exclusión. El lector aquí no acepta que el 5 por ciento sea una verdad incuestionable.

¿Qué puede ser más peligroso, pues, para una democracia que convertir la política en una rama de la ingeniería? Lejos de generar confianza, esta tecnocratización del poder alimenta el sentimiento de orfandad política, de haber sido desposeídos de toda soberanía. Y frente a esa impotencia democrática, no es extraño que emerjan líderes que prometen devolver la voz al pueblo, aunque sea a gritos. Si la política exterior y la defensa se siguen tratando como terrenos exclusivos para una élite ilustrada, no deberíamos sorprendernos cuando el populismo deje de ser una anomalía y se convierta en el nuevo centro de gravedad del malestar europeo.

Insistir en la condición de los expertos y en una jerarquía de las opiniones —más aún en este momento— afila todavía más las espinas de la posverdad, pues parece que lo que se nos dice es que la verdad del experto científico o del filósofo está luchando contra la propaganda del resto de los opinadores, contra esas otras voces del espacio público que no serían más que palabras de charol frente a las opiniones de quienes en realidad saben y, por ello, merecen ser escuchados. ¿Cómo nos va a extrañar que el populista de turno diga que es él quien habla en nombre del pueblo frente a quienes pretenden silenciarlo porque es ignorante o su opinión, irrelevante? Pensar que la verdad científica del experto cerrará esa cháchara de las opiniones es, de hecho, una idea inquietante para la pluralidad que teje la textura del ámbito político. Lo diremos otra vez: defender la pluralidad de opiniones no es defender su relativismo. Se trata, más bien, de reivindicar el mundo común. La libertad de conversar permite que múltiples perspectivas convivan y se enriquezcan mutuamente, desde diferentes ángulos. Por eso la pluralidad es la esencia de lo político: el mundo solo existe como tal cuando se ve y se habla desde diferentes puntos de vista. Sin conversación, cada individuo queda atrapado en su subjetividad, y la realidad pierde su carácter común. Por eso es tan importante que esas voces estén representadas en el espacio público.

Piensen por qué cada vez más movilizaciones y fenómenos políticos escapan del radar del experto y de los medios de comunicación tradicionales: por qué, por ejemplo, los chalecos amarillos aparecieron por sorpresa exigiendo visibilidad y protestando por saberse invisibles y sentirse despreciados. No supimos verlos. Nos sigue costando entenderlos. Aún hoy, es difícil encajar su perfil y sus demandas en las categorías convencionales de análisis sociológico. Aunque nos resulte incómodo, la democracia tiene una forma muy particular de cuidar las verdades fácticas: hacerlo en condiciones de pluralidad cacofónica. Necesitamos hablar entre nosotros para saber qué es real. Por eso «vivir en un mundo real y hablar sobre él con otros» es, en el fondo, la misma cosa. Porque solo hablando sobre ese mundo entre nosotros, intercambiando nuestras perspectivas, solo en esa «libertad de conversar surge su objetividad».

Colocar la pluralidad de opiniones en el centro de la crítica contra la posverdad es, en realidad, un antídoto frente a las narrativas populistas, aquellas en las que el líder se erige en el único poseedor de una verdad absoluta que enarbola en nombre del pueblo verdadero. En los últimos años hemos visto un giro en el tono del discurso político, con una creciente demanda de que se nos permita expresar con libertad lo que de verdad pensamos. Esta demanda, en apariencia legítima, ha dado paso a una conversación pública más agresiva y provocadora. El resultado ha sido que, en nombre de una supuesta libertad de expresión, la verdad ha quedado en segundo plano. Lo que ahora se valora es la valentía del orador, esa capacidad para decir lo que otros no se atreven. La exaltación de este arrobo verbal ha favorecido una retórica brutal, que pone la confrontación por encima del contenido mismo del debate. Este tipo de discurso, que se escuda bajo el lema de «decir las cosas como son», ha sido aprovechado por los líderes populistas que se presentan como los únicos dispuestos a hablar sin filtros, para los que lo importante no es tanto transmitir la verdad como mostrar valor al desafiar las normas establecidas.

