'Las huellas de la Transición'
En contra de la idea de que la Transición debe ser indiscutible, los científicos sociales Robert M. Fishman e Ignacio Sánchez-Cuenca publican Las huellas de la Transición. 50 años de cambio y conflicto en democracia, editado por Catarata, un libro que plantea observar este evento crucial en la historia de España como un hecho aún en construcción. Desde una relectura de los años setenta hasta las decisiones de Pedro Sánchez, los sociólogos realizan un recorrido por los sucesos más relevantes y analizan su relación, tomando el inicio de la democracia como la raíz de las estructuras políticas actuales.
Robert M. Fishman e Ignacio Sánchez-Cuenca exponen la idea, a través de la observación de los contrastes entre las construcciones que realizan la izquierda y la derecha españolas, de que en la actualidad la llama de la Transición se está apagando. Con este libro, invitan a los lectores a abrir nuevas perspectivas sobre la historia, y a crear las bases para construir un futuro democrático de inclusión y tolerancia.
infoLibre adelanta un extracto del ensayo, que ya está disponible en librerías.
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Este libro se fundamenta en nuestra convicción de que hay motivos muy sustanciales para repensar la Transición, motivos relevantes no solo para los estudiosos del cambio político, sino también para la ciudadanía en general y sobre todo para los sectores más activos políticamente. Como parte de ese replanteamiento del cambio político que dio lugar a la democracia, proponemos una idea importante: que la Transición de alguna forma sigue abierta. Defendemos que la Transición aún está abierta en dos sentidos fundamentales: primero, porque desde los inicios de los años ochenta y hasta nuestros tiempos los resultados de la Transición se han ido revisando y modificando, a veces de forma muy importante. El legado de la Transición y con ello las instituciones que forjó, han ido cambiando.
El proceso de transformación sigue vivo sin que las modificaciones posteriores necesariamente supongan una vulneración del espíritu del cambio político en los años setenta. Denominamos a esas revisiones los “epílogos” de la Transición. Desde nuestro punto de vista, los ha habido en diferentes momentos clave, forjados unas veces bajo la influencia de la derecha y otras de la izquierda. Estas modificaciones se pueden leer como intentos de afinar resultados iniciales de la Transición que contenían ambigüedades, lagunas o facetas del sistema que luego se han considerados obsoletas, o al menos insuficientes. Segundo, proponemos la idea de que el recuerdo y la interpretación de la Transición se ha ido modificando constantemente en un proceso político-cultural del tipo que los académicos genéricamente suelen llamar una “construcción”, en este caso, una “construcción” en cambio permanente y por tanto abierta.
Hay otra razón por la que proponemos que la Transición se “repiense” y es que, lejos de ser un proceso sujeto a una única lectura, más bien se trata de un periodo complejo de transformaciones expuestas a múltiples interpretaciones. Los debates en torno a la Transición han sido y siguen siendo considerables. Y dentro de las complejidades del cambio político de los años setenta, señalamos algunos momentos y episodios en los que los hechos fueron bien distintos de lo que muchos piensan hoy en día. En este sentido, defendemos que Adolfo Suárez fue un líder mucho más rompedor de lo que suele considerarse. En un tema de gran transcendencia en los debates actuales como es el nacional, vemos que algunas iniciativas de Suárez son bastante parecidas a otras más recientes de los presidentes José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, algo que no suele decirse abiertamente. Sobre este y otros puntos, aspiramos a abrir nuevas perspectivas sobre la historia, animando a nuestros lectores a encontrar en la relectura de los años setenta las bases para construir un futuro democrático de inclusión y tolerancia.
Todas estas ideas sirven, en nuestra opinión, para percibir la importancia de repensar la Transición en estos momentos. Si aceptamos la idea de que la Transición sigue abierta y que se debe repensar de diversas formas ¿qué consecuencias tiene? Por lo pronto, nos gustaría poner en duda el supuesto frecuente en muchos análisis del periodo de que por ser la Transición la fase fundacional de la democracia, lo que se hizo entonces debe considerarse inmutable e indiscutible. Los problemas con ese supuesto son múltiples: pierde de vista la complejidad de la Transición, sus muy diferentes facetas y el debate constante que ha habido sobre sus implicaciones actuales. El hecho innegable es que todos los grandes acontecimientos históricos están abiertos, se quiera o no, a reinterpretaciones constantes y por tanto al debate vivo sobre su significado. En un sistema democrático, el sistema debe estar abierto a la modificación de sus estructuras institucionales, siguiendo las preferencias y aspiraciones de la ciudadanía.
Las distintas construcciones de la Transición salen a relucir de forma recurrente en el debate político español. Para cerrar este capítulo, proponemos una comparación de las construcciones nostálgica y prometeica, como un ejemplo de la fuerza que tienen estas construcciones en la política española.
Las derechas, desde su construcción nostálgica, defienden la tesis de que las políticas que vayan más allá de los consensos alcanzados en la Transición son ilegítimas y suponen una traición. Mariano Rajoy, en su condición de líder de la oposición, se dirigía así a los diputados del Congreso en el debate sobre el estado de la nación de 2006:
Señorías, la democracia española de 1978 se asentaba en un gran consenso fundacional: consenso en la reconciliación, consenso en las reglas de juego, consenso en la defensa de los valores del nuevo Estado. Pues bien, el señor Rodríguez Zapatero, por razones nunca explicadas, ha decidido, unilateralmente, que las cosas no se hicieron bien en 1978, y que como todo se ha hecho mal es preciso corregirlo todo[1].
Estas palabras ilustran a la perfección lo que significa una construcción acabada y cerrada de la Transición. Cualquier intento de ir más allá de lo que entonces se resolvió aparece como una deslegitimación de la época fundacional de la democracia. En el repaso de los epílogos de la Transición del capítulo anterior, pudimos ver cómo el intento de legislar sobre las cuestiones de la memoria histórica y la justicia transicional despertó una oposición tajante de la derecha por romper el pacto del olvido y acabar con el principio de reconciliación entre españoles.
El aludido en el discurso de Rajoy, el presidente Zapatero, no solo no creía que fuera preciso realizar una enmienda a la totalidad de la Transición, sino que entendía que las raíces últimas de sus políticas procedían justamente de la Transición. De hecho, nada más ser elegido secretario general del PSOE, en 2000, ante el asesinato de Ernest Lluch a manos de ETA, reclamó el clima de consenso que hizo posible la Transición[2]. En la misma línea, cuando, estando ya fuera del poder, defendió los indultos a los líderes independentistas condenados y encarcelados, lo hizo en nombre de los valores de la Transición:
Me sorprende que quienes reivindican la Transición democrática y se abrazan a la Constitución no comprendan que el espíritu constitucional, el espíritu de la Transición, es el espíritu de la integración, del diálogo y de la generosidad. Tengamos presente lo que hicieron Carrillo y Fraga. Creo que estaban mucho más distantes de lo que puede estar ahora Oriol Junqueras de Pablo Casado. Porque veníamos de donde veníamos. ¿Por qué se han trastocado esos valores? Curiosamente, los que más reivindican la Transición son los que más se oponen al diálogo. Alguien que reivindique la Transición española, tiene que defender el diálogo[3].
Aquí se aprecia con nitidez el gran contraste entre las construcciones nostálgica y prometeica de la Transición. En nombre de los valores de la Transición, Zapatero no reivindica políticas concretas de las que se llevaron a cabo en los albores de la democracia; más bien, considera que la forma de abordar los problemas y conflictos de la política deben resolverse ahora como se resolvieron entonces, es decir, reconociendo la pluralidad de posiciones sobre asuntos difíciles y buscando acuerdos que sean aceptables para todas las partes. Esos son los principios que guiaron algunas de sus iniciativas más arriesgadas, como el proceso de paz para acabar con el terrorismo de ETA o el intento de acomodar las demandas del nacionalismo catalán en el Estatut de 2006. En el capítulo siguiente, sobre los legados de la Transición, analizamos esta gestión con mayor detenimiento.