El líder populista se convierte así en el único portavoz legítimo de una verdad absoluta, defendida en nombre de un pueblo auténtico, que solo él sabe representar. Y no es casualidad: el populismo es, por naturaleza, hostil a la pluralidad que constituye la esencia de la democracia.

'Las huellas de la Transición'

Ver más

Cuando Donald Trump, Boris Johnson o Carles Puigdemont nos dicen que ellos se atreven a decir la verdad contra un régimen liberal de mentira organizada en el que participan los medios de comunicación y las élites liberales cercenadas por lo políticamente correcto, lo que hacen es utilizar los tropos y narrativas populistas para crear una verdad alternativa que, esta sí, reduce la pluralidad natural de opiniones de la ciudadanía a una reacción emocional homogénea. Saben bien que la emoción es más fácil de guiar y pretenden que actuemos desde ahí, desde un régimen sentimental que nos haga rechazar las reglas de lo políticamente correcto para decir las verdades del barquero. Lo de menos es la búsqueda de la verdad o tener un diálogo constructivo. Lo importante es ser directo y mostrar autenticidad: esa es la prueba de que son «verdaderos líderes».

La trampa populista consiste en la utilización de verdades alternativas para simular la pluralidad de las democracias mientras el líder habla en nombre del pueblo, de la gente, de la nación o de cualquier otra falsa comunidad homogénea y natural. Piensen en la idea promovida por Trump, Johnson o Puigdemont según la cual solo ellos y sus seguidores representan al «auténtico pueblo», mientras cualquier voz disidente —ya fueran periodistas, académicos, inmigrantes, minorías o ciudadanos— era etiquetada como «enemigos del pueblo» o parte de una conspiración del DeepState. Su retórica se basa en un nacionalismo excluyente al tiempo que deslegitima a quienes se oponen a él. Al hacer esto, reducen la pluralidad de puntos de vista a una sola verdad: la suya y la de sus seguidores. Esta estrategia de mentiras organizadas no solo niega hechos verificables, sino que refuerza una visión homogénea del país basada en la supremacía etnonacionalista.

El afán por recuperar el criterio experto frente a un ámbito público poblado por el ruido, las redes y los bulos no solo ha agudizado aún más el clima de desconfianza y sospecha en torno a la autoridad del conocimiento; también ha afectado a los narradores de la verdad en la vida pública. La obra de Arendt sirve para entender por qué es necesario buscar otras vías distintas a la mera restauración de las viejas jerarquías en el espacio público, las que rechacen su desdén subyacente hacia un espacio público plural y a la idea misma de la opinión como consustancial a la democracia. Porque, en el fondo, los guía una idea tan vieja como Platón, a quien su propio desprecio por la mundanidad de los asuntos humanos acabó encerrándolo en el refugio de su Academia, donde buscó esa verdad que iluminase con su luz el mundo de las sombras y las apariencias; una luz, por supuesto, a la que solo unos pocos tenían acceso. Dejar el gobierno en manos de tecnócratas significa, en definitiva, eludir la política, sortear ese espacio de sombras es también escaparse del mundo, orillar el ámbito donde tiene lugar lo que nos acontece y cómo lo vivimos, y, sobre todo, el modo en que conversamos sobre ello. Ese es el mundo de la política. En ese sentido, política y libertad son idénticas: en esa conversación «sin los demás, que son mis iguales, no hay libertad». Es en esa intersección entre política, libertad e igualdad donde se da «la libertad de expresar las opiniones, el derecho a escuchar las opiniones de los demás y ser asimismo escuchado». 

En un tiempo en que la política parece haber perdido el suelo bajo los pies y la vida pública se deshace en islas de incomunicación, El fin del mundo común se propone como una intervención intelectual de urgencia: releer con rigor y frescura a Hannah Arendt para pensar la posverdad, el populismo, la erosión de las instituciones y la soledad, principales causantes de nuestra patente crisis democrática.

Más sobre este tema