En contraste, la derecha heredera de Alianza Popular defiende que negociar con ETA o con el independentismo supone desacreditar la Constitución de 1978 y, más en general, la Transición. Pero esa construcción selectiva deja fuera de consideración, es decir, fuera de su recuerdo de los años de cambio político, el hecho de que en los años de la Transición la UCD negoció con ETApm (político-militar) y lo hizo en momentos de una actividad terrorista muy intensa, ofreciendo condiciones de reinserción muy favorables a los etarras que querían abandonar la violencia, incluso a aquellos que tenían delitos de sangre. De la misma manera, hemos visto cómo el Gobierno de UCD reconoció la legitimidad republicana que Josep Tarradellas encarnaba. Y, en la misma línea, hemos subrayado en varias ocasiones que la Constitución abordó de forma flexible el problema de la plurinacionalidad, admitiendo la distinción entre regiones y nacionalidades.
Desde nuestra construcción, no importan solo los detalles de las operaciones a las que acabamos de hacer referencia, sino también, y en mayor medida incluso, los valores que las inspiraron. En este sentido, la clave fue el espíritu de integración, es decir, el propósito de hacer sitio para todos aquellos que quisieran formar parte del nuevo sistema democrático, ya fueran antiguos gobernantes franquistas o terroristas. En lugar de pedir cuentas por el pasado, se ofreció acomodo a cuantos quisieran comprometerse con la democracia. Ese impulso incluyente es el que, a nuestro juicio, mantiene viva la llama de la Transición, aunque, a decir verdad, la llama parezca estar consumiéndose rápidamente, pues los intentos realizados en este siglo por resolver desde parámetros incluyentes el problema del terrorismo y por superar las secuelas del conflicto catalán se han enfrentado a una oposición muy dura que acusaba de traición y deslealtad a todo lo que no fueran políticas compatibles con la construcción nostálgica.
Quizá el mejor ejemplo sea la controvertida Ley de amnistía aprobada por el Congreso de los Diputados en 2024. Numerosos dirigentes, analistas e intelectuales de las derechas han argumentado que dicha Ley es una aberración política, un abuso de poder y un fraude constitucional. Aunque recientemente el Tribunal Constitucional la ha declarado constitucional en su conjunto (con muy leves modificaciones), continúa despertando reacciones furibundas, y no solo en la derecha: Felipe González, uno de los personajes centrales de la democracia española, ha afirmado que la aprobación de la Ley es un acto de corrupción política y una negación de los principios democráticos. Estas críticas contrastan con el gran consenso que despertó en su día la Ley de amnistía de 1977, aprobada por todos los grupos con la abstención de Alianza Popular. El caso de González que acabamos de mencionar es especialmente interesante porque él estuvo rotundamente a favor de la amnistía en la Transición. ¿Qué razones hay entonces para que, casi cincuenta años después, arremeta contra la segunda amnistía de la democracia?
Más allá de consideraciones jurídicas, que no son objeto de nuestro interés en este momento, creemos que hay algunos parecidos importantes entre la primera Ley de la democracia, la Ley de amnistía de 1977, y la Ley de amnistía de 2024. Por supuesto, el contexto es muy diferente en cada caso. En 1977, el país se encontraba en medio del proceso de Transición, experimentando un cambio de régimen bastante peculiar. En 2024, en cambio, España era una democracia más dentro de la Unión Europea, con sus fortalezas y sus debilidades, plenamente consolidada. Algunos aducen que esta diferencia en las condiciones del país es ya suficiente para invalidar cualquier ensayo de comparación entre las dos amnistías. El supuesto detrás de ese razonamiento es que las amnistías pueden tener sentido en las circunstancias extraordinarias de un cambio de régimen, pero no durante un periodo de normalidad democrática. Así, las amnistías se aprueban típicamente después de guerras civiles, transiciones políticas o fenómenos similares de gran trascendencia política. Este patrón empírico es indiscutible. Cuando las democracias se consolidan, no suele haber necesidad de realizar amnistías.
Ahora bien, la situación de Cataluña en 2017 no era la de una democracia normal. El Gobierno de España se negó a negociar con los representantes de Cataluña, los independentistas organizaron unilateralmente un referéndum de secesión, hubo violentas cargas policiales contra los ciudadanos que quisieron participar en dicho referéndum, se produjo una declaración de independencia (ambigua y sin efectos jurídicos), se encarceló a los líderes independentistas y el Tribunal Supremo les impuso condenas muy considerables y, por si todo esto no fuera suficiente, el Gobierno de Mariano Rajoy impulsó operaciones de “guerra sucia” contra los líderes del independentismo, con campañas de espionaje y desprestigio. Este conjunto de elementos no es habitual en las democracias que funcionan con normalidad. Pero aparte de todo eso, desde la perspectiva de conseguir que España sea un país con sus fronteras actuales y democrático, no fue nada eficaz.
El apoyo a la independencia se mantuvo sólido, como demostraron las elecciones catalanas de 2017 y 2019. Sin embargo, la tendencia cambió cuando el Gobierno de España optó por una política que nosotros consideramos congruente con el espíritu de la Transición. El paso a una política de reconciliación mediante la Ley de amnistía ha producido un declive importante en el apoyo a la independencia y una reincorporación de muchos catalanes a la estructura autonómica y constitucional que permite la convivencia en democracia. En nuestra construcción prometeica, la Ley de amnistía reciente ha sido un ejemplo del espíritu de la Transición y un éxito importante para todos los que buscan una reafirmación del encaje de Cataluña en España.
Siendo verdad que el PSOE había descartado hasta 2023 la posibilidad de una amnistía, alegando incluso que era inconstitucional, el hecho es que la investidura de Sánchez sólo fue posible gracias al compromiso alcanzado con los partidos independentistas catalanes acerca de la amnistía. Por esta razón, son muchos quienes han insistido en que es una Ley hecha simplemente para que el PSOE permanezca en el poder, es decir, se trataría del precio a pagar por obtener el apoyo parlamentario del independentismo. Sin embargo, que las motivaciones inmediatas de la Ley sean esas (o cualesquiera otras) no impide reconocer que, al mismo tiempo, la amnistía de 2024 tiene el mismo objetivo integrador e incluyente que la de 1977, restablecer las bases de la convivencia y el reconocimiento político entre grupos y personas con ideas muy diferentes.
En 1977, se quería superar la división entre ganadores y perdedores de la Guerra Civil, abriendo una época en la que sus diferencias se resolvieron a través de procedimientos e instituciones democráticas; de manera parecida, en 2024 se buscaba restablecer la convivencia entre el nacionalismo separatista y el resto de la sociedad catalana y española tras una fase de enfrentamiento agudo que había desembocado en la situación anómala (al menos en el contexto de las democracias europeas) de que los máximos dirigentes de partidos políticos legales estuvieran en la cárcel por acciones y estrategias políticas.
Nuestra lectura prometeica de la Transición encuentra un fundamento común a las amnistías de 1977 y 2024, a pesar de los rasgos distintivos de cada una de ellas. Lejos de entender que se trata de una medida inconstitucional o incompatible con la democracia, creemos más bien que esta nueva amnistía guarda un innegable parecido con la de 1977, siendo ambas elementos cruciales para garantizar la convivencia política entre diferentes.
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[1] Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 182, 30/5/2006, p. 9.096.
[2] El Pais, 23/11/2000 (https://elpais.com/diario/2000/11/23/espana/974934011_850215.html).
[3] Eldiario.es, 12/6/2021 (https://www.eldiario.es/politica/zapatero-reivindican-transicion-olvidan-fraga-lejos-carrillo-casado-junqueras_128_8032314.html).